Veredas. Revista del Pensamiento Sociológico

Gabriela Contreras Pérez / Doctora en Historia, Universidad Iberoamericana. Licenciada y Maestra en Sociología por la UNAM. Profesora investigadora, Departamento de Relaciones Sociales. Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco.

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A cincuenta años de distancia, es importante la reflexión acerca de ciertos jóvenes integrantes de grupos de choque que irrumpieron en la marcha del 10 de junio de 1971, conocidos como halcones. Podría pensarse que estas personas encontraron un espectro de identidad y pertenencia al participar en estos grupos y puede considerarse que, al estar entrenados para contener manifestaciones, respondían a las instrucciones superiores de una estructura de mando que había definido con claridad cuáles eran los fines de cada una de estas acciones. El hecho de que los medios para alcanzar esos fines hayan sido personas, sugiere que solamente cumplían órdenes, pero esto no necesariamente les exime de responsabilidad, aunque en ese sentido pareciera que no fueran conscientes de sus actos.

Preámbulo

Cada persona tiene, supuestamente, la posibilidad de elegir; la libertad de ele­gir. En ese sentido, cada persona tendría que responsabilizarse por sus elecciones.

Las características de control social experimentadas durante los años posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial tensaron las relaciones del gobierno con diferentes organizaciones y grupos sociales críticos del sistema de dominación imperante. En México, la pauta autoritaria contra expresiones políticas libertarias se había ido complejizando en el afán por aparentar estabilidad social y confianza en el régimen, discurso que había empezado a desmoronarse desde mediados de los años cincuenta: comenzando con el asesinato de Rubén Jaramillo hasta el encarcelamiento y persecución de ferrocarrileros, magisterio, médicos, campesinos y estudiantes. Las formas de represión y control se basaban en el manejo de infiltrados e informantes, colaboradores contratados institucionalmente en algunas oficinas de gobierno para encubrir sus reales actividades.

Lo cierto es que, convencidos ideológicamente o no, formaban un grupo, recibieron entrenamiento, cumplían con una estrategia de acción, recibían pago y no sólo operaron ese diez de junio de 1971, sino que funcionaban en operativos diversos. El argumento se centra en que los halcones no fue el primer grupo de acción violenta bajo el control gubernamental, ni fue un asunto aislado de la capital del país.

1. La obsesión anticomunista

El año de 1971 inició con movilizaciones políticas en las que los protagonistas eran jóvenes que continuaban alzando la voz contra el autoritarismo generalizado en el plano mundial, con el telón de fondo de la Guerra Fría. Las décadas previas implicaron varios cambios, no sólo a nivel de la política internacional, sino también hubo fuertes quiebres culturales que desencadenaron movimientos de liberación de las colonias, guerras de ocupación territoriales y, desde luego, cambios particulares en las formas de pensar, vestir, comunicarse. Los jóvenes de distintas latitudes manifestaron su oposición, inquietud y posturas críticas ante el endurecimiento de las formas políticas de dominación; en favor de procesos de cambio en las relaciones de poder, contra las guerras en Vietnam, apoyando las luchas anticoloniales, en contra del autoritarismo y la rigidez en diferentes escenarios con acciones muy diversas que, eventualmente, fueron radicalizándose. Por su parte, la política gubernamental en distintos países dispuso medidas para garantizar estabilidad y la certeza de que la división entre el bloque socialista y el del llamado mundo libre permanecería inamovible, mientras el resto del mundo era irrelevante, pero no en términos de disputa de los recursos.

Para conseguir tal objetivo, endurecieron las estrategias de vigilancia y control de la población hasta llegar a límites de espionaje, persecución y acecho. En suma, restricciones a la libertad de expresión. Este discurso se interiorizó entre aquellos que formaban parte de la policía, grupos de control, servicio secreto, torturadores, soldados, convencidos de su servicio y lealtad al gobierno.

En México, las condiciones para la organización implicaron acciones que iban desde las primeras expresiones del sindicalismo independiente, el aumento de grupos y organizaciones de estudiantes, profesores y trabajadores, hasta la organización de grupos guerrilleros que, en suma, desencadenaron el incremento de las actividades de la policía política del país, activa desde los años cuarenta. El conglomerado de fuerzas políticas había dejado de ser único, al menos en términos de lo que el gobierno pretendía tener bajo control, pues las manifestaciones de descontento no podían impedirse, como tampoco pudieron evitar la existencia de redes de resistencia y de rechazo a las formas políticas imperantes en diversos lugares del mundo, en el continente americano y, desde luego, en México. Los años setenta dan cuenta de la intensa actividad política previa, operando en subterfugios de resistencia, desencadenando diferentes réplicas.

