Veredas. Revista del Pensamiento Sociológico

Araceli Mondragón González / Profesora investigadora. Departamento de Relaciones Sociales, Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco. Candidata a doctora en Estudios Latinoamericanos por la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. Licenciada y Maestra en Ciencia Política por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM.

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La experiencia de la Comuna de París y el establecimiento de un gobierno obrero es un caso interesante de “revolución en acto”. Se trató de un proceso inédito de organización social y política en el que, en poco más de un mes, trabajadoras y trabajadores lograron cambios y reformas político-sociales que incluso hoy en día siguen siendo cuestiones pendientes para garantizar libertades y derechos fundamentales. En este artículo se puntualiza la importancia de la reinvención del tiempo y de la subversión de los espacios sociales como actos indispensables para instaurar un nuevo orden simbólico que permita la radical transformación del mundo y de las relaciones sociales.

Introducción

Entre el 18 de marzo y el 28 de mayo de 1871 tuvo lugar un hecho inédito en la historia universal: en medio de la guerra y asediada por dos imperios, la clase obrera de París instauró un gobierno popular y decretó reformas sociales tan avanzadas para la época que aún hoy en día siguen estando pendientes en muchos lugares del mundo.

La comuna tuvo como antecedente inmediato la guerra franco-prusiana,1 que respondía sobre todo a los intereses imperialistas y al afán por el reparto del mundo entre los gobiernos encabezados por Napoleón III, sobrino de Napoleón Bonaparte2 y Otto von Bismarck, que perfilaba a Prusia hacia la unificación y consolidación del imperio alemán.

1 Las acciones bélicas tuvieron lugar entre el 19 de julio de 1870 y el 10 de mayo de 1871.
2 Este personaje, en su empeño expansionista incluso envió tropas del ejército francés para invadir México en 1862.

Pero tras la capitulación por la asamblea encabezada por Adolphe Thiers (Napoleón III había sido capturado en septiembre de 1870 en Sedán y se había instaurado la Tercera República), la entrada del ejército alemán en París, su vuelta a Versalles y ahí la proclamación de su imperio, el pueblo parisino en un acto de dignidad se negó a entregar las armas y se declaró en rebeldía. Así se estableció un gobierno popular, se decretaron reformas sociales, se organizaron escuelas, comedores comunitarios, se echaron a andar de manera cooperativa fábricas abandonadas por los burgueses y además resistieron durante poco más de dos meses sitiados por franceses y alemanes –antes enemigos–, hasta que la comuna fue ahogada en sangre. 

La experiencia tuvo un peso histórico insoslayable así que no es casual que los grandes intelectuales de la época hayan escrito sobre la Comuna y que también a lo largo de la historia este episodio haya sido revisitado en numerosas ocasiones. Este es pues, un nuevo intento por rememorar lo acontecido en aquella primavera de 1871 en París desde preocupaciones actuales y con la perspectiva epistemológica y las herramientas teóricas que nos brinda un andamiaje conceptual producto de las primeras décadas del siglo XXI.

En este sentido, nuestro punto de partida en el plano historiográfico es la premisa de que existe el uso dialéctico de la herencia cultural en la construcción de la memoria y que ésta se construye en un diálogo intergeneracional o una temporalidad dialógica, donde las preocupaciones sociales y las herramientas teórico-epistemológicas del presente nos permiten acercamientos con diferentes perspectivas que posibilitan nuevas perspectivas en el pasado, inclusive fragmentos o semillas de futuro, proyectos pendientes y heredados que nuevos actores o actrices sociales recuperan como fuente e inspiración de movimientos, insurrecciones o resistencias.

En esta reflexión en particular, echamos mano de la disputa por la construcción del tiempo y el espacio sociales, particularmente nos enfocamos en la resistencia subalterna y nos proponemos también enfocarnos en la lucha de las mujeres. De acuerdo con lo anterior, hemos divido la exposición en tres tiempos.

1. El tiempo de la dominación

En los albores del capitalismo en el siglo XVI, la expansión colonial europea apelaba a un derecho antiguo que sin embargo es piedra de toque de la modernidad: el derecho de “invención” que, a diferencia de las connotaciones del lenguaje de hoy, no tiene que ver –al menos de manera directa– con la  imaginación, la ensoñación o los deseos, sino con la apropiación y el despojo. Las leyes que lo sustentaban lo definían así: “Tomada posesión de la tierra, los descubridores y oficiales reales procedían a la nomenclatura de toda ella, con sus ríos, montes, provincias, pueblos y ciudades hallados o fundados por ellos” (De la Torre Villar, 1948: 845). 

