Veredas. Revista del Pensamiento Sociológico

Jorge E. Brenna B. / Profesor investigador, Departamento de Relaciones Sociales. Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco.

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Octavio Paz, Miguel de Unamuno y otros pensadores en la esfera hispanoamericana, asumen que el mal de la modernidad es la racionalidad entendida como confianza antropológica, el supuesto del mejoramiento del género humano, la plenitud de la autoconciencia libre. Desde esta perspectiva la modernidad es vista y padecida como una enfermedad, como una herida, una jaula de hierro –diría Max Weber–. Ambos van a proponer encontrar la verdad de la propia modernidad. Es por eso que van a rechazar los trasplantes culturales llamados “americanización”, “europeización”, “occidentalización”, “modernización”, etcétera. Para el ruso Alexander Dugin, el desafío de la postmodernidad es enorme y alude esencialmente a una lógica del “olvido del Ser” y en el alejamiento de la humanidad de sus raíces existenciales (ontológicas) y espirituales (teológicas). La reversión de este trágico olvido y alejamiento supone mirar al núcleo de una cosmovisión existencial que anida en el concepto heideggeriano de Dasein como el ser genuino frente a los sujetos caducos u obsoletos de las categorías de clase, individuo o raza, toda vez que se conforma como un actor colectivo enraizado en un territorio geográfico y cultural que encarna una autenticidad local opuesta a la existencia deformada de las identidades colectivas. En las dos visiones, aparentemente distintas, se encuentra la crítica antimoderna a la modernidad, la fe en la fuerza de las tradiciones para encontrar las vías originales para la cohesión de las comunidades culturales y la fuerza del conservadurismo (liberal en unos, existencial en el otro) para preservar lo mejor de las sociedades frente a la vorágine destructiva de un liberalismo triunfante, pero decadente, que se presenta ahora bajo las máscaras del totalitarismo global.

Introducción: “la modernidad no se crea ni se destruye… sólo se transforma”

En su ya clásico trabajo, Berman llama modernización a algunos procesos históricos de formación de una civilización. Y denomina modernismo a los valores y visiones del mundo que los han acompañado. También destaca las ambivalencias y contradicciones de la modernidad, su permanente transformación de un ámbito cerrado, tradicional, aunque seguro, a un mundo abierto, pleno de posibilidades, pero incierto e inseguro. De ahí la ambivalencia de la modernidad, su carácter paradójico y contradictorio en todas sus expresiones. La modernización es central como proceso que desencaja a los hombres del mundo tradicional y los arroja a la vorágine del desarraigo, del desarrollo, de las rupturas con el pasado y las costumbres que daban al individuo la certidumbre y la conformidad con lo dado. Desestructuración del espacio-tiempo de la tradición y la configuración de un nuevo horizonte espacio-temporal que dispara el imaginario de los hombres del lento transcurrir parroquial a lo vertiginoso de los procesos globales. La ruptura de los ámbitos de la servidumbre rural y su paso al espacio de la “libertad” y el anonimato citadino que retrata deslumbrantemente un Baudelaire extasiado con las luces y embriagado del tráfico y el bullicio del París decimonónico haussmaniano (Berman, 2000). Aunque, a decir verdad, ¿los tiempos actuales pueden ser vistos aún con una mirada moderna?

En la lectura de Marshall Berman, la modernización como proceso civilizatorio empezó a tener sentido en la dimensión cultural de la reflexión en torno a la modernidad. Octavio Paz (1993) es otro de los grandes pensadores de nuestro tiempo que también le ha dado vueltas al tema de la modernidad: ambos logran cerrar la pinza de esta reflexión. Lecturas que nos conducen a una asunción de la modernidad como un espíritu o, para decirlo en un tono místico, como una “conciencia” histórica o –para ser aún más esotéricos– una “autoconciencia” de cualquier índole. Una azarosa reflexión interior que implica el enfrentamiento crítico con las contradicciones internas que la modernidad nos propina a destajo. A ello Berman le llama “modernismo”. Y creo que es uno de los conceptos que más acertadamente han dado al blanco del problema que nos tiene ocupados: indagar críticamente acerca del tiempo que nos ha tocado vivir y de sus paradojas que, irremediablemente, nos envuelven. Y es que la modernidad ha unido a toda la humanidad de manera paradójica; “unión de la desunión: nos arroja a un remolino de desintegración y renovación perpetua, de conflicto y contradicción, de ambigüedad y angustia. Ser modernos es ser parte de un universo en el que… ‘todo lo sólido se desvanece en el aire’” (Berman, 1993). Modernidad “sólida” que se evapora no bien se ha materializado. Ámbito del instante y de lo evanescente. Lo moderno es aquello que, de inmediato, se vuelve caduco (Baudelaire dixit). No es sólo conciencia de una continuidad histórica, sino también conciencia que asume radicalmente una “presentización” del tiempo cuando, a la par, supone una estigmatización del pasado. Para Vattimo “la época de la reducción del ser a lo novum” (Vattimo, 1987). 

Marshall Berman y Octavio Paz han hablado profusamente del “espíritu moderno” y sus consecuencias; la posmodernidad, como concepto, no es vislumbrada por ellos, pero no por un defecto de visión sino porque no entra en sus consideraciones en tanto que ambos consideran que la modernidad es un ethos continuo. O bien –diría yo parafraseando una ley física– que la modernidad no se crea ni se destruye… sólo se transforma. Con Berman (1993) concuerdo cuando opina que la posmodernidad es una manera de llamar la atención acerca de una forma más de hacer conciencia sobre la modernidad misma y sus limitaciones actuales. Es decir, la posmodernidad es el sentido negativo de la autocrítica moderna. En esta atmósfera de incertidumbre conceptual o de sobreconceptualización de la modernidad1 fue la consigna bermaniana: “Todo lo sólido se desvanece en el aire” (Marx dixit) que, en el ocaso del siglo XX, nos aportaba algunas claves para pensar la modernidad y repensarla desde la trinchera abandonada del modernismo. Un espíritu reflexivo que asumía las contradicciones y las paradojas de la modernidad como quien se bebe un trago hasta el fondo para apurar la experiencia y, tal vez, hasta olvidarla. 

1 Pues tuvimos posmodernidad, sobremodernidad, hipermodernidad y un montón de ismos derivados de esta sobreconceptualización proveniente de una primera señal de lo que significaba la modernidad. Nota del autor.

El concepto de modernidad líquida acuñada por Bauman (2003) pasa a ser la noción de una figura del cambio y la transitoriedad. Tránsito de una modernidad sólida a una líquida, en la que los modelos y estructuras sociales ya no poseen arraigo suficiente como para gobernar las costumbres de los ciudadanos. Vivimos pues bajo el imperio de la caducidad y la seducción. Un mundo en el que el verdadero Estado es el dinero, donde se renuncia a la memoria como condición de un tiempo poshistórico. La modernidad líquida está dominada por la inestabilidad y la desaparición de los referentes en los que se anclaban nuestras certezas.

Del mundo antiguo a la modernidad

A fines del siglo XX la modernidad pasó a ser un estado de transición donde lo sólido se transmutaba en algo volátil… evanescente. Pero el punto de partida siempre era lo sólido, material, espiritual, institucional, emocional, racional, que terminaba siempre de la misma forma: se desvanecía en el aire. Con ello Berman trataba de metaforizar, como lo hizo originalmente Marx, la naturaleza de la modernidad: creación y destrucción, incluso autodestrucción permanente como una forma de poder existir en el tiempo y el espacio modernos.  En efecto, la modernidad ha sido también hacedora de espacios, límites nuevos y fronteras en tanto marcas metafísicas, mitológicas, simbólicas, de territorios físicos e imaginarios. Por nuestra parte, asumiremos que la llamada posmodernidad no es lo que viene después de la modernidad, sino que es la asunción de la conciencia de crisis que caracteriza a la modernidad misma. Esta conciencia de la crisis de la cultura moderna no nace con los posmodernistas –Lyotard, Vattimo, Derrida, etcétera– sino que ya aparece en filósofos como Nietzsche, Scheller o Cassirer, en sociólogos como Simmel, Weber o Mannheim, y otros pensadores como Freud, Husserl, Bergson, Dilthey, Ortega y un largo etcétera, mismos que dedicaron una buena parte de su obra a ventilar los conflictos y las contradicciones de la modernidad reflejadas en las disciplinas sociales y las humanidades.