El primer año de la década de los setenta quedó marcado nuevamente por la acción violenta en contra de estudiantes de las instituciones de educación superior. El patrón de intimidación, agresiones con empleo de armas de fuego, encarcelamiento y omisión en el tratamiento legal de las detenciones, no se experimentó únicamente en la capital del país; no fueron actos exclusivos en contra de los jóvenes, ni fueron hechos aislados. A lo largo de las décadas previas, estas acciones habían sido la constante, oponiendo en una lucha inhumana a jóvenes estudiantes que optaron por la reflexión y análisis crítico de su contexto, por el rechazo al autoritarismo y la censura, frente a otros jóvenes: los halcones, que por una paga llegaban a formar parte de grupos de choque para autoridades gubernamentales de distintos niveles, basándose en la argumentación obsesiva del anticomunismo. Cualquier acción disidente estaba sujeta a la represión, persecución, muerte y/o encarcelamiento. 

Cada uno de estos procesos ha sido estudiado a detalle en distintas investigaciones y la constante es la presencia de elementos externos a la comunidad estudiantil: provocadores, infiltrados, golpeadores. 

Esto era ya el inicio de la llamada guerra sucia de nuestro país, justificada con el discurso anticomunista. Fueron años en que las batallas por los derechos civiles y el vuelco a las calles por parte de muchos universitarios no era exclusivo de nuestro país. Es decir, las acciones solidarias con trabajadores que promovían el sindicalismo independiente, el apoyo a las luchas campesinas, las denuncias por la violencia ejercida hacia los grupos marginales, no limitó a los estudiantes a participar en las movilizaciones o al volanteo: el teatro experimental, la pintura, la música, la vuelta a los corridos de la Revolución y la mezcla con las canciones de protesta, hicieron lo suyo. Había ideas de cambio y fuerza para tratar de emprenderlas.

Los universitarios consideraban que debían incidir en cambios sociales más profundos, debían actuar en su entorno inmediato interactuando en forma horizontal, lo cual se expresó bajo diferentes lineamientos de acción y definición política (Zermeño, 2019: 178).

Sabemos que la estructura autoritaria con respaldo institucional operó con extrema crueldad y una buena dosis de sadismo para contener el avance de lo que consideraban el mayor peligro: el comunismo. Desde los años veinte encontramos registro de policías secretos.1 En los años cuarenta, primero con Manuel Ávila Camacho y posteriormente con Miguel Alemán Valdés, la policía política había operado con carta abierta para detener a todo aquel que representara un potencial peligro para la estabilidad del país, esto bajo los lineamientos de la Dirección Federal de Seguridad. Dicha vigilancia no era una acción novedosa: en los registros de archivo de la Secretaría de Gobernación de los años veinte del siglo pasado, existen documentos donde agentes especializados registran cualquier actividad de quienes se consideraba atentaban contra el gobierno y en más de una ocasión el correspondiente jefe del Departamento del Distrito Federal recurrió al uso de la fuerza física, de provocadores y golpeadores, contando para el efecto con grupos contratados pero que también podían ser personas que formaban parte de alguna de las facciones sindicales oficialistas, falsos periodistas, trabajadores… Falsos o no, la duda quedaba.2 Pero había la certeza de que entre los militantes había infiltrados que señalaban los diferentes niveles de riesgo que representaban los dirigentes. Al manejarse como militantes, propiciaban la división interna desvirtuando o impidiendo la toma de decisiones. No era novedad, desafortunadamente. Pero había valor, consistencia, congruencia y tenacidad (Montemayor, 1999).

1 Camilo Vicente Ovalle (2019: 56 y ss.) esclarece la continuidad mantenida entre el Servicio Confidencial (1924), el Departamento Confidencial (1938) y “dos dependencias especializadas: una para investigar, la Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales (1942), y la otra para ejecutar, la Dirección Federal de Seguridad (1947). En la siguientes páginas refiere el número de policías y soldados instruidos, bien en la Academia del Federal Bureau of Investigation (FBI) o en la Academia Internacional de Policía, espacios en donde los preparaban para “operaciones de contrainsurgencia, contrainsurgencia urbana, inteligencia militar” (2019: 63). Señala además la reestructuración orgánica de las agrupaciones militares.
2 Esta lógica no era exclusiva de nuestro país. En Estados Unidos, bajo el gobierno de R. Nixon, era “normal” la contratación “con fondos públicos a personas que, haciéndose pasar por militantes, generaban las acciones más radicales dentro del movimiento con el propósito de que se mostraran ante la opinión pública los actos confrontadores de los estudiantes y así justificar su detención por haber causado problemas e incluso vandalismo” (Gitlin, 2019: 107).