En este contexto se afianzó la propiedad europea de vastos territorios de América, Asia y África, como si se tratase de “islas” o continentes vacíos y se utilizó de manera tramposa una legislación que correspondía a condiciones y un contexto totalmente diferente para justificar la dominación colonial en que se fundamentaría el origen y consolidación del capitalismo moderno. Se concretó así la primera globalización del mundo. No obstante, ya en esa época algunas corrientes jurídicas como la de la Escuela de Salamanca, encabezada por Francisco de Vitoria, tras sesudas disertaciones y discusiones, dejaron en claro que el derecho de invención no valía respecto a América, pues ahí ya “había Señores y todas las cosas tenían su dueño” (Vitoria, Francisco, 2007), y no se trataba de un continente despoblado. Sin embargo, aunque en el pensamiento y en la acción se manifestaran voces en contra, de facto el proceso de invasión aconteció bajo la premisa de aquel viejo “derecho”.

Esta política imperial y colonial de dominación implicaba el desconocimiento de las poblaciones nativas como sujetos de derecho y las ubicaba en cambio como simple naturaleza, como parte de la fauna del Nuevo Mundo. Así, las personas, sus bienes y sus cuerpos, fueron considerados como
recursos para la explotación y la acumulación originaria del capital en las metrópolis. Por otra parte, estas políticas de ocupación y despojo iban acompañadas por discursos que imponían una idea de historia lineal, unidireccional y evolucionista, donde Europa era la culminación de la cultura, el parangón de un dualismo de civilización/barbarie; pre-capitalismo/capitalismo; atraso/modernidad; europeo/no europeo. En fin, un discurso de colonialidad (Quijano, 2014) que es núcleo y origen del racismo moderno, que tiene por fin la minusvaloración e incluso la negación o anulación de la condición humana de los otros y en consecuencia el desconocimiento de sus derechos de propiedad y de autogobierno, no sólo de sus territorios sino también de sus propios cuerpos y de sus subjetividades.

Es en esta lógica en la que los europeos se arrogaron lo que Benedict Anderson describe como el “peculiar hábito” de dar a lugares remotos “nuevas” versiones de “antiguas” toponimias de las tierras de origen: 

No es que, en general, el nombre de sitios políticos o religiosos como “nuevos”, fuese, en sí mismo algo nuevo. […] Pero en estos nombres, “nuevo” tiene el sentido invariable de “sucesor” o de “heredero” de algo ya desaparecido. Lo “nuevo” y lo “viejo” están alineados diacrónicamente […] Lo sorprendente en los nombres americanos de los siglos XVI y XVII es que lo “nuevo” y lo “viejo”, fueron interpretados de manera sincrónica, coexistiendo dentro de un tiempo homogéneo y vacío.

Anderson, 1993: 260

Debemos considerar que a la colonización del espacio le es correlativa cierta colonización del tiempo que, en esta lógica de despojo, es también considerado homogéneo, vacío, “apropiable” y podríamos añadir mecánico, pues el ritmo es imprescindible para los fines de explotación del capital. Este tiempo no sólo se impone sobre los trabajadores en la organización de las jornadas de trabajo, sino que también dicta y cronometra los otros momentos de reproducción de la vida. Así, una vez que se “acabó el mundo” –lo que no implica que los poderosos se siguiesen peleando por repartírselo–, se exacerbó como estrategia de acumulación la colonización del tiempo.

La colonización del futuro fue asegurada a través de la precariedad permanente de los trabajadores que, endeudados y hambrientos, se encontrarían atados a la cíclica y permanente reproducción del capital. Por otra parte, esta dominación se aseguraba también a través de una ideología que naturalizaba o normalizaba al capitalismo como único sistema posible, prácticamente como el nuevo orden providencial. Debemos considerar que es precisamente en la época de la Comuna cuando se articulaban los discursos económicos que cobrarían estatuto de “científicos” a principios del siglo XIX y cuando se comenzó a popularizar la idea de que “la mano invisible” del mercado era el orden regulador no sólo de la economía, sino de la política y la vida de las personas a nivel planetario.3

3 Adam Smith publicó La riqueza de las naciones en 1776; David Ricardo Principios de economía política y tributación en 1817; John Stuart Mill Principios de economía política en 1848.

