Yolanda Massieu* e Irene Talavera**/ * Doctora en Economía por la UNAM. Profesora investigadora, Departamento de Relaciones Sociales, UAM Xochimilco. Investigación: impactos sociales de la biotecnología, innovación tecnológica y trabajo; biodiversidad y soberanía alimentaria. ** Socióloga, maestra en Desarrollo Rural por la UAM. Investigación: territorio, alimentación, explotación, género y conflictos socioambientales.
Este texto da elementos para comprender la urgente necesidad de una transformación hacia el biocentrismo. Dicho cambio debe manifestarse tanto en los enfoques epistemológicos vigentes como en la manera en que se concretan en las políticas públicas ambientales, específicamente en los aspectos de conservación de la naturaleza y la producción alimentaria. Partimos de una reflexión epistemológica-política y las consecuencias del antropocentrismo vigente tanto a nivel teórico como práctico. Documentamos a continuación la génesis, evolución y concepción de las políticas ambientales en México, para expresar cómo el enfoque antropocéntrico se manifiesta en las acciones gubernamentales. Posteriormente especificamos el requerimiento imperativo del giro hacia el biocentrismo en dos ámbitos específicos: el de las políticas de conservación de la Naturaleza y los movimientos sociales al respecto, y el de la producción alimentaria. Terminamos con el planteamiento de conclusiones que permitan comprender los avances y obstáculos de un posible cambio hacia el biocentrismo, que permitiría transitar a una sociedad más equitativa y sustentable.
Introducción
El presente artículo tiene el objetivo de brindar elementos para fundamentar la urgencia de transformar el enfoque antropocéntrico que permea toda nuestra existencia, hacia un biocentrismo que priorice la vida y la salud ambiental del planeta. El requerimiento imperativo de este cambio se debe a que el deterioro ecológico del mundo ha alcanzado su límite, de lo cual es manifestación la presente pandemia del Covid-19, que tiene una posible causa socioambiental (la destrucción de hábitats de animales silvestres y la ganadería industrial). Previamente a la aparición de la enfermedad ya existían síntomas de los problemas ecológicos planetarios como el cambio climático, la acidificación de los océanos, la deforestación y consecuente desertificación, la creciente escasez de agua dulce, la contaminación de suelos y aguas por la agricultura industrial, así como la contaminación del aire en las ciudades, entre otros.
Dado todo lo anterior, cobra mayor relevancia cada día el cuestionamiento a un enfoque científico-epistemológico antropocéntrico, que implica poner en el centro a los humanos por encima de los otros seres vivos y la naturaleza. Los enfoques teóricos del presente paradigma occidental de generación del conocimiento, tanto de las ciencias naturales como las sociales, han privilegiado al ser humano como el productor de saber y valor, y han puesto en un lugar secundario al entorno ambiental-territorial y al resto de los seres vivos, considerando como un derecho natural del ser humano el dominio, control y explotación de éstos. Dichos enfoques determinan la propia concepción de Estado y las políticas públicas, con los desastrosos resultados socioecológicos a la vista.
Comenzamos nuestra reflexión haciendo una exposición de la separación sociedad-naturaleza presente en la teoría y la práctica vigentes, y se muestran los posibles avances hacia un biocentrismo que privilegie la vida, tanto en la generación de conocimiento como en las políticas gubernamentales y los modos de vida cotidianos. Se mencionan la legislación de los Derechos de la Naturaleza en la Constitución ecuatoriana de 2008 y la propuesta boliviana y ecuatoriana del buen vivir como alternativa al desarrollo, inspirada en los pueblos originarios andinos.
Continuamos con una breve exposición de la génesis y evolución de las políticas ambientales en México, para ilustrar cómo se concreta el antropocentrismo entre los hacedores de estas medidas. Posteriormente especificamos en dos aspectos cruciales que expresan la urgente necesidad del giro hacia el biocentrismo: la política de conservación de la naturaleza y los movimientos sociales al respecto, así como la producción de alimentos. Una vez expuestos brevemente estos elementos que, a nuestro juicio, fundamentan el requerimiento de avanzar al biocentrismo, cerramos con conclusiones que expresan las dificultades y logros de este posible cambio.
1 Urgencia del biocentrismo a nivel teórico y social
La presente crisis pandémica, social y económica mundial nos coloca con mayor urgencia ante la necesidad de replantear nuestra relación con la naturaleza. Una de las hipótesis más probables del origen del Covid-19 es la destrucción de hábitats de animales silvestres, lo que ha llevado a que los patógenos microscópicos que portan estos seres vivos “salten” con mayor facilidad a los seres humanos (Leff, 2020; Massieu, 2020). Otra fuente probable de transmisión de patógenos inter-especies es la ganadería industrial, pues nuestra forma de consumir carne y productos animales, con millones de estos seres con un sistema inmunológico debilitado al vivir hacinados cerca de las ciudades, facilitan la infección de animales a humanos.
La aparición de la enfermedad que ha cambiado de raíz el modo de vida humano en el mundo se suma a una crisis ecológica anterior que se agrava día con día, y cuyas posibles consecuencias ya habían sido advertidas por especialistas en el tema desde hace décadas (Toledo, 2015 y 2019; Gudynas, 2014; Acosta y Brand, 2017; Moguel, 2013). La presente pandemia es una de estas consecuencias. Otras manifestaciones de dicha crisis ambiental son el cambio climático por acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera, la acidificación de los océanos, la contaminación creciente de aire, suelos, agua dulce y de los mares, el empobrecimiento genético de especies vegetales y animales por el modelo de agricultura y ganadería industriales, la desaparición de polinizadores por los efectos de los agroquímicos, la extinción acelerada de especies silvestres por reducción de su hábitat, la escasez de agua dulce por deforestación y desertificación, entre otros más.
Ante la urgencia de repensar la vida y el conocimiento, la propuesta teórica y político-social del biocentrismo puede darnos respuestas. Para entender el alcance de este enfoque nos preguntamos a qué le llamamos vida y qué ha hecho el conocimiento antropocéntrico hegemónico para su conceptualización y el manejo de los seres vivos y los ecosistemas como “recursos”.
El concepto actual de vida se acuñó a partir del descubrimiento de la célula por Hooke en 1665. La aparición en la tierra de esta entidad microscópica hace unos cuatro billones de años se identifica con el comienzo de la vida. Una célula es una estructura con elementos funcionales que le permiten respirar, obtener energía y reproducirse. Esto es lo que diferencia seres vivos de virus, pues estos últimos no presentan los elementos estructurales de la célula, aunque sí tienen la capacidad de reproducirse únicamente cuando invaden otro organismo, por ello se considera que están en el umbral de la vida, sin llegar a estar propiamente vivos (Mandal, s/f). Llevó millones de años de evolución que, a partir de las primeras células procariotas (sin núcleo) se formaran las eucariotas con núcleo, y de estos organismos unicelulares a la evolución en otros pluricelulares y la generación de la diferenciación sexual (descubrimiento de Lynn Margulis1) (Corchon, s/f), hasta llegar a la inmensa diversidad de seres vivos presentes, desde los organismos unicelulares hasta los organismos pluricelulares.