En la Universidad Nacional Autónoma de México, por ejemplo, la forma de control hacia los estudiantes durante los años cuarenta, cuando se aprobó la Ley Orgánica de 1945, pasó por dos procesos simultáneos: la restricción en las formas de participación estudiantil y la acusación directa que se hacía a los jóvenes, ya fuera mediante carta exclusiva a los padres de familia en la que se advertía del comportamiento anti universitario del estudiante o mediante la intervención del llamado tribunal universitario. Medidas que operaron sobre todo cuando se inició el traslado desde los distintos edificios ocupados en el centro de la ciudad, hacia los terrenos en el sur, en la Ciudad Universitaria. Se pensaba, tal vez, que los jóvenes no ocasionarían problemas en el centro de la ciudad, desarticulando sus redes de sociabilidad. Nada más lejano de eso. La política de modernización del gobierno alemanista afectó a grandes sectores de la población, propiciando mayor desigualdad social. Aunado a ello, el alcance del corporativismo que rigidizó las estructuras sindicales y organizaciones campesinas, desencadenó movilizaciones de resistencia y oposición al régimen.

En los años sesenta algunas universidades estatales tuvieron fuertes enfrentamientos con los gobiernos locales con motivo de la lucha por la autonomía, movilizaciones que fueron reprimidas violentamente. Por ejemplo, cuando en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo trataron de modificar la Ley Orgánica, circunstancia similar a la de los estudiantes de la Universidad de Nuevo León y la Universidad de Sonora, y en distintos momentos se opusieron al autoritarismo gubernamental.

Los jóvenes estudiantes de entonces vivieron muchos actos violentos que no se remiten al acto de ser golpeados, son eventos presentes en la vida cotidiana: la imposibilidad de expresarse libremente tanto en el entorno familiar como fuera, la vigilancia puntillosa ejercida por la iglesia con sus campañas de moralización, el alarido conservador que sumaba fuerzas al grito de ¡cristianismo sí, comunismo no!, la censura tanto en las lecturas como en lo que se veía en el cine o el teatro. También el acecho a quienes manifestaban apoyo a las actividades en favor de los movimientos de liberación nacional, anticoloniales, en favor de Cuba o por la solidaridad latinoamericana. Restricciones o encarecimiento del papel para quienes se aventuraban en proyectos de producción de revistas de análisis crítico.

El autoritarismo vigilante ante el peligroso comunismo. Aún así, muchas actividades podían desarrollarse con más facilidad dentro de los espacios educativos, ámbitos que cobraron relevancia ante la posibilidad de crear, experimentar, reinventarse, discutir, coincidir o disentir. 

2. Constantes del control, vigilancia y acción

Durante la movilización del 10 de junio de 1971, el reclutamiento de grupos organizados (golpeadores, provocadores e infiltrados) denominados por las mismas autoridades como halcones, violentaron a los manifestantes. 

Tras iniciar el recorrido, los halcones actuaron violentamente contra los jóvenes manifestantes, periodistas, fotógrafos, transeúntes. De acuerdo con distintos testimonios, ni la policía ni los granaderos apostados en los alrededores del sitio convocado para la manifestación se interpusieron, argumentando que ésas eran las órdenes recibidas.

Las formas de actuación son muy similares a lo acontecido en movilizaciones estudiantiles acaecidas durante los años cuarenta: manifestaciones a las que se controlaba primero con el llamado de los bomberos, consiguiendo así contenerlos bajo el chorro y presión del agua. En respuesta, las estrategias estudiantiles variaban desde el daño a la toma de agua hasta el corte de las mangueras, con lo cual se conseguía aglutinar a los estudiantes contra los bomberos y los cuerpos de orden. La diferencia es que para reprimir o contener las manifestaciones se recurría a las fuerzas institucionales del orden, a pesar de la existencia de agentes o del funcionamiento del servicio secreto e informantes. No se descartó la existencia de conflictos en los que grupos sindicales oficialistas o charros podían incidir y actuar, como fuerzas de choque. 