El nombre dividió a la humanidad (Octavio Paz dixit). Al ponerse nombre (identidades), los grupos humanos se definen a sí mismos e identifican a los que excluyen estableciendo así hasta dónde se extiende la comunidad de seres humanos, de los que no lo son y de todo lo demás. Periódica o cíclicamente las comunidades actualizan sus descripciones de la situación del hombre y de lo humano. Así, las fronteras cuidadosamente levantadas desde el siglo V antes de Cristo y consolidadas más o menos por el siglo XVI nos permitían distinguir entre lo natural, lo sobrenatural y lo antinatural, lo real y lo imaginario. En el Mediterráneo estuvo un tiempo la frontera territorial entre lo humano y lo extrahumano. En el Medioevo ésta se desplazó hasta las medianías del Atlántico, donde los hombres juraban que se abría la catarata que precipitaba en el abismo a los que osaban alejarse de las costas seguras, confines del mundo donde habrían muerto, sin que se volviera a saber de todos los que habían tenido la osadía de querer saber y de creer que podían enfrentarse al caos. 

En el mundo antiguo, los héroes (los modelos de lo humano) viven un mundo poblado de seres mitológicos (dioses, ninfas, cíclopes, sirenas, brujas y magos, gigantes, antropófagos, adivinos, desconocidos, enemigos, compatriotas, etc.), en un mundo en el que las fronteras entre lo humano y lo sobrehumano, lo natural, lo sobrenatural y lo demoníaco, lo real y lo ficticio, no están bien trazadas: Ulises, el héroe, ha de establecer las fronteras. 

El mundo cristiano se levanta sobre la base del hundimiento del mundo antiguo. La sociedad medieval, oscurantista en la medida de su fe y sus creencias teológicas, gesta las bases de un mundo en el que se empiezan a formar las fronteras universales entre la cristiandad y los infieles: la modernidad está en ciernes. Es un universo repleto de arcángeles, demonios, ogros, gnomos, elfos, brujas y almas en pena, donde la frontera entre lo humano, lo divino y lo satánico tiene que ser trazada por héroes como Parsifal2 para saber quién se es y dónde se está

2 Personaje central del poema épico medieval (del siglo XIII) “Parzival de Wolfram von Eschenbach, sobre la vida de este caballero de la corte del Rey Arturo y su búsqueda del Santo Grial.

Cuando el humanismo renacentista comienza (retomando la filosofía humanista de Cicerón), la historia de la cultura occidental empieza a definirse también por el lenguaje: da inicio la arbitraria clasificación de semihombres o casi hombres, definidos desde el punto de vista político y ético. La consecuencia es problemática pues la configuración de esta frontera metafísica e imaginaria predominaría por encima de las fronteras geográficas y sociales. El resultado sería el humanismo como la concepción del hombre propia de la cultura occidental, vinculada primero al lenguaje y al territorio después. Da inicio la especificación de una nominación en la que el hombre se define por referencia al lenguaje, como animal que tiene lenguaje y como un animal racional. Sólo entonces cobra sentido la referencia entre humanos y no humanos. Es por referencia a esta definición como se crea el vocablo “bárbaro”, que designa precisamente a los que no saben hablar y más bien balbucean: “ba-ba-ba” (García Gual, 2000). 

La frontera “humanista”

En la historia de la cultura occidental, primero está la propuesta griega que habla del “hombre” y de “todos los hombres” (Aristóteles).  La propuesta siguiente es la de Roma. En ella es relevante el hecho de que Cicerón (1984) ya utilice la expresión “género humano” frente a la expresión aristotélica, lográndose de este modo una especificación que permite reconfigurar la metafísica de la frontera del mundo antiguo. El mundo romano tiene una idea de la unidad de la familia o de la estirpe humana, que el griego no tenía. Es por eso que la idea romana de “ciudadano” logra tener en sus manos la capacidad de “imponer a todos los demás, con el poder y la coacción de las leyes, lo que los filósofos con sus palabras, difícilmente pueden inculcar a unos pocos”. Desde entonces a ese proceso se le llama “civilización” o sencillamente “humanización”, al contenido y a las formas que se inventan y transmiten en su recorrido se le llama “humanismo” y al ideal que se pretende alcanzar: “humanitas” (Choza, 2008). Por eso también el derecho civil romano (ius civile), distinto del derecho reconocido a los demás hombres (ius gentium), convergen en uno solo al constituir Roma su imperio como único y universal; alcanzando, por primera y única vez en la historia, la conjunción de todos los hombres bajo un mismo derecho y una misma lengua. Es el momento en que se universaliza el ideal romano de humanitas y, correlativamente, la abolición de todas las fronteras nominales. A estas alturas se está gestando el perfil civilizatorio que anuncia el nacimiento de Europa y la consolidación de la cultura occidental, al tiempo que se están creando nuevos territorios imaginales, a saber: 

  • • Al este de Roma, en Constantinopla, están los herejes (los que pervierten la fe). 
  • • Al sur, en África y Oriente Medio, los infieles (los hijos de Ismael).
  • • Dentro de Europa, pero con un estatuto jurídico diferente del de los súbditos, están los pérfidos judíos (los que rechazaron la fe). 
  • • Y al oeste, en América, los paganos (los que nunca supieron nada de la verdadera fe).

A partir del siglo XVI las definiciones acerca del hombre, del género humano y de la humanidad empezaron a tener implicaciones de orden jurídico-políticas. Es entonces cuando comienzan a constituirse férreamente las fronteras espaciales y territoriales (Marín, 1997). Es el momento en el que emergen nuevas fronteras lingüísticas con el nacimiento de las lenguas modernas europeas y nuevas fronteras religiosas, con la ruptura del cristianismo entre católicos (universalistas) y protestantes (particularistas/nacionalistas). Desde la más remota antigüedad ya habían existido fuertes determinaciones de la identidad de los grupos sociales asentados en fronteras religiosas y lingüísticas, ahora se reforzaban con fronteras geográficas, territoriales y administrativas, cosa que no había ocurrido antes.

Una geopolítica de las identidades modernas

La idea temporal de “modernidad” es coincidente con la determinación espacial de “Europa”; ambos términos se constituyen como una realidad paralela gracias a las nociones rígidas de las fronteras espacio-temporales que se establecen en el siglo XV y XVI. La consolidación de la idea de “Renacimiento”, como una especie de barrera que impide volver el rostro hacia atrás, tiene lugar con el nacimiento de la modernidad. Ésta es el gran periodo de las fronteras porque corresponde al surgimiento del Estado moderno, desarrollando a la vez, una noción muy rígida de éstas. Ahora bien, las identidades culturales modernas contrastan fuertemente con las identidades antiguas. Sus factores constituyentes son más débiles (singulares y particularistas, y no siempre universales) y por eso necesitan reforzarse más. Y son precisamente las identidades “nuevas”, en proceso de constitución y de autoafirmación, las que son lo suficientemente débiles como para sentir la discrepancia y las diferencias permanentes como amenazas. La amenaza de la identidad es fuente de violencia en la modernidad con una virulencia muy intensa porque entonces la identidad es más débil y depende casi exclusivamente de los actos del individuo (ya sean políticos, religiosos o simbólicos). 

La modernidad europea y norteamericana (siglos XVIII y XIX) elaboró un sofisticado procedimiento para unificar, mediante una clave temporal, las culturas, las agrupaciones sociales separadas por fronteras diversas. El procedimiento consistió en una reducción de los dualismos lejos/cerca, inmorales/virtuosos, salvajes/civilizados, ellos/nosotros, al binomio antes/después, y en asignarle el nombre de evolución. De este modo el discurso moderno rezaba: “Ellos, están lejos y son salvajes e inmorales (como éramos “nosotros” antes), pero con el paso del tiempo, llegarán a ser como nosotros somos ahora. Nosotros somos su después, su futuro, y significamos el progreso”. Esta fue la gran narrativa justificadora de la colonización europea de los continentes asiático, africano, indio y americano, entre otros.  Aunque, a su vez, el discurso posmoderno ha cancelado buena parte de las suposiciones del evolucionismo cultural (Choza, 2008). 

En Europa las fronteras se esfuman, pero se refuerzan en otras partes para separar lo que siempre ha estado unido o quiere estarlo a pesar de las diferencias culturales o de las visiones de mundo. Los Estados y las corporaciones se unifican dejando a un lado los límites nacionales, pero quieren seguir teniendo separados a los pueblos y a los individuos que ya han elegido sus vínculos culturales, laborales, sus comunidades imaginadas más allá de las fronteras nacionales. Es por ello que las nacionalidades se despiertan violentamente dando lugar a una multiplicidad de micro conflictos localizados. Fronteras más porosas que ayer, sin embargo, infinitamente más numerosas que a principios del siglo XIX, cuando sólo algunos imperios se repartían las tierras habitadas. Ya lo dijimos antes: los diferentes no están afuera, se encuentran dentro de las comunidades nacionales y responden también a intereses y valores semejantes, pero también están conectados con sus comunidades de origen. Es una dinámica de vaivén identitario que está caracterizando a los nuevos grupos humanos orientados cada vez más a los flujos migratorios que desata la globalización en busca de horizontes nuevos; unas veces huyendo del hambre y la falta de oportunidades en el país de origen, pero otras veces por una ambición de mundo que va más allá de las necesidades materiales.