A esta variedad de seres vivos se le conoce como biodiversidad, sobre todo a raíz de la creación del Convenio de Diversidad Biológica (CDB), en la Cumbre de la Tierra de la Organización de Naciones Unidas (ONU) en 1992. El término “vida” se usa crecientemente tanto desde las resistencias a los proyectos depredadores ambientalmente, característicos del “neoextractivismo” actual (Peters, 2016; Svampa, 2019), como en las organizaciones religiosas opuestas al aborto. El sentido de la palabra va más allá de la definición biológica, siendo polifacético y multicriterio, con pluridimensionalidad semántica y multiperspectiva disciplinar (Schmidt, 2016). Aquí partimos de su sentido como características de vida reconocidas por las ciencias biológicas.
1. Margulis elaboró en 1967 la teoría endosimbiótica o endosimbiosis seriada, ahora aceptada, que supone que las mitocondrias y los cloroplastos evolucionaron a partir de bacterias que fueron fagocitadas por una célula eucariótica ancestral. Las mitocondrias se originaron hace unos dos mil millones de años, a partir de una bacteria aeróbica (que respira oxígeno), la cual estableció una relación simbiótica permanente con un eucariota anaeróbico primitivo (que respira en ausencia de oxígeno). La adquisición de mitocondrias constituye una etapa fundamental para los eucariotas, ya que implica la capacidad de respiración aeróbica. Los cloroplastos (componentes de células vegetales) las habrían adquirido más tarde, hace entre 1,200 y 1,000 millones de años, algunos eucariotas fagocitaron bacterias fotosintéticas y establecieron una relación simbiótica con ellas, a partir de estos grupos de eucariotas se formaron diversos grupos de vegetales (Corchon, 2021).
Todos los seres vivientes existen e interaccionan en ecosistemas, los cuales han sido dañados crecientemente por los humanos, sobre todo a partir del siglo XX, al grado de que se conoce a esta etapa como Antropoceno y a la situación actual de la biodiversidad como la 6ª extinción (Molina, 2008; Trischler, 2017). Es asombrosa la complejidad que ha alcanzado la vida desde sus orígenes unicelulares hasta los vertebrados superiores y la infinidad de seres vivos existentes, muchos de los cuales no se conocen aún ni han sido caracterizados por la ciencia occidental. Si tomamos en cuenta esta complejidad, se observa que hay una jerarquía entre los seres unicelulares y pluricelulares, la cual se expresa desde la mitocondria, la membrana celular, el núcleo, la célula, el tejido y el órgano (Schmidt, 2016: 62).
Estas jerarquías se localizan espacialmente como subestructuras diferentes dentro de una estructura más grande. El origen y las estructuras de la vida se han dado en un proceso escalonado, desde el origen del planeta como tal y de la vida en el primer “caldo primigenio”, en el cual se fueron agrupando moléculas hasta formar las primeras formas de vida anaeróbicas, de las cuales hubo una evolución a formas aeróbicas desde el nivel unicelular hasta el pluricelular.
Desde sus orígenes en la Ilustración francesa a fines del siglo XVIII, la ciencia occidental se planteó como objetivo central el conocimiento de los secretos de la Naturaleza para su utilización por los humanos. Esto se expresa bien en las ideas de Sir Francis Bacon:
Para penetrar en los secretos y en las entrañas de la naturaleza, es preciso que, tanto las nociones como los principios, sean arrancados de la realidad por un método más cierto y más seguro, y que el espíritu emplee en todo mejores procedimientos.
(Bacon, 1620)
Bacon fue precursor en el siglo XVII del espíritu que animó el surgimiento de la ciencia occidental, en el que la naturaleza está ahí para que los humanos la conozcamos y explotemos. Concepción también alimentada desde la idea judeocristiana en la que Dios les da el paraíso a Adán y Eva para que reinen sobre todas las especies, aunque posteriormente los expulse por el pecado original (que se le atribuye principalmente a Eva). Junto con esta noción fundacional religiosa, la ciencia occidental consagra una separación sociedad-naturaleza con la dominancia de los humanos, que ha tenido consecuencias en el daño que la mal llamada civilización occidental le ha hecho al planeta, al grado de que la presente pandemia nos cuestione sobre nuestra viabilidad como especie. Esta separación ha justificado “las ideas clásicas del progreso, donde la naturaleza es vista como una canasta de recursos a ser aprovechados” (Acosta y Gudynas, 2012: 108) y la ciencia se concibe al servicio de dicho “progreso”.
Acosta y Gudynas (2012), entre otros, como participantes de los proyectos sociopolíticos ocurridos en Bolivia y Ecuador en los primeros años del milenio, han propuesto la noción de “buen vivir”, de inspiración originaria andina, como alternativa al desarrollo y al progreso. Dicho concepto también aparece, con matices, en el pensamiento de grupos originarios de nuestro país y reivindica la idea de que los humanos no somos superiores a la naturaleza, sino parte de ella, en una relación respetuosa, que no es necesariamente armónica. En narrativas indígenas mexicanas aparece como horizontal y conflictiva, en un universo en el que los seres vivos y elementos de la naturaleza (agua, cerros, cuevas) están animados (Massieu, 2018: 157-161). Es una forma distinta de concebir al entorno natural y la diversidad biológica, que ha sido descalificada por siglos como atraso, superstición y conocimiento no científico, idea que ha justificado la conquista violenta de América y otras regiones del mundo, con la consecuente destrucción de sus culturas y ecosistemas.
El valor intrínseco es un tema de discusión en la posibilidad de llegar a un biocentrismo que supere esta separación y la destrucción ecológica consecuente. Desde los primeros ambientalistas2 que propusieron la conservación de la naturaleza, aparece la pregunta del cuidado de la diversidad biológica sólo por su utilidad para los humanos y si sólo éstos pueden otorgar valores. A esta idea utilitarista y mercantilista de la Naturaleza y los seres vivos no humanos se contrapone, con tal fuerza que quedó plasmada en la Constitución de Ecuador de 2008, la idea del valor intrínseco de la naturaleza; es decir, que merece ser conservada y no se requiere demostrar que tiene valor económico, tiene valor per se y por tanto derechos (Derechos de la Naturaleza en la mencionada constitución), entre ellos el derecho a ser restaurada en caso de daño por los humanos. Esta concepción tiene profundas raíces ancestrales en los pueblos originarios latinoamericanos, en la que los seres vivos y elementos naturales están animados y se relacionan con los humanos de manera horizontal, como mencionamos anteriormente.
2 Los grandes naturalistas y conservacionistas de Estados Unidos y de Europa, son Emerson (1803-1882), Henry D. Thoreau (1817-1862), Whitman (1819-1892), John Muir (1838-1914), Aldo Leopold (1887-1948) y Arne Naess (1912-2009). Entre los pioneros de las ciencias sociales con preocupación ambiental encontramos a John Stuart Mill (1806-1873).
Hay múltiples resistencias para adoptar esta concepción, tanto entre estudiosos como en los gobiernos, pues “desde la mirada antropocéntrica es imposible esperar un cambio civilizatorio” (Acosta, 2014: 16). La presente pandemia nos coloca frente a las consecuencias de la destrucción que nuestra sociedad y poderosos intereses económicos han infligido al planeta, y se ha llegado a plantear la posibilidad de un nuevo “pacto ecosocial” para salir de la crisis (Svampa, 2020: 27), con posibilidades en la acción de organizaciones sociales, si es que éstas logran contrapesar la tendencia dominante de apoyo irrestricto a las grandes corporaciones multinacionales y sus intereses económicos.