Como correlato, las ideologías imperialistas y coloniales de este período también ubicaban como irracionales, bárbaros y contrarios al avance del progreso y la civilización, a los trabajadores y sus intentos de resistencia –así como a las ideologías socialistas, comunistas y anarquistas– frente al orden capitalista cada vez más “naturalizado”. Es en este contexto en el que me parece debemos ubicar a la Comuna de París, como una ruptura o quiebre excepcional desde abajo, como una «revolución en acto» que se distingue de las revoluciones burguesas que en aquel momento ya habían agotado sus capacidades de transformación revolucionaria. 

El carácter excepcional y trascendente de la Comuna fue la experiencia práxica de un gobierno obrero fuera de cualquier paradigma existente en su momento. Y, en la medida en que encontramos rasgos anti-coloniales y anti-imperiales en su seno, podemos decir también que se trata de una reapropiación o una reinvención del tiempo que, en su momento, puso –y aún hoy en día pone– en tela de juicio al proyecto capitalista como la única forma posible de organización y reproducción de la vida.

Lo que yo llamo aquí la reinvención del tiempo es el derecho –no positivo–, sino natural, dirían los antiguos; humano, dirán los modernos, que tienen los pueblos a la rebelión y a la resistencia desde abajo, donde eclosionan de manera anticipatoria y creativa otras forma de organizar la sociedad y el mundo. Es una estrategia con la que los de abajo resisten y se rebelan frente al poder de los de arriba, frente al despojo de sus bienes, frente a la expropiación de sus memorias y a la colonización de sus futuros.

En lo que respecta a la reapropiación del tiempo, hay un antecedente muy importante anterior a la Comuna, durante la Revolución francesa de 1789, cuando los jacobinos ya habían expresado una suerte de intuición sobre la importancia estratégica de la reinvención del tiempo al establecer un calendario republicano, laico y basado en los ciclos astronómicos, agrícolas y naturales. Se trata de un tiempo simbólicamente distinto al del status quo, en la medida en que se estructura a partir del trabajo y de la acción humana frente a la naturaleza. Este calendario refleja de nuevo al tiempo como una arena en disputa y muestra el acto revolucionario de nominar y de apropiarse, lo mismo de los tiempos que de los lugares. Así, al ordenar, organizar, calendarizar, medir, nombrar, también se está reproduciendo o quebrando el orden simbólico de la sociedad y del mundo.

El calendario republicano adoptado por los jacobinos fue decretado por la Convención Nacional en octubre de 1792 estableciendo como el “año cero” el de la proclamación de la República. Fue abolido por Napoleón Bonaparte Le Grand –el de la historia como tragedia– en 1805, que correspondía al día 10 de Nivoso,4 del año XIV republicano. También Karl Marx evocó irónicamente este calendario en su famoso 18 brumario,5 donde trata el tema del golpe de Estado perpetrado por Luis Napoleón Le petit –el de la historia como farsa–, quien se nombró emperador medio siglo después que su tío, para establecer el Segundo Imperio que terminaría precisamente con la vergonzosa derrota y capitulación en la guerra franco-prusiana por el gobierno de Thiers y los republicanos burgueses, la cual contrastó frente a la dignidad del pueblo parisino dispuesto a resistir frente al invasor y que ante la traición culminó en el establecimiento de la Comuna.

4 Nevado.
5 Napoleón Bonaparte dio su golpe de Estado el 9 de noviembre de 1799. Medio siglo después Louis Napoleón “Le Petit” dio su propio golpe de Estado el 2 de diciembre de 1851 para establecer el II Imperio.

2. El tiempo de la insurrección

Como se ha señalado, no soplan de igual manera los tiempos de arriba que los tiempos de abajo y aunque el lapso transcurrido entre el 18 de marzo y el 28 de mayo de 1871 represente apenas un breve relámpago en el cielo de la historia, su fuerza trasciende su propio momento y se proyecta más allá, no sólo como memoria sino también como anticipación, como una experiencia que hace patente que frente a la temporalidad homogénea y vacía del capital, hay vida, experiencias concretas y una suerte de diálogo intergeneracional o, también podríamos decir, una temporalidad dialógica en los mundos de los oprimidos que les permite recordar el futuro