La unificación del mundo no ha tenido lugar en la forma en que ha sido pretendida a lo largo de la historia –como victoria de un imperio, unificación de la clase proletaria, homogeneización comercial, hegemonía del libre cambio, triunfo de una religión organizada, extensión de una ideología mundial federalista–, sino de una manera imprevista y no pretendida, como resultado de un proceso que ha dejado al mundo sin alrededores (Innerarity, 2008). La mayor parte de los problemas que tenemos se deben a esta circunstancia o los experimentamos como tales y no resulta posible sustraernos a ellos fijando unos límites tras los que externalizarlos (destrucción del medioambiente, cambio climático, riesgos alimentarios, tempestades financieras, emigraciones, nuevo terrorismo, etcétera). 

La experiencia de la autoamenaza civilizatoria que suprime la mera yuxtaposición plural de pueblos y culturas, y los introduce en un espacio unificado, en una unidad cosmopolita de destino es lo que hoy día significa fundamentalmente el concepto de globalización (Beck, 2002). En un sentido muy similar se habla de comunidades con destinos cruzados para indicar que la globalización de los riesgos suscita una comunidad involuntaria, de modo que nadie se queda fuera de esa suerte común. David Elkins (1995) ha definido la globalización precisamente como aquel proceso por el que cada vez mayores sectores de la población mundial toman conciencia de las diferencias en la cultura, en el estilo de vida, en la riqueza y en otros aspectos; con independencia de si el actual sistema económico disminuye o aumenta las desigualdades, lo que sin duda provoca es que las desigualdades existentes sean menos soportables. Lo anterior nos lleva a evocar la imagen de “un mundo sin alrededores”3 que expresa la idea de que el nuestro es un “mundo sin fronteras” (Innerarity, 2008).  Nunca estuvieron los seres humanos tan cerca unos de otros como hoy, para lo bueno y para lo malo. Todos somos residentes permanentes sin otro sitio a dónde ir. La bidimensionalidad identitaria  (Nosotros/los Otros), presente en toda frontera nacional, ha cedido su lugar a una multidimensionalidad identitaria (diversos Nosotros) que está detrás de una dinámica transfronteriza que constituye, crea y recrea a las comunidades pluriculturales que se forman en las fronteras en un ambiente potencialmente conflictivo. 

3 Desde esta perspectiva, lo Global es lo que no deja nada fuera de sí, lo que contiene todo, vincula e integra de manera que no queda nada suelto, aislado, independiente, perdido o protegido, a salvo o condenado, en su exterior (Innerarity, 2008).

La dialéctica entre tradición y modernidad

En el umbral de este siglo XXI los temas de las identidades y la tradición –en el escenario de la modernidad (y la modernización)– volvieron a ponerse de moda (crisis finisecular de por medio). Así lo fue en España al iniciar el siglo xx –crisis finisecular también– donde la meditación del “ser español” había adoptado tintes dramáticos y trágicos,  y como ha afirmado Rubert de Ventós, esta profunda reflexión ha aparecido cíclicamente cada vez que una nación se ha sentido desconcertada ante el futuro: es por ello que, de vez en vez, su instinto le hace volver los ojos al pasado para encontrar un asidero seguro, porque el futuro nunca lo ha sido ni lo será (excepto en forma de eternidad).

De manera análoga, la conquista española en México, experimentada como agravio y violencia, alimentó también incansables e interminables meditaciones nostálgicas en torno al paraíso perdido: los ojos puestos sobre el pasado para comprender –¡o al menos justificar!– el presente experimentado como agonía y desconcierto. Ambas nostalgias, a través de la meditación del ser mexicano y español, respectivamente, escarbarán en el pasado arquetípico para encontrar la eternidad como experiencia y no como promesa.

Octavio Paz y Miguel de Unamuno emprenden este viaje jungiano al interior de la hispanidad pero no para hacer la apología de una realidad resentida y acomplejada –como otros sí lo harán en ambos países–, sino para encontrar la verdad de la propia modernidad, esa que no requiere de paradigmas ilustrados ni de guías para continuar su marcha hacia el momento del reconocimiento entre las culturas. Es por eso que ambos rechazan los trasplantes culturales llamados “americanización”, “europeización”, “occidentalización”, “modernización”, etcétera.

Para el mexicano Octavio Paz, la reflexión sobre su propia sustancia íntima es un camino directo hacia la interrogación de todo lo que constituye el pasado del pueblo mexicano. Y aunque también reivindica la omnipresencia de la tradición subterránea y popular (“Es que hay un México enterrado, pero vivo”), sobre todo apunta que el uso creador de esa tradición vuelve innecesaria la transición a una supuesta modernidad: pues ya se está en ella de un modo propio y creador. Lo que para el maestro Unamuno equivale a estar en los umbrales de la “tradición eterna, ésa que levanta el pasado vivo sobre el muerto”. De una manera explícita, Paz señala que la modernidad es, tal vez, una maldición… pero también una bendición; lo que sí es seguro, señala, es que es un destino ineludible. Y aquí Octavio Paz, como Unamuno, gusta de hacer uso de un pensamiento que se recrea en las formas antitéticas, sobre todo cuando se trata de cuestiones trascendentales. En el bilbaíno, la ingeniosa paradoja del mexicano tiene su equivalente cuando dice: “lo que pasa queda”, y para él lo que queda, lo que permanece, es la tradición –la eterna–, no la presente que es falsa.

Octavio Paz, tal vez más mesurado, o menos trágico que Unamuno, hace que la modernidad y la tradición aparezcan abrazadas en la historia mexicana en tanto que, precisamente, las crisis nacionales no han sido más que variaciones sobre el mismo tema: la existencia confusa de la tradición y la modernidad. En este punto, Paz no ha dejado que España se escabulla entre sus dedos, pues sería tanto como decir una verdad a medias: cuando los españoles conquistan América, España era una realidad yuxtapuesta de rasgos antiguos y modernos, sin fundirse. En adelante la historia de España y sus antiguas colonias será la de nuestras “ambiguas relaciones –atracción/repulsión– con la edad moderna”. Y profiere contundente: “y ahora mismo, en el crepúsculo de la modernidad, no acabamos de ser modernos”.

Octavio Paz no cesa de ampliar las interrogantes tratando de responderlas una a una: no basta, pues, con los trasplantes culturales para entrar a la modernidad. Para Paz, al igual que para Unamuno, “lo que pasa queda”, y es que “para que los cambios sean fecundos deben estar en consonancia con el pasado y la tradición de cada nación ¡Encontrar el camino propio hacia la modernidad!”. ¿No era ése el camino con el que Unamuno sostenía sus reclamos y sus reticencias a la europeización? Pero Paz tampoco es complaciente con la modernidad de Occidente, enferma –para él– de un mal que no es de carácter social o económico, sino moral. Como don Miguel, nuestro nobel no ha cesado de denunciar el lado oscuro de la modernidad occidental: el hedonismo de Occidente es la otra cara de su desesperación, su escepticismo no es una sabiduría sino una renuncia; su nihilismo desemboca en el suicidio y en formas inferiores de la credulidad, como los fanatismos políticos y las quimeras de la magia. Y como Unamuno, también dirá: “el futuro se ha vuelto la región del horror y el presente se ha convertido en un desierto”.

De cómo ser modernos desde la tradición

Tanto Octavio Paz como Unamuno reclaman la permanencia de la tradición viva. En el bilbaíno es la tradición eterna que emerge, que subyace, en el presente vivo del pueblo español… en su sustancia íntima. Para nuestro nobel, la tradición de un México “enterrado, pero vivo”, tiene que conciliarse consigo misma, encontrar su verdadero presente, como lo propone Unamuno, en consonancia con el pasado, pero sin apelar a éste para justificarse. Sólo así se puede encontrar la propia senda hacia la modernidad. Pero, ¿hacia cuál modernidad?

Modernidad y civilización, conceptos que difícilmente pueden dar cuenta cabal de las realidades que pretenden nombrar. Y cómo pueden aspirar a hacerlo si de lo que se trata es, precisamente, de captar visiones del mundo tan específicas para cada sociedad y, asimismo, del propio sentimiento del tiempo para cada pueblo. ¿Cómo postular para América la modernidad si se ha pretendido dejar fuera a la América indígena? Paz dirá: “los indios son los huesos de México, su realidad primera y última”. Como lo es para Unamuno “el ruido del pueblo español”, el tosco campesino católico y oscurantista. ¿Cómo eludir –dirá Octavio Paz– la realidad “de que somos un pueblo entre dos civilizaciones y entre dos pasados”?