Si desde las culturas de los pueblos originarios latinoamericanos los humanos somos parte de la naturaleza y no dueños ni superiores a ella, entonces la propuesta del biocentrismo pasa por el reconocimiento de esta otra forma de ver a la especie humana. En una entrevista realizada en 2014 a una dirigente nahua o masehual de la Sierra Norte de Puebla, México, aparece la noción de que se puede tomar de la naturaleza lo necesario para vivir, sin abusar para obtener ganancias. No se sostiene la crítica al biocentrismo en cuanto a que promueva un retraso por concebir a la naturaleza prístina o intocada, más bien subyace en los pueblos originarios y en el biocentrismo una propuesta civilizatoria de convivencia con la naturaleza y los otros seres vivos, diferente a la hegemónica que nos ha conducido al desastre actual. La idea de una convivencia armónica con la naturaleza, los otros seres vivos y nuestros semejantes, es básica en las propuestas del buen vivir sudamericano y otras semejantes en grupos originarios mesoamericanos.
En el momento presente es urgente tomar en serio al biocentrismo y enriquecerlo con propuestas como el buen vivir, en un mundo en el cual ya empezó el colapso planetario por la destrucción antropogénica de la naturaleza. Es para avanzar en la reflexión sobre el biocentrismo que a continuación exponemos las políticas gubernamentales ambientales en México, y cómo éstas se concretan en las de conservación y alimentarias.
2. La política gubernamental en la relación sociedad-naturaleza
La degradación ambiental, el riesgo de colapso ecológico, la desigualdad social y la pobreza extrema son características del mundo “moderno”. Los problemas ambientales han aumentado considerablemente y ahora sabemos que las actividades humanas ocurren en el contexto de la separación entre sociedad y naturaleza, en la cual el llamado “desarrollo” implica grandes transformaciones.
Esta relación en México es paradójica, pues por un lado existe un consenso sobre el avance en la formulación de políticas ambientales, creación de instituciones, aprobación de leyes y reglamentos, diseño de impuestos ambientales y otros instrumentos de política como ordenamientos ecológicos, evaluaciones de impacto ambiental, programas de subsidio, Normas Oficiales Mexicanas (NOM), entre otras. Por otro lado, los datos muestran que persiste la degradación ambiental, los procesos de despojo y una economía que promueve el neoextractivismo. Creemos que esto se debe a que la mayoría de estas políticas públicas están diseñadas bajo un pensamiento antropocéntrico y que se requieren políticas ambientales que involucren los Derechos de la naturaleza y las interacciones de los seres humanos con ella desde una perspectiva horizontal, es decir, no sólo de aprovechamiento económico.
Hacemos un recuento de la evolución de las políticas ambientales en México, enfatizando en cómo privilegian la conservación de la naturaleza de manera aislada e ignorando, en algunos casos por completo, la interacción con grupos humanos, economía y cultura.
Las políticas públicas ambientales en México se inician desde el cardenismo en los años treinta del siglo pasado, con la creación de parques nacionales. Entre 1970 y 1984, se crearon los principales instrumentos con los que contaba el Estado, como la Ley Federal para Prevenir y Controlar la Contaminación Ambiental (1971), y por el lado de la gestión, la creación de la Subsecretaría de Mejoramiento del Ambiente (1972-1976). Esta última estaba inserta en el campo de la salud pública (Secretaría de Salubridad y Asistencia) y finalizó como Subsecretaría de Ecología (a partir de 1983), transformándose en la Secretaría de Desarrollo Urbano y Ecología, SEDUE, en 1983 y hasta 1988 (INECC, s/f). El Plan de Desarrollo incluyó por vez primera temas ecológicos, tomando a éstos como factor importante para el desarrollo social y económico del país; se plantearon estrategias para el uso moderado de la naturaleza, así como la promoción de energías limpias (INECC, s/f). Durante 1983 se reforma el artículo 25 de la Constitución, ahí se señala que las actividades económicas que hagan uso de los recursos naturales deben privilegiar su conservación. En 1984, el artículo primero de la Ley Federal fue transformado para abrir paso a que el Estado generara normas para defender el medio ambiente, función que no existía en la ley previa.
Es así como inicia una etapa importante en el desarrollo de la política ambiental de México, en ella se definen los distintos ámbitos de responsabilidad pública en el manejo de la problemática ambiental. Se crea en 1988 la Ley General de Equilibrio Ecológico y Protección al Ambiente (LGEEPA), que ha sido el instrumento base para la operación de las políticas ambientales hasta el día de hoy. Los aspectos básicos establecen marcos normativos para la protección de las áreas naturales protegidas (ANPs), prevención y control de la contaminación atmosférica, del suelo y del agua, y control de materiales y residuos peligrosos (INECC, s/f).
En 1992 se crearon dos organismos clave para la política ambiental: el Instituto Nacional de Ecología (INE, hoy Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático-INECC) y la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (PROFEPA). El INECC genera normas y define políticas, y la PROFEPA es responsable de vigilar su cumplimiento. Todos estos cambios han significado una etapa de reformas institucionales mediante las cuales el Estado mexicano construyó sus mecanismos de gestión para operar una política ambiental.
El período de los años ochenta se caracterizó por diversos tránsitos en la simbología política de la crisis ambiental mexicana, pasando de la confusión de instrumentos a la construcción de normas; del ámbito de las respuestas por los daños a la salud, al campo activo de la política social y la acción del poder presidencial para compensar una creciente debilidad en el cumplimiento de la “justicia social”. Este cambio “organizativo y político” permite afirmar que el inicio de la política ambiental está ubicado a mediados de los años ochenta y que su perspectiva es claramente antropocéntrica.
El sentido de la mencionada LGEEPA fue crear la obligatoriedad de la acción ecológica del gobierno, generar los espacios de responsabilidad y de concertación de éste con los particulares y definir el campo de gestión gubernamental en sus tres niveles tradicionales: federal, estatal y municipal.
También en 1992 la SEDUE comenzó a vigilar el cumplimiento de los acuerdos con empresas, a fin de verificar la inversión en tecnología anticontaminante.
Mientras que en México se elaboraban las bases de las políticas de conservación, a nivel internacional se conjugaba una diplomacia ambiental, por lo que el gobierno mexicano asumió de manera activa la nueva corriente internacional. En 1987 México ratifica el protocolo de Montreal (cuyo objetivo principal es la protección de la capa de ozono) y la presencia mexicana en los foros internacionales se caracterizó por alinearse a las tendencias internacionales encabezadas por países desarrollados. Así, el tema medioambiental también confirmaba el acercamiento a las definiciones de un nuevo orden internacional.
El sexenio de 1994-2000 generó nuevas medidas que corrigieron las rigideces y el tratamiento “de choque” que tuvo la política en su fase inicial. En esta segunda fase podemos observar más coherencia con la temática de la política internacional. Ya con la creación de la Secretaría del Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca, SEMARNAP (hoy Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales-Semarnat), por primera vez existió en la administración pública un organismo que reunía la gestión de los recursos naturales renovables con la del medio ambiente. La SEMARNAP identificó su misión a partir de tres estrategias: contener las tendencias del deterioro del medio ambiente, fomentar la producción limpia y sustentable, y contribuir al desarrollo social (CEDRSSA, 2018).
Tras la creación de la SEMARNAP y la definición de los objetivos de ésta, la nueva concepción de política ambiental, acorde con las tendencias de la globalización, fue trasladada a una nueva ley: en 1996, la Ley General del Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente fue reformada, dando paso a una nueva definición del desarrollo sustentable en los términos siguientes:
El proceso evaluable mediante criterios e indicadores de carácter ambiental, económico y social, que tiende a mejorar la calidad de vida y la productividad de las personas, que se funda en medidas apropiadas de preservación del equilibrio ecológico, protección del ambiente, y aprovechamiento de recursos naturales, de manera que no se comprometa la satisfacción de las necesidades de las generaciones futuras.