Años después, Javier Rojo Gómez, jefe de gobierno3 del entonces llamado Distrito Federal, decidió acudir a los encargados del sistema de limpia para que previamente a las posibles reuniones y movilizaciones, en los botes de depósito de basura hubiera piedras y palos. Con ello se sembraba la confusión sobre quién iniciaba la confrontación, lo cual resultaba “exitoso” para las autoridades capitalinas al quedar impunes ante los daños y personas heridas: todo era responsabilidad de los estudiantes y quienes habían provocado quedaban impunes.

En los hechos, los intentos por desmantelar los grupos críticos activos dentro de las universidades públicas se habían manifestado desde años atrás mediante la intervención de personas contratadas cuya tarea era vigilar, disuadir, provocar e incluso propiciar rupturas internas. En general, aquellos que se prestaban a estas tareas, estos informantes, eran identificados por los mismos universitarios como agentes, pagados por el gobierno.

Es sustancial una breve reflexión en torno al grupo denominado halcones,4 que formaban conjuntos represores, entrenados para intimidar y golpear, que “siguiendo instrucciones” agredían y sometían a otros cuyo origen de clase, prácticas culturales, creencias y condición económica, podía ser similar a la de aquellos a quienes agredían. Además, cumplían la orden de diluirse después de participar en los actos de violencia.

3 Por ejemplo, en el movimiento estudiantil de 1943 en la UNAM, el regente capitalino era Javier Rojo Gómez. Su secretario particular, un joven que había sido jefe de la Sección de Acción Militar en el Partido de la Revolución Mexicana, Alfonso Corona del Rosal. En el movimiento de los estudiantes del Instituto Politécnico Nacional, el llamado Regente de Hierro, Alfonso P. Uruchurtu, no se involucró directamente: dio paso a la actuación del Ejército Mexicano. Lo que sí hizo el regente fue atender enfáticamente el establecimiento de Leyes para regular el uso de suelo en el Distrito Federal y atacó de manera permanente la invasión de predios. Se sostuvo por tres períodos y ante los hechos de desalojo violento de colonos del Pedregal de Santa Úrsula, dejó el cargo. Entonces la Regencia Capitalina cayó en manos de Alfonso Corona del Rosal.
4 Cabe acotar que la denominación de halcón ha trascendido ese momento histórico; es un concepto polisémico que ha pasado a formar parte del vocabulario que señala a un atacante para contener organizaciones antigubernamentales, movimientos radicales de oposición o ‘guerrilleros’, o bien, una denominación relacionada con el narcomenudeo.

Los halcones no necesariamente operaban en el entorno universitario. Estos grupos estaban integrados por personas marginadas, que necesitaban alguna forma de subsistencia con muchas dificultades para su integración social y económica. Este elemento fue nodal para la cooptación de jóvenes como parte de un grupo organizado, con prácticas de preparación y con paga, registrados oficialmente como trabajadores de los servicios de limpia o servicios especiales, e incluso, sin registro laboral institucional. 

La operación de estos grupos no era exclusiva de los años setenta: en algunos procesos previos, difíciles de la vida universitaria, diferentes regentes capitalinos habían echado mano de elementos del servicio de limpia para violentar los movimientos, propiciar confrontación y con ello justificar la intervención de bomberos, policías o granaderos, según la época. Los halcones tenían preparación física, eran cuadros disciplinados para acciones de fuerza y estaban adiestrados para actuar con decisión y sin tribulación. No eran exclusivos de la capital de la República Mexicana, se les ocupaba en desalojos de tierras, para confrontar huelguistas o movilizaciones sociales, en general.

Pese a la posibilidad de tener un mismo origen, compartir experiencias, creencias y condiciones precarias de vida muy similares, las formas de reflexión, la introspectiva personal o la solución a un futuro de largo plazo funcionan de modo diferente. Para los migrantes que habían abandonado su lugar de origen, las expectativas se derrumbaban una y otra vez, remontando siempre. 