Como ya lo hemos reiterado, bajo el drama de la modernidad –y la modernización– se esconde la tragedia aún mayor de la meditación sobre el propio ser. En Octavio Paz, esta gran interrogante replanteada una y otra vez, desemboca en la intensa búsqueda, secular, del camino propio; camino que también Unamuno esboza para su trágica España. En el México de Octavio Paz, por encima de los logros y fracasos, caídas y recaídas, la pregunta desde finales del siglo xviii ha sido la misma: ¿cómo modernizarnos desde nosotros mismos y no desde las quimeras de Occidente? El poeta mexicano reitera una y otra vez que la modernización que le ha sido impuesta a la cultura latinoamericana, un peculiar modernismo al que se le ha hecho entrar, le ha impedido volver los ojos sobre sí misma para re-conocerse. Un reconocimiento que Unamuno ha juzgado vital y que trató de impulsar encontrando ¡ni más ni menos que a Don Quijote como arquetipo de la hispanidad!

Tanto Paz como Unamuno tratan de revelarnos el misterio de nuestras sociedades, el misterio de una cultura popular en la que aún se encuentran vivos, aunque enterrados por una capa de complejos e indiferencia, los elementos vitales de una identidad y una singularidad que han estado ausentes, todo este tiempo, de lo que Occidente nos ha hecho tragar como cultura superior, racionalista y moderna. Pero ya lo ha dicho Paz (1997) en El laberinto de la soledad: “hay en los mexicanos, hombres y mujeres, un universo de imágenes, deseos e impulsos sepultados”, pero ¿hacia dónde han ido a parar que nunca se vislumbran? Paz concluiría en su Ogro Filantrópico (1988) que hay que sumergirse en las creencias enterradas que subyacen “en capas más profundas del alma y por eso cambian mucho más lentamente que las ideas”.  Sin embargo, la búsqueda al interior de la sustancia íntima de México no conduce a Octavio Paz al encuentro de un Quijote mexicano que enarbole su lanza contra la modernidad racionalista y depredadora, y en esto es radicalmente diferente de la postura del bilbaíno. Aunque, ahora sí como él, también denostará la apropiación que, equívocamente, hemos hecho de “la imagen del futuro inventada por europeos y norteamericanos”, pues las bases éticas, culturales y materiales de la modernidad occidental no están presentes –ni han estado jamás– en América Latina (ni en España). De ahí que la modernidad occidental sea entre nosotros una quimera “sanchopancesca” –a decir de Unamuno–, una fascinación ideológica que no tiene nada que ver con nuestra tradición presente, viva, verdadera y nuestra sustancia íntima.

La modernidad hedonista y nihilista de Occidente ha heredado de los griegos la fascinación por lo aparente, por lo bellamente falso (“¡Todo esto es falso… pero es bello!”); aunque como dice el viejo Durrell (Lawrence): “la belleza no es una excusa… es una trampa”. Y es, en efecto, esta trampa la que espolea y hace meditar trágicamente a Paz y a Unamuno para decirnos: ¡todo esto es falso! Pero, ¿en dónde hallar lo verdadero?  

Tanto el mexicano como el bilbaíno señalan, a su peculiar modo cada uno, la vía más natural y singular para nuestros pueblos: estar en consonancia con el pasado y la tradición de cada nación. Así, tanto España como México, como Cuba, Argentina o Brasil… tienen que encontrar su propio camino hacia la modernidad. Y ya que el futuro se ha convertido hoy en día en la región del horror y el presente en un desierto, nuestros pueblos tendrán que excavar muy hondo para encontrar los veneros acuíferos que hagan que nuestro presente se transforme en un nuevo oasis… en un presente vivo.

Y es que la modernidad, como tal, tiene un mal de origen: provenir de dos fuentes contradictorias y, de algún modo, insoportables para nuestros pueblos: la Revolución Francesa y la Ilustración. En esencia, lo que desde hace tiempo resulta insoportable ha sido la confianza casi patológica en la razón y en considerar que el ser humano es un animal racional, lo cual nos conduce a la proposición de que el mal de la modernidad es la racionalidad entendida como confianza antropológica; el supuesto del mejoramiento del género humano, la plenitud de la autoconciencia libre. Desde esta perspectiva, la modernidad “tradicional” es vista y padecida como una enfermedad, como una herida, una jaula de hierro –diría Max Weber– de la que se sale solamente si se supera la ingenuidad y la inocencia de creer que es el cúlmen de la historia. Si se es capaz de diagnosticar adecuadamente el mal –nos dice nuestro Nietzsche latinoamericano: Nicolás Gómez Dávila– llegaremos al dictamen de que “toda alma es una herida, pero el alma moderna apesta” (Álvarez, 2021). Y añade: “el moderno es un prisionero que se cree libre porque se abstiene de palpar los muros del calabozo”. Por ello es que para el tradicionalismo la tarea es diagnosticar los males civilizatorios, pues donde hay diagnóstico, hay salud, aunque la enfermedad sea incurable. El reaccionario es un antimoderno porque se niega a vivir como enfermo por un mal que él mismo entendió como curación. Así pues, la crítica a la modernidad se posiciona como una postura antimoderna siendo que, en sentido estricto, es las mas moderna de las posibles figuras de la modernidad. Así, el antimoderno es, paradójicamente, la contemporaneidad en estado puro.4

4  Señala Antoine Compagnon: “los antimodernos –no los tradicionalistas, por tanto, sino los antimodernos auténticos– no serían más que los modernos, los verdaderos modernos, que no se dejan engañar por lo moderno, que están siempre alertas”. Compagnon, A. (2007) Los antimodernos. Barcelona: Acantilado, p. 12 (citado en Álvarez, 2021).

Octavio Paz y su “tradición moderna”

En México, Octavio Paz aparece como un buscador que es llevado lejos de su cultura… hasta la propia España en los duros años de 1937. Su razón va preñada de ideas socialistas en estos negros años para la España desangrada; sin embargo, al volver a México su quimera socialista es puesta en entredicho al trabar contacto con algunos surrealistas exiliados (Benjamín Peret) y, posteriormente, al entrar en París al paraíso surrealista de la mano del propio André Bretón. A partir de entonces Octavio Paz atenderá diligente a los reclamos del sentimiento utilizando a la razón como instrumento. De ahí que, en su amplia obra ensayística –medular en su obra total–, éste defina su época como un tiempo de crítica y a él mismo como un crítico. Oficio que, como Unamuno, ejercerá con agudeza y maestría. Paz se instalará para siempre en la visión de la existencia moderna como una ruptura permanente con el mundo y consigo mismo. Al regresar de su aventura republicana en la España desangrada por el fascismo franquista, la palabra “revolución” estaría en el centro de sus preocupaciones5 hasta que el propio paradigma encarnado en la revolución rusa estallaría en sus propias contradicciones mostrando una cara de terror y totalitarismo que el poeta no pudo evitar percibir a pesar de la inercia ideológica que se empeñaba en justificar el terror revolucionario a partir del ascenso del fascismo en Europa. La sensibilidad del poeta bien pronto enarboló un pensamiento crítico de oposición a una revolución traicionada (Trotsky dixit) que evidenciaba sus límites como proceso de transformación y sobre todo de liberación de las cadenas opresivas que los sistemas ponían sobre los hombres. Desde su trinchera de poeta, Octavio Paz pudo percatarse del fenómeno involucionario del socialismo y, a partir de entonces, una de sus obsesiones fue el cuestionamiento crítico del socialismo en todas las esferas de influencia, en sus versiones soviética, vietnamita, coreana, cubana, sandinista, etc. 

5 Dice Octavio Paz: “Pronto descubrí que la defensa de la poesía era inseparable de la defensa de la libertad. De ahí mi interés apasionado por los asuntos políticos y sociales. Yo no encontraba oposición entre la poesía y la revolución: las dos eran facetas del mismo movimiento, dos alas de la misma pasión”. (2015). Octavio Paz por él mismo (1924-1934): Disponible en: http://www.horizonte.unam.mx/cuadernos/paz/paz2.html (consultado el 12 de diciembre de 2015).