(LGEEPA, s/f)
En 1998 se hizo una reforma constitucional mediante la cual se reconoce que: “Toda persona tiene derecho a un medio ambiente sano para su desarrollo y bienestar. El Estado garantizará el respeto a este derecho. El daño y deterioro ambiental generará responsabilidad para quien lo provoque en términos de lo dispuesto por la ley” (Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, artículo 4º, párrafo adicionado, DOF 28-06-1999).
Como hemos podido ver, las soluciones que se han propuesto para resolver los problemas ambientales ignoran el enfoque biocentrista y terminan derivando en acciones que mueven la balanza y oscilan entre desactivar los mecanismos que contribuyen a agudizar las amenazas para la supervivencia de la humanidad, o se convierten, no obstante su aparente carácter de soluciones, en meros paliativos que sólo resuelven temporalmente las situaciones al problema pero, en el fondo y en el mediano plazo, pueden coadyuvar a acelerarlo. Es el caso de las zonas de conservación en las que, como parte del programa de manejo, frecuentemente se dan concesiones para megaproyectos extractivos; como en los casos actuales del Tren Maya, la refinería de Dos Bocas y el Corredor Transístmico.
Lo que salta a la vista es que el deterioro ambiental surge principalmente, no desde los pueblos y los ciudadanos, sino desde el desarrollo que promete la economía capitalista, una promesa de vida occidental cómoda a la que todos aspiramos, un modelo que es devorador de energía y de recursos naturales, “es la riqueza y no la pobreza la que provoca el agotamiento de los recursos” (Martínez, 2013: 376). Podemos decir entonces que la crisis ambiental es provocada por la globalización industrializada y el llamado desarrollo sustentable, y las políticas de conservación surgen para sobrellevar la problemática ecológica. En México dichas políticas no han sido suficientes y el deterioro ambiental no ha hecho más que empeorar, a pesar del aumento de zonas de conservación (inciso 3).
3. Conservación de la naturaleza y conflicto socioambiental
Los orígenes de las zonas de conservación o ANPs contienen una connotación pragmática que implica, casi en todos los casos, expulsar a las poblaciones locales y desplazar las actividades tradicionales para otros fines de conservación de la naturaleza (ecoturismo, científicos, entre otros) (Guha, 1997) (inciso 2). Hay otras modalidades, como las Reservas de la Biosfera mexicanas, en las que se permiten actividades agropecuarias en la zona de amortiguamiento (no en la zona núcleo). La modificación en la vida de los pueblos y los decretos de expropiación han sido elementos comunes para hacer valer lo que podría ser actualmente la conservación ambiental, y la erradicación y los decretos de expropiación caracterizan lo que podría ser actualmente el «derecho ambiental». El Estado ha fungido como actor clave en la ejecución de dichas normas, toda vez que aparece como propietario de estos territorios, de manera que las ANPs se constituyeron como una forma particular de marcar presencia institucional, definiendo, delimitando y visualizando estos territorios como especiales (Ferrero, Arizpe y Gómez, 2013). Desde esta perspectiva, los recursos naturales sujetos a conservación y puestos como valor común para fines no tradicionales (turismo, recreación, investigación), implican tanto la selección de lugares como la posibilidad de uso y consumo de bienes naturales, colocando intereses económicos por encima de las comunidades humanas locales, que en muchos casos han persistido en esos territorios en condiciones de pobreza.
Este proceso también significa una transformación de gobernanza ambiental, en cómo deben ser administradas las ANPs, generando prácticas reguladoras, procesos, mecanismos e incidencia de actores para su manejo y resultados en torno a cuestiones territoriales y ambientales. Esto se da a través del Estado, adjudicando responsabilidad a las poblaciones locales por medio de los planes de manejo o la privatización, ya sea por medio de la venta directa de los territorios o por medio de concesiones para explotaciones diversas. Lo anterior sucede con efectos «expropiatorios» y configuradores de «desarraigo» entre los locales, frente a un supuesto objetivo superior: se están agotando lugares de alto valor ecosistémico, o están severamente amenazados conforme a lenguajes de valoración (Martínez Alier, 2011), por lo que es necesario “protegerlos”.
Así, muchas de las iniciativas de conservación actuales deben ser entendidas como una manifestación de la mercantilización de la naturaleza y como la respuesta inmediata y quizás más obvia a sus consecuencias. Pero, sobre todo, la expresión de una dimensión de la vida que se está perdiendo, lo cual es necesario contener, por lo que algunas de las tempranas motivaciones tenían un objetivo más político-económico, social, o incluso moral, que ambiental. Por ejemplo, el uso racional y eficiente de la madera implicaba la generación de planes y proyectos, restricciones y leyes punitivas para quienes hicieran un «uso» diferente al establecido por las tempranas élites
conservacionistas, que establecían tal normatividad sobre argumentos filosóficos, morales y científicos. Es decir, el uso racional y eficiente del recurso fue dictado y normado hegemónicamente por un grupo que decidió las formas y prácticas permisibles, de acuerdo a sus necesidades e intereses, así como los castigos para quien rompiera la norma; lo que más tarde se convertiría en una idea conservacionista norteamericana de exportación (Guha, 1997; Massieu y Chapela, 2006).
Las ANPs han ganado notoriedad en las últimas décadas, ya que la expansión de la economía de mercado ha generado una presión intensiva sobre los recursos naturales, lo cual se traduce en un impacto ambiental de considerables magnitudes. La lógica del consumo lleva a que muchos recursos sean destruidos-consumidos a un ritmo superior a su capacidad de regeneración, especialmente bosques tropicales.
En el caso de México, en las ANPs existe una fuerte dependencia de los recursos naturales por parte de las poblaciones rurales, las cuales se encuentran -en buena parte- en condición de pobreza, y el aprovechamiento de estos recursos forma parte de su supervivencia cotidiana. Estas poblaciones se vinculan con las actuales áreas de conservación por medio de la actividad agrícola y forestal, así como a través de prácticas menos visibles pero cotidianas, como el uso de recursos no maderables, entre los que destacan la recolección de hierbas curativas, hongos, leña, actividades de caza y pesca, la dotación de agua, y otras actividades que han realizado históricamente. Las restricciones que implica la designación de ANPs sitúan a los pobladores en una posición de mayor vulnerabilidad, al limitar el acceso a estos recursos, por lo que no sólo es un problema de sobrevivencia, sino también de memoria biocultural (Toledo y Barrera, 2008). Por ello, la tensión que se observa entre una organización del trabajo que permite la reproducción y el control por parte del Estado de los medios de producción y recursos naturales, está restringiendo los circuitos de intercambio y la propia manifestación de las percepciones y categorizaciones locales sobre la naturaleza y la vida.
Los conflictos socioambientales actuales, y especialmente los que tienen que ver con la declaratoria de ANPs, se generan debido a la contraposición de intereses del Estado, el capital privado y los habitantes, frente a un territorio. Ello se expresa y agudiza por el cambio en la estrategia de intervención, posición política y presencia estatal en la gestión del territorio, que en el presente se manifiesta en la agresividad del neoextractivismo. Esto afecta la efectividad de las medidas ambientales, ya que los cambios sustantivos en estos temas repercuten en el equilibrio y los acuerdos tácitos o explícitos entre el Estado y quienes habitan los territorios.