«Recordar el futuro» (Geoghegan, 1990) es una frase a mi parecer muy afortunada cuando se intenta resaltar la función utópica de la memoria, la posibilidad de recoger las semillas de los agravios a los ancestros y de sembrarlas para cultivar el futuro. Es también una forma de anticipar el pasado, de enunciar cómo los anhelos y los deseos de justicia de las generaciones pasadas se siguen proyectando hacia el porvenir para alumbrar la libertad de las de las generaciones futuras. Este es el tiempo de la historia disruptiva que, de cuando en cuando, quiebra el tiempo lineal y el “equilibrio” de la “mano invisible”. Es el tiempo del proletariado en acción como sujeto revolucionario y constructor de su propia historia.

Me parece que este es el sentido en el que Marx se manifestaba incisivo sobre la necesidad de no volver sobre el pasado como nostalgia mítica de las comunidades medievales o antiguas como parangón de la Comuna, advirtiendo que la herencia es valiosa cuando es impulso para dar el salto “hacia delante” y no una evocación romántica del pasado. Es esta peculiar relación con el tiempo de la anticipación la que nos permite valorar con justicia el momento inédito de la experiencia de un gobierno obrero que, pese a las condiciones de escasez propios de la guerra que le antecedió y luego del asedio de dos imperios, en apenas dos meses dio visos de que efectivamente otros mundos son posibles.

Un cúmulo de asincronías6 y utopías convergen en ese tiempo excepcional de las revoluciones en acto y aún cuando éstas sean tan breves como fue el caso de la Comuna, aparecen como huellas o cicatrices en la historia que marcan un quiebre temporal que va más allá del propio acontecimiento. Y aún cuando se vuelva a la cotidianeidad y al tiempo ordinario, éste estará preñado de astillas o de semillas de posibilidad que servirán a su vez para iluminar y dar esperanza a los oprimidos que recordarán que, eventualmente, también podrán reinventar el tiempo.

6 Ernst Bloch utiliza en su libro Herencia de esta época, el concepto de asincronía, [Ungleichzeitigkeit] como un tiempo discontinuo o de no-contemporaneidad para explicar cómo en una formación social específica se conservan reminiscencias de formas sociales anteriores. Para una revisión más profunda de este concepto se pueden consultar: Bloch (2019); Salmerón Infante (2009); Cabado (2007) y Serra (1998).

Si se revisan día a día la historia y la organización de la Comuna, resulta impresionante la relevancia de las acciones para cambiar las formas sociales y políticas que la precedieron; literalmente se trató de una revolución cotidiana. Resulta también muy interesante cómo se consolidaban acuerdos enmedio de las condiciones de caos y precariedad que había dejado la guerra y más aún si consideramos que la Comuna estaba integrada por un mosaico heterogéneo de ideas y proyectos políticos: socialistas,7 republicanos radicales, blanquistas, anarquistas (bakuninistas y proudhonianos). Mención aparte merecen las mujeres que, como veremos más adelante, fueron la otredad radical, la revolución dentro de la revolución.

7 Pese al papel tan importante de la Asociación Internacional de Trabajadores, se debe considerar que  tan sólo un tercio de la Guardia Nacional pertenecían a la AIT y de los delegados electos a la Asamblea comunal apenas alcanzaban un 12%.

De ese universo caleidoscópico surgió una organización que en aquel breve instante fue capaz de concretar derechos y reivindicaciones sociales que, incluso hoy, siguen pendientes en muchos lugares del mundo. En aquellos dos meses se abrió una suerte de tiempo mesiánico, en el sentido benjaminiano, que recuperó las aspiraciones libertarias del pasado y las proyectó al futuro en el quiebre del presente: “El cuerpo del colectivo en suma, con sus deseos, sus traumatismos desdoblados y su memoria involuntaria, debe tomar el lugar del ‘curso de la historia’ mecánico y vacío” (Berdet, 2019). 

Fueron mujeres, niños y trabajadores de carne y hueso, unidos como agentes colectivos, quienes desde la concretud y la cotidianeidad de la vida mostraron no sólo eficacia política, sino también una fuerza moral excepcional que cada día revolucionaba un poco el mundo.

Rápidamente se estableció –por voto “universal”, aunque en realidad masculino– un nuevo gobierno integrado por delegados cuyos puestos serían revocables y recibirían como compensación salarios de obreros. Con  esto se concretó una doble dignificación: la de la política y la del trabajo. Se instauró así una democracia popular radicalmente distinta a la burguesa. Los representantes por distritos garantizaban por otra parte la comunicación entre representantes y representados. Se integró también una milicia popular ciudadana y se abolieron el ejército y la policía.