En Corriente Alterna (1980) y El Ogro Filantrópico (1982), Octavio Paz comienza el proceso de reflexión que busca saldar cuentas con el pasado y con el presente de una nación paradójica y compleja que se niega a emerger a una modernidad que, para Paz, es también compleja y contradictoria. En Los Hijos del Limo (1993a), Paz salda cuentas con una modernidad difícil de definir pero que es difícil de evadir y, por lo tanto, urge tener claro su dimensión y sus consecuencias en lo social, en lo político y sobre todo en lo cultural. Sin embargo, el poeta se pierde en un laberinto de soledad. Los cambios en las coordenadas políticas en el mundo vuelven a ocupar la reflexión crítica del poeta. En su Tiempo nublado (1985), Paz reflexiona en torno a un mundo cambiante en el que la centralidad de la diferencia comienza a marcar las transformaciones, revolucionarias o no, que se suscitan en el mundo. Desde el mundo árabe (Irán, Irak y Afganistán) pasando por China, Vietnam, hasta los cambios póstumos en la ex Unión soviética, la fragmentada Europa oriental y América Latina, son motivo de sus obsesivas reflexiones en torno a la suerte de los derechos humanos, la libertad y la democracia. Las rupturas experimentadas por la crisis del mundo soviético ponen al centro de su reflexión el papel transfigurador de las reformas estructurales más que las revoluciones que, al final, terminan en la institucionalización de regímenes políticos más rígidos y autoritarios, que aquellos que han desplazado con altos costos humanos. Bástenos con el ejemplo de las dos primeras revoluciones del siglo xx: la experiencia rusa y la mexicana. Para Octavio Paz, ambas demuestran que, en ausencia de la democracia, cualquier megalomanía desarrollista carece de sentido (Brenna, 2018). La megalomanía soviética y la presunción revolucionaria de los caudillos mexicanos engendraron dictaduras, sean de un hombre o de un partido; y toda dictadura –señala Paz–: “desemboca en las dos formas predilectas de la esquizofrenia: el monólogo y el mausoleo. México y Moscú están llenos de gente con mordaza y de monumentos a la revolución” (Paz, 1970).   

Dugin y el alma rusa…

Aleksandr Guélievich Dugin define a la modernidad y al liberalismo, a diferencia de Paz para quien son “un mal necesario”, como las fuentes de la mayoría de las calamidades que padece el mundo de hoy, razón por la cual promueve un retorno al tradicionalismo y a unas transformaciones importantes a nivel del orden internacional hacia un mundo multipolar que garantice la existencia de múltiples civilizaciones, enfocando esta perspectiva regionalmente. Dugin es uno de los pensadores que es obligado insertar en nuestra reflexión. 

Filósofo y politólogo nacido en Moscú el 7 de enero de 1962, escritor prolífico de más de 30 libros y un admirable políglota. Propone el surgimiento de Eurasia teniendo como centro a la federación rusa. Esta vuelta al tradicionalismo supone recuperar lo que ha dado en llamarse el “alma rusa”, calificativo clásico del escritor Nikolai Gógol, quien en 1842 publicó su obra Las almas muertas. Esta noción identitaria ha anidado en el imaginario occidental europeo como una especie de esencia con un núcleo inmemorial que la tipifica como un ethos melancólico predispuesto hacia los gobernantes fuertes y
autoritarios. Y esta esencia rusa, vista como una mixtura con tintes asiáticos, en ocasiones nos habla de una operación histórica marcada por el yugo mongol sobre el territorio, entre los siglos XIII y XV.6 

6 Vladimir Suzdal (futura Rusia) se integraría decididamente en el ambiente cultural, económico y político del mundo mongol y el mundo finés-úgrico que lo cobijaría desde el siglo X d. C. y hasta el día de hoy. No obstante, la mayor influencia sobre Vladimir Suzdal sería la incorporación de la cultura imperial mongol a la civilización que comenzaría a surgir en torno al río Volga (Brenna, 2016).

Durante siglos, la visión de Rusia en la mirada europea estuvo filtrada por el prejuicio y un esencialismo atribuido a eso que le llaman, peyorativamente, el alma rusa; considerada un alien cultural –próxima pero lejana a la vez–, lo cual justificaba su subordinación e incluso su rechazo cultural. Un espejo vuelto de cabeza en el que Occidente podía reflejarse de manera autocomplaciente. Estas características hoy sabemos que, ni son del todo ciertas, ni han sido totalmente determinantes, pero han sido muy convenientes a un imaginario colectivo de los europeos para que se le vinculara a Rusia con la barbarie y el atraso asociados al orientalismo imaginado por Occidente, y como una justificación de su aislamiento del cauce de la modernidad. Esa a la que querían acceder fervientemente los bolcheviques en su utópico voluntarismo de igualdad que, por cierto, creó una discontinuidad accidentada con el tradicionalismo de Pedro El Grande, Nicolás II y del propio Stalin; tradicionalismo que siempre ha estado presente y soterrado, en las políticas soviéticas primero y por el ideal de la Gran Rusia promovida por Vladímir Putin. Sin embargo, a final de cuentas, éste ha preferido dejar a un lado el imaginario soviético que no sólo encarnó la ruptura de la continuidad estatal del imperio zarista, sino que también proyectó una diseminación de valores libertarios/liberales y radicales, incómodos en la concepción del mundo y la sociedad del jerarca ruso del siglo xxi. En los tiempos actuales la política rusa se ha orientado más bien hacia un conservadurismo estatal que combina con el pragmatismo para evitar que los cambios se salgan de control y desemboquen en una nueva perestroika. Actualmente Putin ha puesto el acento en los valores tradicionales específicos de la Gran Rusia asociados sobre todo con el patriotismo y el conservadurismo, así como la conversión de la imagen de Rusia en salvaguarda de las esencias de la civilización cristiana. Pero ¿qué es lo que propone Alexander Dugin como el retorno a las tradiciones y como una postura conservadora de combate a la modernidad?

El filósofo de la tradición existencial

La formación de Dugin se desenvuelve en un ambiente familiar de cultura militar e interés en estudios de carácter socioeconómicos y literarios además del periodismo y los idiomas. Una cierta inclinación disidente le llevó a lecturas de carácter conservador, orientalista y esotérico como René Guénon,7 Julius Évola,8 Coomaraswamy9 y otros. Posteriormente incorpora a su enfoque tradicionalista la visión etnológica de Marcel Mauss y Levi Strauss, la simbología de Gilbert Durand, los estudios mitológicos de Georges Dumezil, la ontología de Martin Heidegger junto con la influencia del francés Alain de Benoist,10 el teórico más notable de la Nueva Derecha Europea. Al desmoronarse la Unión Soviética, el cúmulo de ideas absorbidas en sus lecturas lo conducen a un activismo que lo lleva a ser uno de los fundadores del Partido Nacional-Bolchevique, de tendencia marxista-leninista, desde donde empieza a impulsar el movimiento euroasiático. En 1998 deja dicho partido y se vuelve uno de los fundadores del partido político Rusia Unida (definido como conservador y nacionalista ruso con posiciones de centro-derecha) en el que el gran líder es Vladímir Putin y también Dmitri Medvedev.11 

7 René Guénon o Abd al-Wâhid Yahyâ (nace en Blois, Francia, el 15 de noviembre de 1886; muere el 7 de enero de 1951 en El Cairo, Egipto) fue un matemático, masón, filósofo y esoterista francés. Es conocido por sus publicaciones de carácter filosófico espiritual y su esfuerzo en pro de la conservación y divulgación de las tradiciones espirituales. 

8 Julius Evola, seudónimo de Giulio Cesare Andrea (nace el 19 de mayo de 1898 en Roma, Italia y fallece 11 de junio de 1974, también en Roma). Influenciado por René Guénon y Friedrich Nietzsche, entre otros, fue un filósofo, poeta, pintor, teórico de la conspiración antisemita, ​​ esoterista y ocultista italiano.  

9 Ananda Kentish Coomaraswamy (nace el 22 de agosto de 1877 en  Colombo, Sri Lanka y muere el 9 de septiembre de 1947 en Needham, Massachusetts, Estados Unidos) fue un especialista anglo-indio en arte oriental. Se destacó en el estudio del simbolismo, mitología, metafísica y religión comparada. Considerado, junto con Frithjof Schuon y René Guénon, como uno de los más importantes representantes de la filosofía perenne.  

10 Alain de Benoist de Gentissard (nace 11 de diciembre de 1943 en Tours, Francia). Filósofo político francés, miembro fundador de la Nouvelle Droite y líder del think tank etnonacionalista Groupement de recherche et d’études pour la civilisation, con influencias de Julius EvolaCarl Schmitt y Friedrich Nietzsche européenne.

11 Dmitri Anatólievich Medvédev fue presidente de la Federación Rusa de 2008 a 2012. Posteriormente (2012-2015) asumió el cargo de primer ministro hasta su renuncia el 15 de enero de 2020, pasando a ocupar el puesto de vicepresidente del Consejo de Seguridad del país. N. del A.