Este conflicto entre las políticas de conservación y los habitantes de un territorio se ha presentado a través de la historia, y se evidencia aún más cuando el Estado concibe el territorio como una entidad al servicio de los intereses ajenos a quienes viven y se relacionan con él. La expresión más clara de esta visión es el modelo de desarrollo neoextractivista actual, la estructura agraria del país y las políticas permisivas del Estado frente al uso de los recursos naturales y la degradación ecológica.
Por ello, hablar de ANPs y de sustentabilidad ha sido, hasta hace unos años, un freno al modelo de desarrollo vigente, lo cual pareciera contradictorio. Es decir, por un lado se socavan los territorios y por el otro se protegen, sin embargo, cualquiera de las dos vías nos puede conducir hacia una devastación en la que la naturaleza se mercantiliza crecientemente3 y, tarde o temprano, nos pasará la factura, como de hecho ya sucede (cambio climático, sequías, inundaciones, heladas, escasez creciente de agua, desertificación, pandemia de Covid-19). Dentro del concepto vigente de protección ambiental está implícito que todo lo que no se protege puede ser presa de un modelo devastador, lo cual resulta en un preámbulo ideal para las iniciativas extractivas por megaproyectos y los consecuentes conflictos socioambientales.
Según una investigación financiada por la Fundación Heinrich Böll, para 2019 (Guarneros y Zanember, 2019) se habían mapeado más de 800 conflictos socioambientales en el país. La minería ocasiona el mayor número de conflictos, seguida por la extracción de hidrocarburos, la instalación de hidroeléctricas y la producción de energía eólica. Los principales estados en los que se presentaron amenazas o agresiones son Puebla, Guerrero, Oaxaca, Ciudad de México, Chiapas y Veracruz. La devastación provocada por las actividades extractivas ha conducido a que se hable de “luchas por la vida” en los movimientos de defensa de los territorios, y de “proyectos de muerte” para nombrar al neoextractivismo, lo cual abona a la polisemia del concepto “vida” (inciso 1).
Es cuestionable si el aumento de los decretos de ANPs como la medida principal de conservación de la naturaleza promueve un avance hacia el biocentrismo, tanto por los conflictos con las comunidades humanas locales, como porque en la práctica operan como una licencia para que fuera de estas áreas se tenga todo tipo de prácticas no sustentables y depredadoras del medio ambiente. Un ejemplo claro está en el incremento de ANPs realizado por el gobierno de Peña Nieto en 2016; hasta antes de este año el país contaba con 25, 628, 239 Hectáreas (Has) de ANPs de competencia federal, en diversas modalidades. Además había 404, 516.17 Has de áreas protegidas certificadas, destinadas voluntariamente a la conservación, lo que nos daba un total de 26,032, 755.17 Has de superficie bajo algún tipo de protección (Semarnat, s/f).
3 Hay casos exitosos de conservación desde abajo, en la que ésta se dio, con o sin decreto de ANP, como iniciativa de las comunidades locales, como las reservas comunitarias de Oaxaca y Cabo Pulmo en Baja California Sur.
En la Conferencia de las Partes 13 del Convenio de Diversidad Biológica (COP 13) realizada en Cancún, México -en diciembre de 2016-, el presidente Peña Nieto firmó el decreto de cuatro ANPs que se agregaron a las ya existentes, con lo que se llegó a 91 millones de Has, casi el 14% de la superficie total del país. La actual superficie protegida es más del triple de la existente en 2009, pues en este decreto se incluyen 58 millones de Has de las Islas Revillagigedo, junto con otras áreas en las islas del Pacífico y sus aguas adyacentes en Baja California y Baja California Sur; el Pacífico mexicano profundo, desde Chiapas a Nayarit, y la Sierra de Tamaulipas (Vargas, 2016). Aunque aparentemente este fue un avance importante en la protección de la naturaleza, y por tanto hacia un posible biocentrismo en la política gubernamental, hay investigaciones que nos hablan del descuido de muchas de las ANPs en el país, puesto que 58.8 por ciento (104 áreas, de las cuales 32 no cuentan con su programa de manejo publicado) incumple los tratados internacionales en materia ambiental firmados por México, de tal manera que 27 ANPs:
Sufrieron la transformación o pérdida de ecosistemas originales con grados significativos de perturbación, contaminación de acuíferos, erosión de suelos y deforestación, propiciados por el desarrollo económico y repoblamiento del territorio, aunado a que no contaban con presupuesto para llevar a cabo acciones de administración, operación y vigilancia; con lo cual hace necesario su extinción o la modificación de sus declaratorias.
(Reyez, 2016)
Esto es indicador de que el Estado mexicano decreta ANPs sin un compromiso real con su mantenimiento, y continúa firmando acuerdos internacionales para la conservación y la sustentabilidad sin garantizar su cumplimiento. El más reciente es la adhesión del país a la Coalición de Alta Ambición para la Naturaleza y las Personas, iniciativa de 50 países (que juntos representan el 28% de la biodiversidad mundial),4 para alcanzar en 2030 la protección del 30% de la superficie del planeta. El lanzamiento se dio en enero de 2021 en París, en la cuarta edición de la cumbre One Planet Summit, organizada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Francia y el Banco Mundial (BM). Bajo el liderazgo de Costa Rica y Francia, se busca participar en la COP 15 del CDB en Kunming, China (Carranza, 2021) para formalizar la Coalición. Observamos cómo se sigue privilegiando la creación de ANPs como medida prioritaria de protección ecológica, con los efectos de devastación fuera de estas áreas que ya mencionamos.
4 Los integrantes de la Coalición en conjunto albergan 30% de la biodiversidad terrestre y una cuarta parte de las reservas de carbono terrestres del mundo, así como 28% de las áreas prioritarias para diversidad oceánica y más de un tercio de las reservas de carbono oceánico.
El dilema de cómo conservar y respetar a la naturaleza se vuelve más agudo con la pandemia, puesto que la causa más probable de su aparición es la destrucción del hábitat de animales silvestres (inciso 1). La pandemia nos confronta con la urgencia de avanzar hacia el biocentrismo, puesto que el confinamiento ha traído algunos beneficios ambientales, lo cual fundamenta que son las actividades humanas las que están causando el deterioro ecológico global. Por ejemplo, en las principales ciudades latinoamericanas ha mejorado la calidad del aire por las restricciones en movilidad, la concentración de dióxido de nitrógeno bajó 83% en Bogotá y 53% en la Ciudad de México (Pasquali, 2020).
En el caso de la conservación de los espacios de vida silvestre, la urgencia se muestra en los datos de extinción: según la World Wild Foundation (WWF), entre 1970 y 2014 se ha extinguido el 52% de las especies de vertebrados, hasta 2016 el 57%, y hasta 2020 el 68% de aves, anfibios, mamíferos, peces y reptiles (WWF, 2014, 2016 y 2020). El confinamiento ha traído efectos perniciosos sobre la conservación de la naturaleza, pues la caza furtiva ha aumentado como efecto de la falta de visitantes y recortes de personal en las ANPs, y existe el riesgo de que la enfermedad afecte también a los simios (García, 2020). El efecto se da también en la otra dirección, pues ante la pandemia hay cada vez más reconocimiento de que los ecosistemas sanos son una protección efectiva contra futuros patógenos. El otro ámbito importante en el que se concreta la reflexión sobre un posible biocentrismo es el de la producción alimentaria, que exponemos a continuación.