Se declaró la igualdad de derechos y de pensión entre hijos “legítimos” y “naturales”, así como entre esposas y concubinas, con lo que se afirmó no sólo la igualdad, sino la dignidad de todos los seres humanos. Por otra parte, se impusieron leyes sobre la responsabilidad en la paternidad, uno de los problemas que al día de hoy sigue siendo un asunto pendiente prácticamente en todo el mundo.

Se hizo efectiva la secularización a través de la organización de escuelas laicas y mixtas, y se estableció un control en el precio de los alquileres, así como la condonación de los intereses de las deudas. Es decir, se estableció de facto el derecho a la vivienda digna.

Se organizó la producción en cooperativas en los talleres abandonados por los burgueses, con lo que se configuró una reorganización del trabajo que aseguraba el producto al trabajador por medio de asociaciones libres que aprovechaban el uso de las industrias para el beneficio colectivo.

Se formó la Unión de las Mujeres (el 8 de abril) para apoyar y defender la causa del pueblo; dar asistencia a las comisiones de gobierno; asistir en servicios médicos, organizar comedores comunitarios; organizar escuelas y la producción en cooperativas. Las mujeres también pugnaron por el derecho al divorcio y combatieron hasta el último momento en las barricadas y, las que sobrevivieron, siguieron luchando hasta el final de sus vidas.

Otro aspecto digno de mencionar es que, contrariamente al discurso de Thiers y la burguesía conservadora que los calificaban como una “turba de delincuentes y sanguinarios”, más allá de lo que fueron los combates en defensa de la ciudad, los comuneros actuaron de manera no sólo mesurada, sino legal con los prisioneros y los enemigos y, salvo los juicios y condenas a los generales Thomas y Lecomte –quienes habían ordenado disparar contra el pueblo (sobre todo mujeres y niños) que se oponía a la entrega de las armas en Montmartre–, no hubo ejecuciones sin juicio o actos sanguinarios e irracionales. En cambio, no se puede decir lo mismo de los versalleses que sí masacraron sin ley ni piedad a los comuneros.

Otro hecho que me parece muy significativo por los alcances que tiene en términos simbólicos fue la destrucción de la columna de la Plaza Vendôme, un símbolo no sólo del poder monárquico interno, sino también del imperialismo y colonialismo hacia Europa y el mundo.8 El derribo de la columna fue producto de una toma de conciencia internacionalista que hacía sentir a los comuneros más cerca de otros pueblos explotados que de los explotadores franceses.9

8 No hay que olvidar que durante el imperio de Le petit Napoleón hubo guerras e invasiones imperialistas, incluida la de México.
9 Esta conciencia los llevó incluso a nombrar delegados de otras nacionalidades, pero afines a la causa de los trabajadores.

La destrucción de este símbolo no fue, en absoluto, la ira de una turba fuera de sí o un simple passage al’acte y la prueba de ello es el tiempo transcurrido entre el decreto donde se decidió colectivamente la demolición de aquel símbolo de la ignominia, el 12 de abril, y su derribo efectivo el 16 de mayo, más de un mes después; esto hace patente que no se trató de un acto irracional, sino de una decisión de la comunidad política para reconfigurar o reinventar el orden simbólico, el espacio y el tiempo. Se trató en efecto de un acto consciente de justicia construida desde la política de los oprimidos.

Todo lo anterior es ejemplo de que lo que en otros momentos parecería un oxímoron, es aquí una utopía posible. Cada una de las acciones, tanto individuales como colectivas, en ese momento extraordinario revela el poder de disolución de la mistificación del tiempo del mundo capitalista frente a la praxis revolucionaria de mujeres, niños y hombres de clase trabajadora que fueron capaces de colocarse como sujetos de la historia y evidenciar cómo la política, la economía y la leyes son el predicado.