En esas condiciones, la continuidad histórica puede reducirse, sin sentido. También puede significar la imperiosa necesidad de borrar las huellas que les han orillado a lo marginal, un pasado de recurrentes ausencias, carencias, brutalidad. Para otros jóvenes, la memoria es una posibilidad de fortalecer la propia identidad, comprender la historia personal y esbozar horizontes de experiencia, siendo la experiencia un acto que requiere reflexión y atribución de significado (Cantero, 2021: 56). En ambos casos sus perspectivas de vida están vinculada a las condiciones económicas y a las redes de apoyo existentes. Pero las perspectivas también cambian al formar parte de una agrupación, una colectividad.

Hacia los años setenta, en México pasamos por el aumento de las clases medias, el incremento de la población joven, la mayor distancia de diferenciación social y el aumento de procesos migratorios hacia las ciudades sin posibilidades concretas de mejoramiento en la condiciones y calidad de vida, formando los llamados cinturones de miseria. El crecimiento de la población joven en las décadas de 1950 a 1970 implicó un reto de política social, dada la incapacidad de atender las necesidades de acceso a la educación, las oportunidades laborales y, un problema creciente, la migración campo ciudad. En gran parte el discurso político del milagro mexicano sugería que el ascenso y movilidad social pasaban por la incorporación a los estudios universitarios. No obstante, eso era imposible para quienes poblaban esos espacios adyacentes a las ciudades, cuyo acceso a la educación era limitada, ni qué decir de las condiciones de vivienda, el magro apoyo para atender su salud, así como precariedad en su ocupación laboral que, por lo general, estaba en el sector de servicio doméstico, de limpia, transporte, algunos oficios, mercados ambulantes. La exclusión de esta población estaba marcada por la indefinición entre el medio rural del que provenían, el cual era insuficiente para atender sus necesidades esenciales y el medio suburbano que tampoco tenía las condiciones elementales mínimas de vida digna.

De estos grupos pauperizados provenían muchos de los halcones. Jóvenes cooptados por un sistema que les ofrecía un ingreso, la posibilidad de incorporarse a un trabajo permanente, pero que además les proporcionó la posibilidad de formar parte de un grupo. Esta situación debe sopesarse: desplazados de un espacio y atraídos a un medio en el que posiblemente podrían mejorar sus condiciones de vida. Desbaratar la memoria de lo que fueron y de donde venían. Tratar de pertenecer a un nuevo entorno social.

Esta desigualdad y dispersión de quienes arribaban a las ciudades es uno de los factores que he considerado de interés, siguiendo la idea de cómo los grupos ya establecidos tienen mayor cohesión social y que en los centros de educación superior se experimentó de manera notoria: las universidades registraron un crecimiento en su población. En estos espacios se reflejaban las diferencias sociales, además de constituirse de manera natural en esferas de discusión acerca de la problemática social y política. La diversidad de posiciones políticas se reveló tanto en la existencia de grupos estudiantiles como en la cohesión social, la pertenencia grupal, la identidad como universitarios.

El estudio de las organizaciones de jóvenes que se incorporaron a estructuras disciplinarias, fuera o dentro de las instituciones educativas, por ejemplo el Pentatlón Deportivo Militar Universitario, son un ejemplo relevante. Sobre todo, porque eventualmente esta organización ha sido aludida partícipe en la preparación de los halcones, señalamiento que debiera esclarecerse: el Pentatlón fue fundado en los años treinta, por iniciativa de algunos jóvenes estudiantes, entre los cuales se encontraba Jorge Jiménez Cantú. 

En este sentido, me parece que algunas referencias a elementos del Pentatlón como personal que adiestró a estos grupos de golpeadores debe pasar por un riguroso examen antes de aceptarse como un hecho. No puede, sin embargo, negarse que el interés del doctor Jiménez Cantú en la formación de estos grupos pues, cuando fue secretario de Gobierno en el Estado de México, impulsó estructuras similares, sobre todo utilizadas para impedir las invasiones de tierras promovidos por los colonos de Ciudad Nezahualcóyotl y Cuchilla del Tesoro (Ruvalcaba, 1989), o en conflictos relacionados con asentamientos irregulares, lo que beneficiaba a los especuladores, transportistas y autoridades locales.5