4. Producción alimentaria, sustentabilidad y biocentrismo
La producción de alimentos, un bien esencial, ha sido históricamente la relación primordial entre los humanos y la naturaleza. En la modernidad capitalista, a partir del siglo XVIII, se comienza a industrializar la agricultura, privilegiando objetivos de productividad que a la postre (inciso 1) han cobrado factura en cuanto a deterioro socioambiental (una manifestación específica son los efectos mencionados de la ganadería industrial en la posible aparición de otras epidemias). Especialmente a partir del siglo XX se genera un modelo agrícola hegemónico, en el que se presenta el control y concentración de grandes corporaciones agroalimentarias y agrobiotecnológicas. Este modelo se ha expandido a todo el orbe desde los años setenta del siglo pasado, y ha podido moldear cambios en las relaciones sociales de los países periféricos (McMichael, 1999).
Dicho modelo hegemónico consiste en un paquete tecnológico que requiere de semillas mejoradas (lo cual contribuye a la homogeneidad genética), agroquímicos (que afectan la salud del consumidor y contaminan suelo y agua), riego y mecanización.5 La urgente necesidad de transitar a una agricultura sustentable, que produzca alimentos sanos con técnicas agroecológicas se ha hecho más evidente ante el confinamiento. Esta discusión atraviesa el tema de la soberanía alimentaria y cuestiona que los países dependan del exterior en cuanto a alimentos básicos, planteamiento de la teoría de las ventajas comparativas, promovida por el neoliberalismo en nuestro país a partir de los años ochenta del siglo pasado.
5 Este modelo, generado desde mediados de los años cincuenta del siglo pasado y llamado Revolución Verde pudo generar altos rendimientos en cultivos básicos, sobre todo en trigo, pero a un alto costo ambiental y social. El primero se debe tanto a que las semillas híbridas mejoradas de alto rendimiento son homogéneas genéticamente, lo que las hace más vulnerables a plagas, y si son resembradas, en 2ª generación no dan los mismos rendimientos, los cuales requieren del paquete tecnológico completo, con agroquímicos, tierras planas, riego y mecanización en monocultivo. El riego y la mecanización resuelven problemas de mano de obra, pero en México el mal manejo del agua para riego conduce al desperdicio y la maquinaria es importada, costosa, y por tanto no accesible a todas y todos los agricultores. Esta dificultad de acceso para las y los campesinos que producen en temporal y pequeña escala es uno de los principales efectos sociales del modelo, el cual amplió la brecha entre grandes agricultores con recursos para adquirir la tecnología y los pequeños que no pudieron obtenerla (Hewitt, 1975).
Anteriormente se consideraba a la agricultura como un sector estratégico y se concebía a la soberanía alimentaria como el objetivo de autosuficiencia a lograr por los gobiernos, importar más de 25% de alimentos básicos era visto como riesgoso. Esta concepción es sustituida en los ochentas por aquella en la que el mercado internacional es el mejor garante de la seguridad alimentaria, que “pasa a considerarse en términos de las variables macroeconómicas de un país y se menosprecia el riesgo de escasez y encarecimiento de los alimentos al reducirlo a un sencillo monitoreo del mercado internacional y la disponibilidad de divisas internas” (González, 2007: 13).
McMichael (2009) distingue entre seguridad y soberanía alimentarias, aclarando que “seguridad” abstrae el problema de la producción y promueve los intereses privados de las corporaciones multinacionales. Identifica al movimiento global por la soberanía alimentaria como una respuesta proteccionista ante la crisis alimentaria de 2008-2009, que incluye al movimiento Comida Lenta, movimientos agraristas por la tierra, movimientos campesinos en defensa de su producción y sus mercados, conservadores de semillas y ambientalistas, todos ellos amenazados por el decreciente apoyo público a la producción de alimentos, así como el aumento de importaciones y de la influencia de las corporaciones, típicos del modelo agrícola hegemónico. Destaca la diversidad de este movimiento, impulsado globalmente por la Vía Campesina y que ante la crisis alimentaria mencionada reposicionó el concepto de soberanía alimentaria, el cual para McMichael (2009) es la demanda central que cohesiona al movimiento campesino global, y para Martínez y Rosset (2014) está ligado a la agroecología y la agricultura campesina. Otro aspecto importante de esta resistencia es que en la diversidad de productos de la agricultura campesina se recrea la rica cultura gastronómica y la domesticación y mejoramiento animal de las diversas regiones del país.
El concepto de seguridad alimentaria neoliberal implica que hay que asegurar el acceso del alimento a la población mundial, y que será abastecido por el agronegocio altamente productivo y contaminante de los países centrales, sin importar que en los países dependientes alimentariamente (como México) se destruyan las economías campesinas locales productoras de alimentos. Por ello, la viabilidad de la producción campesina también pasa por la defensa de los mercados y ecosistemas agrícolas locales.
En México y en otros lugares con presencia de agricultores de pueblos originarios, las innovaciones agroecológicas contemporáneas se combinan con técnicas ancestrales, como la milpa.6 La soberanía alimentaria ha sido construida socialmente como una demanda común de productores campesinos del mundo, a través de organizaciones como la Vía Campesina (Martínez y Rosset, 2014). En países ricos en agrobiodiversidad, como México, cobra importancia la conservación de cultivos nativos de los que estas naciones son centro de origen y/o diversificación. La preservación comunitaria de maíces nativos en nuestro país ha avanzado desde hace décadas, promovida por organizaciones campesinas, y ha sido una de las respuestas sociales a la amenaza de liberar la siembra comercial de maíz transgénico,7 que implica una profundización del modelo hegemónico descrito, empobrecedor del ecosistema.
6 Policultivo de raíz mesoamericana basado en la siembra conjunta de maíz, frijol y calabaza, junto con otras plantas locales.
7 Es importante aclarar la diferencia entre semillas híbridas y transgénicas. En el primer caso se obtienen por mejoramiento tradicional o clásico, basado en la selección a partir de la cruza de individuos completos de la misma especie. Las semillas transgénicas, en cambio, se obtienen por técnicas de ingeniería genética en laboratorio, implican una manipulación del ácido desoxirribonucleico, molécula básica de la herencia, sin precedentes en la historia humana. Este tipo de manipulación también permite que se puedan combinar genes de distintas especies.
Resultados de campo obtenidos en Puebla y Tlaxcala, centro de México, entre 2013 y 2019, muestran que los productores campesinos medianos y pequeños combinan, en una estrategia diversificada, los fines mercantiles de venta del maíz al mejor precio posible, a través de la siembra de híbridos, el uso de fertilizante y la comercialización organizada, con la conservación de los maíces criollos o nativos para consumo familiar, mientras que los productores de autoconsumo siembran exclusivamente con fines de calidad alimentaria y su ingreso proviene de otras actividades (Ávila et al, 2014; Lazos, 2014; Noriero y Massieu, 2018; Ávila, 2019; Castañeda et al, 2020). En ese sentido, encontramos que una cultura más cercana al hoy muy necesario biocentrismo ha resistido y continúa existiendo en la agricultura campesina.
Pese a esta persistencia y a esfuerzos contemporáneos de preservación de maíces nativos y promoción de la agroecología, el modelo agrícola hegemónico a nivel mundial continúa imponiendo su concepción de agricultura depredadora ambientalmente, en donde los procesos socio-productivos funcionan como fuerzas motoras del desarrollo económico que reproducen la exclusión social, que coexiste con espacios en donde la organización social campesina, indígena y de pequeños productores contrarrestan el modelo dominante de producción, resignificando así las prácticas sociales de resistencia (Hocsman, 2015).