Henri Lefebvre propone una explicación muy interesante a esta rebelión en acto al exponer cómo hubo una ruptura de un tiempo ordinario y la instauración de un tiempo festivo, permanentemente fundacional, instituyente o en invención permanente de lo político. Es muy sugerente esta lectura si tomamos en cuenta la diferencia entre la proyección utópica propia de la política que, generalmente, nos coloca ante un horizonte lejano –hasta inalcanzable–, frente a la prefiguración característica de la experiencia estética donde la anticipación utópica se vive como experiencia, quizá fugaz pero próxima.10 En este sentido, podemos considerar a la Comuna como una experiencia pedagógica profunda con alcance inter-nacional e inter-generacional11 que nos muestra el arte de una política libertaria. 

10 Mientras la utopía es anticipación de una sociedad mejor; el arte es prefiguración que, a diferencia de lo primero, se objetiva en la obra y en este sentido tiene la ventaja de la experiencia de proximidad con el espectador, una presencia que se vive en el presente; mientras que la utopía permanece lejana.
11 El propio Lefebvre utiliza la experiencia pedagógica de la Comuna para evidenciar la diferencia en el concepto de dictadura del proletariado utilizado por Marx, Engels y Lenin, frente a la desviación totalitaria del stalinismo.

Aquí vale la pena recordar la diferencia que establece Walter Benjamin entre la politización del arte y la estetización de la política. La primera tiene que ver con esa capacidad de prefiguración de las experiencias que elevan lo humano sobre lo vil y trascienden lo inmediato hacia cierta plenitud.
La segunda es el éxtasis o el intento de idolatría o adoración de la política que, en tanto finita e inmediata, confinada a un universo cerrado, no puede culminar más que en el éxtasis por la máxima expresión de un poder desenfrenado, en la hybris del poder; es decir, en la guerra (Benjamín, 2003).

3. El tiempo de las mujeres y la otredad 

Como se mencionó al principio, en la dialéctica de la dominación hay una suerte de minusvaloración ontológica del dominado por parte del dominador, así se justifica la opresión porque los segundos consideran que los primeros son menos aptos, tienen menos capacidades intelectuales, morales o sociales; porque tienen “menos ser”. Esta lógica se utiliza para naturalizar las diferencias de clase por cuestiones étnicas y culturales. Ya explicábamos al principio que el argumento de que “los indios son bárbaros o salvajes” fueron fundamento del racismo moderno y justificación para despojarlos de sus tierras. Este argumento de carencia ontológica o negatividad del otro (que no tiene sentido sino con relación al Mismo), también se expresa en cuestiones de género. Y ésta, me parece, es la razón de que las mujeres en el contexto revolucionario de la Comuna fuesen agentes tan beligerantes y con tanta fuerza para el cambio; de alguna manera –como se ha sugerido antes– las mujeres eran la “otredad en la otredad” e hicieron que en más de un sentido la Comuna se desbordara a sí misma. Sin duda alguna en los cuerpos de las mujeres encarnó la revolución en la revolución.

Las historias de Nathalie Lemel, Louise Michel, Elisabeth Dimitrief, Paule Minck, André Léo y otras muchas mujeres comuneras anónimas, cuyos nombres escapan a nuestra memoria, nos permiten una lectura situada desde lo femenino que nos deja apreciar otra dimensión de aquella primavera parisina de 1871. Fue el 8 de marzo cuando se fundó la Unión de Mujeres para la defensa de París, que tenía una estructura organizativa semejante a la de la Asamblea Comunal, organizada por distritos y dirigida por un Comité Central integrado en su mayor parte por trabajadoras.

En aquella época, las mujeres trabajaban mayoritariamente como costureras en jornadas de más de 12 horas por un mísero salario que apenas les alcanzaba para pan y, si tenían suerte, para un poco de leche, porque tenían que cubrir también los gastos de alojamiento y calefacción. Había talleres textiles cuyos empleadores eran conventos donde se explotaba a las mujeres, lo que explica que entre los grupos comuneros más anticlericales y que más pugnaron por una educación laica, fuesen precisamente las comuneras.