Para Dugin (2013) el devenir histórico de eso que le llaman “el alma rusa” ha sido una perpetua discusión dialéctica con la civilización occidental y su cultura –en clave defensiva–. La lucha por la verdad del “alma rusa”, la defensa de su propio mesianismo y su propia idea milenarista sin importar las formas en que se exprese (ortodoxia moscovita, el imperio secular de Pedro El Grande o de la revolución comunista mundial). Al respecto señala: 

Las mentes más brillantes de Rusia vieron claramente que Occidente se estaba moviendo hacia el abismo. Ahora, observando hacia dónde la economía neoliberal y la cultura posmoderna han llevado al mundo, podemos estar seguros de que esta intuición, impulsando a generaciones del pueblo ruso para buscar alternativas, estaba completamente justificada.

El siglo XX fue el siglo de las ideologías. En ese siglo la política se desplazó al dominio de lo puramente ideológico, dibujando de una nueva manera el mapa del mundo, los pueblos y las civilizaciones. Para Dugin, las ideologías han sido producto, en la modernidad, de los distintos imaginarios del espíritu moderno. La declinación de la era moderna se ha revelado en lo que se conoce como “crisis de las ideologías”, que supone en buena medida “el fin de las ideologías”. Hace más de un siglo que la modernidad entró en crisis –como ya lo han diagnosticado un sinnúmero de pensadores– y prueba de ello es el nihilismo de la posmodernidad y sus secuelas de indiferencia y paranoia apocalíptica. Sin embargo, la actual crisis económica mundial y la incertidumbre política y cultural que se viven, parecen ser sólo el comienzo y lo peor aún está por venir. Como en el pasado: pasando de una crisis a otra y de una burbuja a otra. Para Dugin, las estructuras de la sociedad posindustrial “sólo hacen más y más negra la noche de la humanidad”.  El desafío de la posmodernidad es enorme y alude esencialmente a una lógica del “olvido del Ser” y en el alejamiento de la humanidad de sus raíces existenciales (ontológicas) y espirituales (teológicas). La reversión de este trágico olvido y alejamiento supone mirar al núcleo de una cosmovisión existencial que anida en el concepto heideggeriano de Dasein como el ser genuino, indeterminado y diverso, encarnado en cada individuo y cada pueblo. El Dasein se configura como el sujeto necesario frente a los sujetos caducos u obsoletos de las categorías de clase, individuo o raza, toda vez que se conforma como un actor colectivo enraizado en un territorio geográfico y cultural que encarna una autenticidad local diametralmente opuesta a la existencia deformada de las identidades colectivas en las sociedades demo-liberales –esas que tanto exalta el poeta mexicano–. 

El ocaso de la Modernidad y sus ideologías…

Históricamente, en la modernidad se han expresado tres ideologías principales y su destino en el siglo xx: 1) El liberalismo (de derechas y de izquierdas); 2) El comunismo (incluyendo el marxismo, así como el socialismo y la socialdemocracia) y 3) El fascismo (incluyendo el nacionalsocialismo y otras variedades el nacional-sindicalismo, el justicialismo peronista y, en general, el populismo en sus versiones de izquierda y derecha). En ese orden, Dugin las ha denominado Primera Teoría Política (1tp), Segunda Teoría Política (2tp) y Tercera Teoría Política (3tp). A posteriori se ha revelado que el liberalismo ha sido la ideología funcional a la modernidad siempre impugnada por su opuesto dialéctico, el comunismo/socialismo (2tp), que emerge como una reacción crítica al establecimiento del sistema burgués capitalista, de lo cual el liberalismo era la expresión ideológica. Finalmente, el fascismo –dirigido a las ideas y símbolos de la sociedad tradicional– es la Tercera Teoría Política (Dugin, 2013). 

Después de un largo ciclo de confrontaciones ideológicas y bélicas –y eventuales alianzas contranatura– entre la primera y la segunda teorías políticas, en la década de los noventa la primera derrotó a la segunda abriéndole el paso al periodo neoliberal de la globalización universal y el mundo unipolar. Asistimos hoy al ocaso y posible momento final del liberalismo y la llegada del post-liberalismo cuyo nacimiento parece estarse viendo ensombrecido (¿o robustecido?) por la pandemia global del fatídico año 2020. Cada una de las tres teorías políticas tuvo su propio sujeto –señala Dugin (2013)–:

El sujeto del comunismo era la clase. El sujeto del fascismo era el Estado, en el fascismo italiano de Mussolini; o la raza, en el nacional-socialismo de Hi-tler. En el liberalismo, el sujeto es el individuo, liberado de todas las formas de identidad colectiva, de toda pertenencia (…) La victoria del liberalismo ha solucionado este problema: el individuo se convirtió en sujeto normativo de toda la humanidad. Entonces empieza el fenómeno de la globalización, el modelo de una sociedad posindustrial comienza y la era posmoderna se inicia. Ahora, el sujeto individual ya no aparece como el resultado de una elección, sino como un dato obligatorio. La persona es liberada de sus “pertenencias”, la ideología “de los derechos humanos” es ampliamente aceptada —por lo menos en teoría— y, de hecho, obligatoria (…) Así nació el proyecto de “Estado global” y de “gobierno mundial”, la llamada globalización, el posindustrialismo.

Las formas que han asumido las tres teorías políticas son irrelevantes en la actualidad: no explican nada, no responden al presente ni dan pistas para encarar el futuro y sus desafíos en estos momentos rozan el apocalipsis social y cultural en todo el mundo. Hoy en día son las leyes económicas y morales universales de los “derechos humanos” las que dan un sentido de gobierno en el mundo, eso que el filósofo francés Alain de Benoist llama la gouvernance (la gobernanza): todas las decisiones políticas son sustituidas por decisiones técnicas. La técnica y la tecnología reemplazan todo. No más políticos que toman las decisiones históricas, sólo existen gestores y tecnólogos que eficientizan la logística de la gestión pública (ya lo vemos en la gestión de la pandemia del covid-19). En este proceso diacrónico “las masas de seres humanos son consideradas como una masa única de objetos individuales” (Dugin, 2013). Ahora bien, ¿cuál es la lógica argumental de la propuesta duginiana de una Cuarta teoría política (4tp)?

Rusia y la Cuarta Teoría Política

Dugin señala que toda teoría política se define por los paradigmas de la historia. Entonces para entender la Cuarta teoría política (4tp) es necesario considerar cuáles son los tres paradigmas básicos, a saber: 1) Pre-modernidad (sociedad tradicional); 2) Modernidad (sociedad moderna) y 3) Posmodernidad (un tipo de post-sociedad o dis-sociedad donde todos los vínculos sociales y todas las formas de identidad colectiva, incluido el género, se destruyen, se hacen “opcionales” (Dugin, 2017).

   Al finalizar el siglo xx presenciamos el fin de la batalla feroz entre la 1tp  y la 2 tp  con el consecuente triunfo del liberalismo (1tp) y su transmutación en el neoliberalismo en sus distintas acepciones. A partir de ese momento el liberalismo pretende erigirse en la única teoría política que representa a la modernidad en cuanto pensamiento e ideología únicos a escala global. Siendo la justificación y legitimación última del proceso de universalización representado por la globalización y sus versiones subsecuentes a lo largo del siglo xxi. La desaparición de la urss y el Muro de Berlín marcó el punto de partida del escenario imperial global en el que se decreta la relativa muerte de la 2tp y la 3tp.

Algunas características que sobresalen en el grafico anterior señalan que el momento histórico actual consolidó un escenario de unipolaridad geopolítica, hoy en crisis, y un predominio de un absoluto dominio del liberalismo (de todo tipo, izquierda, derecha, extrema izquierda) en el plano ideológico. Si bien la 4tp pretende enfrentar ese dominio, resulta difícil oponerse a la fórmula 1tp + 2tp/3 tp, que revela una instrumentalización por los liberales de ambas ideologías en los tiempos actuales. 