Existe polémica sobre la productividad agrícola del modelo dominante de monocultivo y la pequeña producción campesina diversificada. Al respecto, desde luego que el primero produce altos rendimientos de un solo cultivo, por ejemplo, en maíz puede alcanzar 14 o más toneladas por hectárea, pero la pequeña agricultura de policultivo produce cantidades considerables de alimentos distintos: una familia campesina de Chiapas puede obtener hasta 20 toneladas de maíz, frijol, calabaza, verduras y frutas (Shiva, 2004).
Un aspecto importante a considerar en el tema alimentario es el monopolio de las grandes corporaciones sobre los insumos fundamentales que son las semillas. Existe una tensión entre la concepción de la simiente como bien común, frecuente en las comunidades campesinas, y su privatización y mercantilización en manos de un puñado de grandes empresas. Este cambio es relativamente reciente, pues data de la mencionada Revolución Verde (RV), surgida en México en la segunda mitad del siglo XX. La RV significó un cambio radical, las semillas se transformaron en mercancías monopolizadas por las corporaciones, la agricultura más productiva fue accesible a un reducido grupo de empresarios agrícolas y adoptó un costoso paquete tecnológico (Hewitt, 1975). Se impone la dependencia de estas simientes con una productividad eficiente cada ciclo en monocultivo, en todos los países centrales que se basaron en el paquete tecnológico de la RV. Los países periféricos tuvieron una adopción incompleta de la tecnología ante la falta de recursos y la agricultura campesina persistió, situación considerada por los monopolizadores de la tecnología como un retroceso de la modernidad, y la economía campesina fue vista (y es hasta la actualidad) como tradicional y atrasada, por lo que debería modernizarse o desaparecer.
Para ejemplificar cómo el modelo agrícola hegemónico dista mucho de promover la sustentabilidad y mucho menos el biocentrismo, exponemos algunos de los rasgos principales de la industria semillera mundial y su expansión como parte esencial de dicho modelo. El mundo de las corporaciones semilleras es dinámico, no se dedican solamente a producir las simientes, producen también alimentos, plásticos, agroquímicos, productos farmacéuticos, entre otros. Frecuentemente se fusionan, de manera que el grado de concentración se ha agudizado en años recientes. Los recursos que destinan a innovación y desarrollo muchas veces son superiores a los presupuestos completos dedicados a este rubro en algunos países. Con ello, la ciencia y el conocimiento dejan de ser un bien público (Callon, 1997) y la tendencia es que las propias semillas sigan ese camino. En 2012 eran 10 países los principales exportadores de semillas, los que exportaban mayores volúmenes eran Francia, Países Bajos y Estados Unidos (EU). Los mayores importadores eran EU, Alemania y Francia. México figuraba (y figura) entre estos últimos y es de los principales compradores a partir de la RV, cuando se generalizó el uso de semillas mejoradas comerciales.
Una práctica ancestral campesina es la siembra de la propia semilla. En nuestro país un cálculo conservador nos indica que sólo el 15% de los productores de maíz compran semillas híbridas mejoradas, dado que su precio es creciente. Las razas criollas o nativas son apreciadas por sus cualidades, valor gastronómico y resistencias, y existe presión de las corporaciones multinacionales para que esta práctica sea penalizada y la mayor parte de los agricultores compren sus semillas, el llamado “cercamiento” (San Vicente y Carreón, 2011).8
8 El planteamiento del cercamiento proviene del hecho histórico de la acumulación originaria de capital, descrita por Marx para la expulsión de los campesinos de sus tierras en la Inglaterra del siglo XVIII y el cercamiento de éstas por los terratenientes. Ha sido reelaborado en el marco de la discusión contemporánea de la acumulación por despojo, que implica una intensificación de la privatización de los bienes comunes (Laín, 2015). San Vicente y Carreón (2011) lo usan con acierto para las semillas, concebidas éstas como un bien común.
En México en 2019 y como parte de los compromisos del nuevo Tratado entre México, Canadá y Estados Unidos (TMEC), hubo un intento de modificar la Ley Federal de Variedades Vegetales y la versión reformada incluía la penalización de la siembra de semilla propia. Hubo debate en la Cámara de Diputados y manifestaciones de diversas organizaciones ambientalistas, campesinas y académicas, por lo que se frenó la iniciativa, pero es previsible que la presión continuará (SIL, 2019).
Desde los setentas comenzó la fusión de empresas petroquímicas y farmacéuticas con las dedicadas a la agricultura, de manera que muchas de estas firmas producen tanto semillas como agroquímicos y compraron desde esos años y hasta los noventas miles de pequeñas semilleras, con la consecuente pérdida de diversidad genética y agrobiodiversidad, así como la desaparición de las empresas familiares que eran cerca de siete mil en los años ochenta (Enciso et al, 2007). A partir de esos años, las fusiones continúan y el sector se vuelve cada vez más concentrado; hasta antes de 2015 dominaban el sector semillero y de agroquímicos las llamadas “seis grandes” (las alemanas BASF y Bayer, las estadounidenses Dow Chemical, Dupont y Monsanto, y la suiza Syngenta)9 que, a su vez, eran producto de fusiones anteriores de compañías más pequeñas.
9 Las ventas totales de las seis firmas en 2015 fueron de 22,094 millones de dólares por semillas y biotecnología, y de 38,512 por agroquímicos (McDonald, 2016).
Esto cambió a partir de las compras y fusiones que realizaron estas compañías desde 2015: en diciembre de este año, Dow Chemical y DuPont propusieron fusionarse con la intención de separar en tres corporaciones sus negocios de agricultura, ciencia de materiales y productos de especialidad. En febrero de 2016, la compañía china estatal ChemChina ofreció 43 mil millones de dólares (mdd) para adquirir Syngenta y en septiembre del mismo año Bayer propuso comprar Monsanto por 66 mil mdd (McDonald, 2016). Con estas compras y fusiones, que se concretaron entre 2017 y 2018, las seis corporaciones más grandes se transformaron en cuatro, si bien las tres operaciones estuvieron bajo investigación antimonopolio en Estados Unidos, Europa y agencias de Brasil, Canadá, India, China y Sudáfrica. La única preocupación era de precios y mecanismos de monopolio, sin ninguna consideración socioambiental o de salud de los consumidores, mucho menos biocéntrica. Para lograr concretar los tres acuerdos, algunas de las compañías tuvieron que desprenderse de activos hacia otras firmas para asegurar la competencia (Bolsa de Comercio de Rosario, 2019).
Este nivel de concentración de los insumos para una agricultura contaminante y no sustentable que, si bien asegura altos rendimientos, a largo plazo provoca degradación ecológica, ilustra bien cómo el modelo agrícola hegemónico obstaculiza todo acercamiento posible a una política alimentaria biocéntrica, que promueva la soberanía alimentaria con base en la agricultura campesina diversificada. En contraste:
El 70% del mundo obtiene comida de la red campesina alimentaria, que trabaja con solamente el 25% de los recursos, por cada dólar que se paga por un alimento industrializado se deben pagar otros dos dólares en daños ambientales y a la salud, y el costo de los daños que ocasiona la comida industrial equivale a cinco veces el gasto mundial en armas.