Por otra parte, la imposibilidad de que su sueldo les permitiera siquiera sobrevivir, las obligaba a buscar “protección” masculina; una relación donde frecuentemente también había abusos. En tales condiciones era común recurrir a la prostitución como estrategia suplementaria para sobrevivir (Thomas, 1971). Las condiciones de por sí precarias de las trabajadoras se vieron aún más afectadas en el contexto de la guerra franco-prusiana, sobre todo en el período que tuvo lugar el asedio sobre París; la escasez y la escalada de precios hacía aún más dramática la lucha por la sobrevivencia e impactaba sobre todo en las tareas de reproducción y cuidado que, como sabemos, han estado asignadas históricamente a las mujeres. Es en este contexto en el que podemos apreciar la difícil empresa de organizar comedores comunitarios para alimentar al pueblo hambriento. Un ejemplo paradigmático fue La Marmite, fundada por Nathalie Lemel. Se trataba de un trabajo arduo y heroico si consideramos que en aquellos momentos difícilmente se conseguía “pan” –en realidad el harina era mezclada con paja e incluso con papel–. En pocos días durante la ocupación, los precios se incrementaron aceleradamente, por ejemplo: la mantequilla pasó de 6 a 20 y luego a 28 francos por libra. En las carnicerías se podían ver letreros que decían: una libra de conejo por 45 francos, una libra de gato por 20 francos y una de pierna de perro por 6 francos (Thomas, 1971: 411).

Por otra parte, el cuidado de los enfermos, las escuelas, la organización de talleres y cooperativas, en esos momentos críticos fue en gran parte trabajo de mujeres, quienes también participaban como milicianas y combatientes en las barricadas, espacio donde se ganaron el nombre de les petroléuses, las incendiarias.

De entre las muchas comuneras, quizá la más conocida es Louise Michel, símbolo y muestra fehaciente de la radicalidad de la lucha de las mujeres –no sólo anticapitalista sino también anticolonial– quienes defendían una pluralidad de territorios: las tierras, las fábricas y sus propios cuerpos,  así como los de sus compañeros trabajadores. Tras la caída de la Comuna, Louis Michel no fue ejecutada como miles de comuneras, pero fue deportada a Nueva Caledonia, una isla en Oceanía ocupada por los franceses y utilizada como colonia penitenciaria y que, a los ojos de los dominadores, representaban un castigo peor que el exilio, pues era la reclusión en tierras salvajes, en la exterioridad, casi en la nada.12

12 “Los nada de hoy todo han de ser” reza el poema La Internacional de Eugène Pottier, escrito en el tiempo de la Comuna (1871) y que en el futuro será, con música de Pierre De Geyter (1888), el himno mundial de los trabajadores.

Sin embargo el exilio fortaleció el espíritu crítico y libre de Louise Michel, para quien la utopía no sólo estaba en el otro lugar, sino también en el lugar del otro. Y ahí encontró al pueblo Kanak, con quienes estableció una relación de apertura y reconocimiento. Por eso en aquella isla se interesó en su lenguaje y continuó con su labor pedagógica. Aprendió de los otros y trató de aportarles también desde su propia experiencia. Literalmente se puso de su lado cuando en 1876 se rebelaron de la dominación francesa. Michel incluso, nos sugiere Kathleen Hart, encuentra una “identidad alternativa” que expresa en sus Memorias (escritas en 1883 en la prisión de Saint-Lazare), donde se ubica a sí misma en la otredad: “en Nueva Caledonia me sentía más kanak que los kanaks. Ellos también luchaban por su independencia, por su vida, por la libertad. Yo estoy con ellos, como estuve con el Pueblo de París, rebelde, aplastado y derrotado” (citada por Hart, 2001).

Paradójicamente es de la alteridad, de “la nada” y de “los nadie”, que la sociedad burguesa tanto desprecia, de los que el sistema capitalista no puede prescindir porque es en sus cuerpos donde parasita, es de la explotación de los cuerpos de los trabajadores y de las mujeres de donde surge el trabajo vivo, la fuente del valor. Por esto los tiempos de la rebelión son también los tiempos de la otredad y de la marginalidad en más de un sentido. Y Louise Michel nos muestra esta radicalidad de la otredad en la figura de Idara.13 En un capítulo de sus Leyendas y cantos kanaks, comenta que en Nueva Caledonia la palabra para “mujer” es la misma palabra que para “nada”. Sin embargo, Idara es una vieja mujer que adquiere significado al cantar para su comunidad la Chanson des blancs donde narra el sufrimiento de su pueblo tras la invasión (ídem, 117).