El horizonte de la 4tp obliga a buscar una alternativa más allá de 2tp y 3tp, a partir de entender el significado ideológico de la historia de la modernidad (negarse a unir los campos de una pseudoizquierda y una pseudoderecha). La modernidad termina precisamente con la victoria mundial del liberalismo (1tp). Así que el fin de la historia de Fukuyama es en la realidad el fin de la modernidad. Y así comienza la posmodernidad que, en sentido estricto, es esencialmente liberal porque se manifiesta dentro del liberalismo (no fuera de éste), se basa en la victoria completa y absoluta de la 1tp.  En consecuencia, la búsqueda de una salida al laberinto de la posmodernidad liberal es el redescubrimiento de la premodernidad como único paso lógico. Ir al encuentro de la filosofía tradicionalista y de los críticos del mundo moderno como concepto. Es el reencuentro del pasado no como el tiempo perdido (noción acuñada por la modernidad) sino como:

(…) la estructura temporal de principios y valores que pertenecen al universo filosófico diferente (donde existe la Eternidad, Dios o dioses, ángeles, almas, diablo) (…) La premodernidad no es el pasado. La Pre-Modernidad es la sociedad, la cultura, la Weltanschauung y el sistema político construido sobre la creencia fundamental en la Eternidad (…) El concepto de pasado (como algo que ya no es) con connotación peyorativa es esencialmente un concepto moderno basado, a su vez, en la negación de la dimensión de la eternidad y la absolutización del tiempo (convirtiéndose). 

El campo conceptual del liberalismo es un imposible para el conservadurismo revolucionario en tanto que no puede acreditar su existencia en el totalitarismo liberal posmoderno. Por ello es que apela al Dasein de Heidegger. Y esto es así cuando:

(…) el concepto de ser humano es una falsificación obligatoria y la cultura liberal totalitaria divide a la figura humana privándola cada vez más de cualquier orden o unidad, así como de cualquier identidad colectiva (más que eso, privándola de cualquier identidad). Es ahí cuando se sabe que Dasein, sin embargo, está aquí. Siempre está aquí… existe de manera auténtica o no, ¡pero está aquí! 

A partir del argumento anterior,12 Dugin nos arenga a tomar al Dasein como el punto de apoyo axial cuando falta todo lo demás. Desde ahí es que es posible y necesario, el retorno a la tradición y a la eternidad, objetivo que no se puede lograr ni por individuos ni por la clase o la nación. En esencia, para el conservadurismo del regreso al futuro, el Dasein viene a ser la raíz ontológica del ser humano. Es por ello que la cuarta teoría política es existencial o no lo es. Solo a partir del Dasein podemos dar el salto escatológico a la tradición –señala Dugin contundentemente: “El tradicionalismo debe ser existencial, de lo contrario no será más que un simulacro más”. 

12 Paz dice: La Edad Moderna, desde el Renacimiento, ha sido la de la ruptura: hace ya más de quinientos años que vivimos la discordia entre las ideas y las creencias, la filosofía y la tradición, la ciencia y la fe. La modernidad es el período de la escisión […] Nuestro tiempo es el de la conciencia escindida y el de la conciencia de la escisión. Somos almas divididas en una sociedad dividida (Paz, 1993: 43; cursivas en el original).

El conservadurismo como ¿futuro?

En su sentido más general, el concepto de conservadurismo como ideología surge vinculado a la Revolución francesa. Manheim lo asocia al tradicionalismo mientras que, en los hechos, principalmente apuntaba a una orientación de sentido. Tradicionalismo en la esfera privada y progresismo en la esfera pública. Hasta después de la Revolución francesa es cuando los pensadores y los grupos políticos empiezan a definirse a sí mismos como “conservadores”. Así, en Francia a partir de 1795; en Inglaterra alrededor de 1830 (John Wilson Crooker) y en Alemania después de 1830. En realidad, de lo que se trataba era de establecer unas coordenadas ideológicas que mostraban cómo la mayoría se situaba entre los extremos (Von Beyme, 1985). Edmund Burke será el primer pensador conservador en un sentido postrevolucionario o moderno convirtiéndose en el prototipo del escritor que arremetía contra los ilustrados, haciendo uso de su autoridad moral y su capacidad analítica, que lo convirtieron en el prototipo del liberal que deviene conservador. En Burke están presentes la mayoría de los rasgos del pensamiento conservador, sobre todo una vehemente concepción antirracionalista de la política, así como la crítica de las “abstracciones metafísicas” (la teoría contractual del Estado, la defensa de la utopía igualitaria indiferenciada de los derechos del hombre, la teoría de la soberanía popular y, en la cima, los fundamentos de una teoría moderna de la democracia). Con ello, en lugar de la razón abstracta, Burke propugnará el valor de lo histórico (Von Beyme, 1985).

Por su parte, Alexander Dugin desemboca su intensa reflexión en una adscripción reflexiva y consciente a un conservadurismo concebido como una posibilidad ontológica de decir “no”. Un conservadurismo como el repudio de la lógica de la historia. En el capítulo vi de su Cuarta Teoría Política nos da una definición de lo que eso significa: 

En primer lugar, ¿qué es el conservadurismo? Es un “no” a lo que está alrededor. ¿En nombre de qué? En el nombre de algo que vino antes. En el nombre de aquello que fue superado en algún momento de la historia sociopolítica. Es decir, el conservadurismo es la búsqueda de una posición ontológica, filosófica, político-social, individual, natural, religiosa, cultural y científica, que repudia el desarrollo de las cosas con las cuales estamos viviendo en este momento y que nosotros identificamos y describimos anteriormente.

Esto implica una negación de la lógica de la historia, un alejamiento de la topografía sociopolítica que nos ha llevado de la modernidad a la posmodernidad, esa fase póstuma de la modernidad que nos ha conducido a escenarios laberínticos y desintegradores de la condición individual y al postsujeto.13 De ahí la reivindicación del conservadurismo como una franca oposición a la lógica del desarrollo del proceso histórico. La fenomenología de la posmodernidad como paradigma de la podredumbre que subyace en el desarrollo histórico posmoderno que el conservadurismo pretende rechazar. En suma, “el conservadurismo construye una topografía que rechaza la lógica, el trabajo y la dirección del tiempo histórico”. 

13 “(…) si la noción del sujeto del proceso político es prohibida, será depuesto por una entidad rizomática (GiIles Deleuze y Félix Guattari hablan de “rizoma” y “rizomático” para un sistema de representación e interpretación de datos con entradas y salidas múltiples y no jerárquicas) a la cual Negri y Hardt denominaron “multitud”. Estas multitudes actúan para el sujeto y para la autoridad. En consecuencia, el concepto de Estado es sustituido por el de post-Estado” (Dugin, 2013).

Como tal, tiene tres posibles rutas para relacionarse con las tendencias conceptuales de la modernidad y de la posmodernidad: 1) un Conservadurismo fundamental (tradicionalismo); 2) un Conservadurismo liberal (del status quo) y 3) un Conservadurismo revolucionario.

Conservadurismo fundamental: Tradicionalismo  

En palabras de Dugin: “El tradicionalista conservador afirma: ‘esta episteme no es buena. Es una episteme negativa, totalitaria, falsa y contra la cual hay que luchar’. Ellos todavía reflejan: ‘me gusta sólo lo que existía antes del inicio de la modernidad’”. Hay también un conservadurismo fundamental o fundamentalista visible (por ejemplo en el proyecto islámico, en los grupos protestantes fundamentalistas y en un porcentaje significativo del electorado del Partido Republicano en los Estados Unidos). Todos ellos rechazan enfáticamente la modernidad por completo basados en las normas de sus religiones como si fueran reales “mientras ven la modernidad y sus valores como si fueran la expresión del Anticristo, donde, por definición, no puede haber nada de bueno.” Para Dugin, evidentemente se trata de un logos diferente y de una manera de existir totalmente diferente y legítima.

Conservadurismo del Status Quo: Conservadurismo liberal 

Este tipo de conservadurismo dice “sí” a las principales tendencias que ocurren en la modernidad, pero sospecha de los cambios abruptos y decide ser cauteloso. O bien, como señala Dugin: “intenta pisar el freno”. Es así que el programa conservador liberal “es la defensa de la libertad, de los derechos, de la autonomía del ser humano, del progreso y de la igualdad, pero por medio de la evolución, no de la revolución”. En este tipo de conservadurismo se ubicarán también los llamados “reformistas” e incluso ciertos sectores moderados de la socialdemocracia.