(ETC, 2017)
Pese a que persiste el dominio de un puñado de empresas sobre la producción agroalimentaria, un dato que ilustra la crisis del modelo agrícola hegemónico es que en 2020 Bayer tendrá que pagar entre 8,800 y 9,600 mdd para indemnizar a casos de cáncer que están en activo en Estados Unidos, presuntamente causados por el herbicida glifosato, y otros 1.250 mdd para potenciales nuevos casos (Ximénez, 2020).10 Lo anterior sucede mientras las ventas de semilla de soya de Monsanto (que implica un alto uso de glifosato) van al alza: de 1,542 mdd en 2011 a 2,262 en 2017 (Díaz, 2020). En México se expidió un decreto presidencial a fines de 2020, que plantea llegar a la eliminación total del glifosato en la agricultura en 2024 (Secretaría de Gobernación, 2020), lo que ha generado reacciones adversas del empresariado agrícola vinculado al uso del herbicida; una manifestación más del control de las corporaciones para perpetuar un modelo contaminante y dañino para la salud.
10 En un boletín de la Comisión Intersecretarial de Bioseguridad de los Organismos Genéticamente Modificados (CIBIOGEM) de abril de 2019, se informa de una investigación realizada por científicos de las universidades estadunidenses de Berkeley, de Washington y Monte Sinaí, en Nueva York, que llega a la conclusión de que el “Riesgo Relativo de desarrollar linfoma no-Hodgkin se incrementa entre 41% y 45% cuando existe una alta exposición a los herbicidas formulados a base de glifosato. Las poblaciones con mayor riesgo son aquellas expuestas de forma crónica a estos agroquímicos, tales como los agricultores y las personas de comunidades que viven en áreas donde se rocían herbicidas de manera intensiva”. (CIBIOGEM, 2019)
Este modelo corporativo también presenta signos de crisis derivados de la pandemia, la crisis sanitaria puede conducir a un desmantelamiento de dicho sistema alimentario, lo que puede estar incubando hambrunas (Van der Ploeg, 2020). El modelo se basa en grandes explotaciones que funcionan con deuda para financiar un costoso modelo tecnológico. El manejo de la producción y el abasto alimentario por cadenas globales cada vez más concentradas, con altos costos, deudas y gran rentabilidad, las hace sumamente frágiles ante eventos mundiales imprevistos como la pandemia. Son un componente fundamental del llamado régimen alimentario del neoliberalismo y funcionan con altos volúmenes de crédito. Cuando ocurren incertidumbres, el capital financiero se retira, dejando a la economía real en una crisis más profunda. Son de esperarse efectos como expansión y crecimiento del hambre, disturbios por alimentos y productos agrícolas y ganaderos convertidos en sobrantes por la disminución esperada de los precios de los alimentos, junto con la caída de los ingresos de los agricultores y el desempleo de los jornaleros agrícolas. Estos altos costos no son sólo económicos, sino socioambientales, pues la agricultura intensiva de exportación utiliza trabajo precario y mal pagado, frecuentemente de migrantes indocumentados, con un alto consumo de agua, agroquímicos y energía al transportar los productos. En contraste, las explotaciones familiares campesinas parecen mejor preparadas para tiempos difíciles, de manera similar a lo sucedido en la crisis de 2008. Quizás el confinamiento global está favoreciendo las compras en mercados locales de explotaciones en pequeña escala, es un efecto que aún no se mide, pero la investigación citada de Van der Ploeg (2020) para las explotaciones lecheras en Holanda, en años posteriores a la crisis mundial de 2007-2008, fundamenta las ventajas de las pequeñas explotaciones campesinas y los mercados locales.
Otro dato que expresa la inviabilidad de la producción alimentaria actual y la urgencia de cambiar hacia un enfoque biocéntrico es el desperdicio de alimentos. No obstante el uso intensivo y depredador de recursos naturales (agua, suelo, vegetación) del modelo agrícola hegemónico, nuestro modo de vida genera que muchos de los alimentos obtenidos a este alto costo se desperdicien: según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), en el mundo se desperdician 931 millones de toneladas de alimentos cada año (el 17% del total de alimentos disponibles para los consumidores), de los cuales 569 millones proceden de los hogares. Los países en los que este desperdicio es más alto son China (91.6 millones de toneladas al año), India (68.8), Estados Unidos (19.4) y entre Brasil y México, la cifra es de 12 millones (Mena, 2021). Si comparamos este dato con los 690 millones de personas que pasan hambre en el mundo en 2020 según la FAO (2020), salta a la vista lo absurdo de la situación y la urgencia de transitar a una agricultura sustentable y al biocentrismo.
Conclusiones
De lo expuesto podemos concluir que el biocentrismo es urgente y representa una transformación radical del conocimiento y la ciencia occidentales, que implicaría salir del antropocentrismo. El conocimiento antropocéntrico se filtra y ha determinado históricamente nuestro modo de vida y las políticas estatales, dando como resultados una destrucción cada vez mayor de la naturaleza, que es necesario revertir. Se antoja una tarea titánica, pues la concepción de la naturaleza como proveedora inagotable de bienes que nos permiten hacer la vida más cómoda ha logrado enraizar profundamente en nuestros modos de vida y subjetividades. En este momento, las imágenes de las largas filas para volver a invadir los centros comerciales en el mundo cuando la pandemia lo ha permitido no abonan a una visión optimista.
Las políticas ambientales de nuestro país desde sus orígenes han sido antropocéntricas y de sesgo industrial-urbano, puesto que se privilegia el bienestar humano, el crecimiento de las ciudades y la industrialización por sobre el valor intrínseco de los otros seres vivos y la naturaleza. Posteriormente a las políticas urbanas, que privilegiaban el control de la contaminación por la industria en las ciudades, la conservación de la naturaleza aparece como la creación vertical y autoritaria de ANPs, con los consecuentes conflictos con las poblaciones locales, existiendo algunas excepciones en las que las iniciativas de conservación se han dado desde abajo. En cuanto a la política de conservación, podemos decir que urge reposicionar la relación con la naturaleza y avanzar al biocentrismo, evitar el autoritarismo y la verticalidad en los decretos y, por el contrario, estimular las iniciativas locales de conservación. De seguir el actual estado de cosas, los decretos impuestos autoritariamente conducen a mayor devastación y conflictos socioambientales. La propia pandemia llama nuestra atención sobre la necesidad de tener ecosistemas sanos que puedan servir de barreras al tránsito de patógenos de animales silvestres a humanos, pero al menos en nuestro país la política gubernamental dista mucho de considerar este objetivo y las experiencias comunitarias de cuidado ecosistémico se han dado a contracorriente. Ante ello, llamar “luchas por la vida” a los movimientos sociales de defensa de los territorios contra los megaproyectos depredadores (“proyectos de Muerte”) es un indicador del avance de la devastación y el neoextractivismo, pero también de que empieza a ser reconocida socialmente la necesidad del biocentrismo.
En lo referente a la producción de alimentos, relación esencial humanos-naturaleza, en el siglo XX se dio una industrialización acelerada de la agricultura, con un modelo hegemónico contaminante, destructor de agrobiodiversidad y ecosistemas, y concentrador de poder en grandes corporaciones. Ese modelo está en una crisis agudizada por la pandemia, con problemas anteriores causados por el cambio climático, como las sequías y consecuente escasez y encarecimiento de los alimentos. Es evidente que hay urgencia de avanzar hacia una agricultura sustentable, para lo cual existen respuestas en la producción campesina diversificada y la agroecología.
Esperamos que la reflexión promovida en este texto coadyuve a la construcción de un enfoque biocéntrico, que avance tanto en la investigación social y de ciencias naturales como en las políticas gubernamentales y los movimientos sociales.
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