Los blancos nos prometieron cielo y tierra, pero no nos dieron nada, nada más que tristeza. Caminan entre nuestras culturas con desprecio porque sólo tenemos palos para arar la tierra y, sin embargo, necesitaban lo que tenemos y deben haber sido miserables en casa, para venir de tan lejos.14

Michel, citada por Hart: 119

13 Kathleen Hart puntualiza la semejanza entre Idara y Marie Verdet, otra “cuentacuentos” o narradora a la que Louise Michel evoca en sus memorias de juventud. Una anciana de su región natal (en el Alto Marne) que se reunía con otras mujeres para bordar, tejer, pero sobre todo, conversar.
14 Les blancs nous promettaient le ciel et la terre, mais ils n’ont rien donné, rien que la tristesse… Ils marchents dans nos cultures avec mépris parce que nous n’avons que des bátons pour retourner la terre, et pourtant ils avaient besoin de ce qie nous avons et ils devaient étre malheureux chez eux, pour venir d’aussi loin, de l’autre côte de l’eau, dans le pays des tribus.

Idara representa así la resistencia y la persistencia, es el grito anti-racista y anti-colonial, seguramente hoy diríamos también anti-patriarcal, cuyo eco es capaz de oponerse a la explotación, lo mismo del trabajo que de la tierra, de los cuerpos y de las personas. Idara es así como la propia Louise Michel, como las comuneras y los comuneros, una de esas voces radicales cuya memoria nos convoca a anticipar el pasado y recordar el futuro.

Reflexiones finales

La Comuna de París es un hecho histórico cuya viveza extraordinaria representa una suerte de intensidad donde convergen una pluralidad de tiempos sociales que nos permiten ver los contrastes en la temporalidad que emerge de la memoria popular frente al tiempo y el discurso histórico reconstruido por los dominadores. Se trata pues de una configuración del tiempo social que representa una arena de disputa, no sólo de acontecimientos y hechos, sino de diferentes configuraciones de universos simbólicos o de sentido. De manera que sigue siendo indispensable hacer una distinción entre la historia como proceso que determina el presente respecto a las reconstrucciones históricas que operan en sentido inverso “desde el presente hacia atrás”, y que tienen que ver con un diálogo que distintas generaciones y diversos sujetos sociales entablan con el pasado (Gilly, 2010).

Por otra parte, la construcción social del tiempo juega también un papel metodológico fundamental en la labor heurística de la formulación de las preguntas que nos planteamos sobre la Comuna. En este sentido, es muy importante puntualizar que esta dinámica dialógica entre pasado, presente y futuro, tiene también un peso fundamental en los resultados de las reconstrucciones históricas de los procesos sociales. Es necesario agregar que, además del diálogo entre presente y pasado, también el futuro juega un papel crucial en la construcción de las identidades y las memorias colectivas. Ya que en los procesos subjetivos, tanto a nivel individual como colectivo:

La memoria es una fuente cambiante e inestable donde, por ejemplo, nuevas memorias pueden cubrir e interferir con viejas memorias (interferencia retroactiva), y viejas memorias pueden eclipsar las nuevas (inhibición proactiva). Del mismo modo, el acto de recordar está lejos de ser un acto inocente. Por lo tanto, un sentido de futuro puede jugar un rol constitutivo en estos procesos. Lo que deseamos jugará un rol en el acto de hacer memoria.

Geoghegan, 1990: 54

Este ejercicio de memoria a partir de algunos elementos teóricos y conceptuales que nos otorgan los privilegios del presente, nos ha permitido recoger y reactualizar algunas de las experiencias de la Comuna, así como recuperar tendencias y latencias de aquellos momentos. También nos ha ayudado a focalizar algunos datos y agentes sociales que se pueden mirar mejor a partir de las “lentes” o las herramientas teóricas actuales, tal es el caso de conceptos y categorías como subjetividad, alteridad o colonialidad que, a la vez, nos permiten sopesar mejor la acción, no sólo de la clase obrera y los subalternos en general, sino de la particularidad de las mujeres. 

15 Cabe señalar que estas ratificaciones u oclusiones de la memoria no se quedan sólo en el nivel subjetivo y que en los procesos sociales rápidamente se materializan en el nivel objetivo. Así lo podemos ver en la construcción de edificios o monumentos para sustituir los viejos representantes del orden simbólico, de otro grupo u orden social.

De este modo, la Comuna no se fetichiza o cosifica sólo en un hecho histórico para rememorar, sino que se recupera también como un momento extra-ordinario, una suerte de alteridad histórica con la que podemos dialogar y que representa una veta muy rica, susceptible de ser revisitada, reinterpretada y de la que aún podemos aprender mucho sobre el cambio revolucionario, la construcción y la disputa por el tiempo social.





Referencias

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