Conservadurismo revolucionario

Este conservadurismo es lo que para Dugin (2017) será el artífice de una revolución conservadora en los tiempos actuales. Al respecto, señala: Esta constelación de ideologías y filosofías políticas considera dialécticamente el problema de la correlación entre el conservadurismo y la modernidad”. Y entre los intelectuales que se ubican en esta constelación ideológica menciona, por ejemplo, a Martin Heidegger, Arthur Moeller van den Bruck, Ernst y Friedrich Jünger, Carl Schmitt, Oswald Spengler, Werner Sombart, Othmar Spann, Friedrich Hielscher, Ernst Niekisch y toda una pléyade de autores. El diagnóstico de la revolución conservadora parte del supuesto de que existe un proceso objetivo de degradación del mundo desplegado básicamente por las fuerzas del liberalismo y del mercado, que llevan a la humanidad por la senda de la “degeneración” encarnada en la modernidad y su hija incomoda, la posmodernidad. Ambas no sólo son vistas como una enfermedad, sino también como una revelación actual de lo que en el pasado ha sido creado y que ha conformado las tradiciones del mundo civilizado. En este sentido, cuando la modernidad se ha degradado, dejando de cumplir sus promesas de bienestar y progreso interminable, resulta que las tradiciones son las que ha permanecido indemnes. Por ello: 

Los conservadores revolucionarios quieren no sólo detener el tiempo, como los conservadores liberales, o volver al pasado, como los tradicionalistas. Ellos quieren sacar de la estructura del mundo las raíces del mal para abolir el tiempo como una cualidad destructiva de la realidad y, al hacerlo, cumplir así algún tipo de secreto paralelo, la intención no evidente de la propia Deidad (…) la tarea de los conservadores revolucionarios no es simplemente superar la nada y el nihilismo de la modernidad, sino desenredar la maraña de la historia de la filosofía y descifrar el mensaje contenido en el Ge-Stell (el dominio de la técnica). Así, el nihilismo de la modernidad no es solamente el mal –como para los tradicionalistas–, sino también una señal apuntando a las estructuras profundas del ser y a las paradojas mintiendo dentro de ellos.

Para rematar, tenemos la poderosa idea del Eurasianismo como Episteme que incluye un paquete de ideologías conservadoras (a excepción del conservadurismo liberal) que “conociendo la pretensión de universalidad del logos occidental, se niega a reconocer esta universalidad como algo inevitable”. Es decir, los conservadores revolucionarios consideran a la modernidad como un fenómeno “peculiar de Occidente” del que las culturas otras tienen que marcar distancia a fin de poder construir sus sociedades con sus propios valores internos. Dugin concluye que:

No existe un proceso histórico único; cada país tiene su propio modelo histórico que se mueve a un ritmo diferente y, en algunas ocasiones, en distintas direcciones (…) El eurasianismo, per se, es pluralidad gnoseológica. La episteme unitaria de la modernidad –incluyendo la ciencia, la política, la cultura y la antropología– se opone a la multiplicidad de la episteme, construida sobre los cimientos de cada civilización existente. Y sólo sobre estas bases, libres de la episteme occidental, se deben construir proyectos sociopolíticos, culturales y económicos a largo plazo.

Conclusiones

En la primera parte del texto hemos visto que Paz y Unamuno, pensadores de la modernidad –históricamente hablando–, acaban horrorizándose de la cara oscura de la modernidad que, sobre todo socava las raíces tradicionales e identitarias de los pueblos. Desde ese punto de vista, desde la hispanidad y las tradiciones prehispánicas, estos pensadores del mundo hispánico/latino rechazan la modernidad en términos culturales en tanto no se identifican con ella. Sin embargo, el caso de Paz es curioso en tanto que es un ferviente creyente en la modernidad política en sus versiones liberal y democráticas (1tp) una vez que hubo transitado por la fe socialista (2tp) y revisado críticamente las aberraciones ideológicas y políticas que los sistemas sociales levantados sobre estas ideologías produjeron. Igualmente, en su juventud combatió siempre los fascismos (en España) y criticó reflexiva y prácticamente, todo totalitarismo y autoritarismo (2tp+3TP) propio y ajeno. En ese sentido, siempre tuvo como contraparte e interlocutor a las izquierdas (2tp) a las que se enfrentó desde la trinchera ferviente de la democracia liberal pluralista. Actualmente se horrorizaría de la instrumentalización liberal de los totalitarismos pre y post pandemia que se han articulado en la propuesta globalista de un Nuevo Orden Mundial (nom) cuya hegemonía se está configurando en clave totalitaria (1tp+2tp+3tp= NOM)14 (Paz, 1970).

14 “¿No sería una paradoja espléndida que, doscientos años después del nacimiento de Karl Marx, decidiéramos que para salvar el liberalismo debemos regresar a la idea de que la libertad exige el fin de la mercantilización irrestricta y la socialización de los derechos de propiedad sobre los bienes de capital?” (Varoufakis, 2018). 

No obstante ello, Paz siempre reivindicará una modernidad esencial de los pueblos, los cuales parten de sus tradiciones e imaginarios hacia la construcción de futuros propios. En ese sentido Paz es un modernista que recupera la tradición (la crítica como tradición moderna dirá en Los hijos del Limo). Sin embargo, Octavio Paz cree en el progreso, en el tiempo histórico, aunque no descarta las dimensiones cíclicas en los imaginarios de los pueblos no occidentales, de ahí que a pesar de ser moderno, abre su mente a la validación de otras realidades paralelas tan legítimas como la odisea modernista de Occidente. Su experiencia moderna abrevó de Oriente (como embajador en la India y como admirador y traductor de literatura japonesa) y se vio reflejada en su obra literaria total. 

Paz rechazará la división del mundo en clases, razas, etnias, etcétera (“el nombre divide al mundo” dirá siempre); sin embargo, siempre estará dispuesto a reconocer la centralidad de la diferencia como rasgo característico de las modernidades múltiples y estará en contra de los experimentos modernos/globalizantes que apuestan por la eliminación de la diferencia y la sumisión de la humanidad en un todo homogéneo cuya identidad sea el consumo global que anula las esencias (Dassein) de los pueblos. En suma, Paz es un creyente de la modernidad plural (modernidades múltiples) y, como liberal, apostará siempre a un pluralismo democrático y será un acérrimo combatiente de los autoritarismos (sean de izquierda o de derecha) que anulan la pluralidad del mundo. La modernidad en Paz no anula la tradición, al contrario, las modernidades múltiples sólo pueden ser reales si parten de las tradiciones no para desaparecerlas sino para brindarles una plataforma real, original y con un estilo propio.15 En este sentido Paz apunta a ser un conservador liberal (en la taxonomía de Dugin) desde una perspectiva socialista (2tp), pero un reformista demócrata desde el liberalismo (1tp) y sin lugar a dudas encontraría mucha convergencia con el programa de un conservadurismo revolucionario a la manera de Dugin. Sin embargo, el único universalismo al que Paz podría adscribirse es a un humanismo. Por ende, sería el principal crítico del transhumanismo y de la pospolítica posliberal.

15 Sobre el estilo y la singularidad en Octavio Paz: “(…) el estilo es la forma única del singular-plural: permite la inclusión del individuo en la comunidad sin por ello encerrarse en la cárcel de la identidad; permite adquirir una identidad sin abrirse a los despotismos de la comunidad cerrada. Singularizar no es individualizar. Singularizar es estilizar. Por lo tanto, el estilo es la máxima expresión de una forma de vida dispuesta a negociar su singularidad con el tiempo y la comunidad que le toca vivir. En El arco y la lira, Octavio Paz plantea que no sólo la literatura o el poema son capaces de ofrecer las condiciones epistemológicas para pensar el estilo, sino que la historia y la biografía son dos marcadores estéticos del estilo de una época. Como cada nación posee una lengua con la cual dota de inteligibilidad su propia conciencia nacional, el estilo aparece en los textos históricos como registro de las formas expresivas de una comunidad. El texto biográfico, análogamente, es capaz de evidenciar la universalidad de un particular por razones epistémicas, cuyo objetivo es sintetizar una época” (en Álvarez, 2021. Itálicas nuestras).

Las afinidades electivas entre Paz y Dugin bordean la tradición aunque no se puede hablar de tradicionalismo como tal; en Paz se habla de la tradición viva (presente), mientras que el filósofo ruso apuesta por un tradicionalismo existencial (en referencia al concepto heideggeriano de Dassein). Para ambos, es remitirse a un esencialismo fundamental que para el poeta mexicano toma la forma de la noción de estilo como originalidad de una comunidad singular (individual como reflejo colectivo y viceversa); mientras que para Dugin remite al ser original (Dassein) de una cultura como tal. En ambos, frente al progresismo liberal (que comparte con el socialismo), el conservadurismo revolucionario de Dugin se articula con el conservadurismo liberal de Paz; sin embargo, mientras el primero apuesta por una reconfiguración del paradigma premoderno, el segundo sigue teniendo fe en el horizonte de la modernidad, siempre que parta desde las tradiciones vivas (vigentes o actualizadas) de los pueblos. Finalmente, mientras el poeta sigue apostando por la profundización de la democracia liberal como única garantía de ese don preciado para Paz –la libertad–, para el filósofo ruso aquella (la democracia) nos ha conducido a una incertidumbre total, existencial, que reclama un nuevo orden que inaugure nuevas verdades (ontología) y valores (teología). 




Referencias

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