5 “El BARAPEM [Batallón de Radio Patrullas del Estado de México] fue el cuerpo represivo más temido por la ciudadanía en la década de los setenta y principios de los ochenta, siendo las denuncias de sus abusos tan frecuentes, que el gobernador Alfredo del Mazo González se vió precisado a decretar su desaparición a fin de acallar el clamor popular; su lugar en el aparato represivo fue ocupado por otro grupo paramilitar denominado GAS (Grupo de Alta Seguridad) dependiente de la Dirección de Seguridad Pública y Tránsito del Gobierno del Estado. La desaparición del BARAPEM no significó el final de los abusos y la represión. Al desaparecer la corporación, sus miembros se integraron a la Policía Municipal, a la Judicial del Estado y a Tránsito, diseminándose y sirviendo de instructores en el resto de las corporaciones; como resultante, cada día la policía preventiva y judicial fue más represiva y corrupta al aplicar los métodos y prácticas de la desaparecida corporación. Varios de los integrantes de este temido cuerpo no ingresaron a las corporaciones policiacas existentes, pasando a conformar bandas de asaltantes bancarios, narcotraficantes, desvalijadores, zorreros y jauleros. De este grupo surgió Alfredo Ríos Galeana, considerado por muchos años como el enemigo público número uno debido a sus constantes asaltos a instituciones bancarias y sus espectaculares fugas de las cárceles nacionales. Este tristemente célebre personaje ocupó durante todo el sexenio de Jorge Jiménez Cantú el cargo de director del BARAPEM en Cd. Nezahualcóyotl, siendo el hombre de mayor confianza del gobernador en la región” (Ruvalcaba, s/f:  76). Falta aún un estudio sobre las relaciones que derivan de estos grupos. El autor fue regidor del Municipio de Nezahualcóyotl en 1984.

Otra línea de análisis para aclarar lo que son los halcones, es el seguimiento de los porros, que aparecen bajo nombres y propósitos distintos en instituciones universitarias del país. Estos grupos estaban financiados por distintas autoridades, a veces desde las oficinas de gobierno, a veces con el apoyo de funcionarios medios vinculados a la misma institución de educación media superior y/o superior. Eso influía en la cooptación de jóvenes para desempeñarse como informantes o también colocándose en posiciones desde las cuales podían generar corriente de opinión, tener influencia y capacidad para formar redes y aglutinarse en torno a un profesor/funcionario. Las relaciones de interés establecidas garantizaban una posterior “colocación” de los egresados para iniciar así una carrera burocrática o en el ámbito del Partido de la Revolución Institucionalizada (Luis Javier Garrido, 1982)

No dejemos pasar el movimiento del Instituto Politécnico Nacional: en 1956 surge con la demanda de una nueva Ley Orgánica y termina con la ocupación por parte del Ejército, de las instalaciones del internado del IPN en la madrugada del 23 de septiembre, poco antes del cambio presidencial y este evento pudo haber tenido un costo político pero, desde el punto de vista operativo, con la intervención de la institución militar erradicaban de un golpe un posible problema de insurgencia. En este caso, la responsabilidad de los actos de ocupación y detención de los estudiantes corrió a cargo de los comandantes del Ejército Mexicano, de la policía judicial y granaderos. El presidente era Adolfo Ruiz Cortines y las instalaciones se mantuvieron ocupadas por el ejército durante un año. Mientras, se reformó la Ley Orgánica y al año siguiente inició la construcción de Zacatenco, donde se ubicaron las escuelas de este Instituto. Por lo demás, los estudiantes que participaron en el movimiento fueron encarcelados en la prisión de Lecumberri.

De nuevo, en septiembre de 1968, la ocupación de la Ciudad Universitaria estuvo a cargo del Ejército, aunque ahí ya operaban varias organizaciones; los informes que se recibían sobre las actividades estudiantiles eran numerosos así como abundaban los informantes o policías encubiertos.

Tampoco descontemos aquellos actos de intimidación que en los años sesenta fueron propiciadas por elementos de organizaciones de la derecha radical, tanto en la capital del país como en Puebla, Guadalajara y otras entidades, como el Movimiento Universitario de Renovación Orientadora (MURO), el Frente Universitario Anticomunista (FUA) o los Tecos, que con mucha violencia atacaban a jóvenes militantes de otras organizaciones estudiantiles a las que consideraban un peligro por su línea de pensamiento o tendencia política, al considerarlas disolventes del orden social. Operando como grupo de control, reconocidos por autoridades universitarias, estaban los integrantes de la organización conocida como Frente Universitario de Sociedades de Alumnos (FUSA), presidida por Humberto Roque Villanueva, que había pertenecido a otra organización estudiantil: Los Conejos, católicos independientes, quien también fue señalado responsable de actos violentos.

Como parte de un proceso de control desde el gobierno, las movilizaciones estudiantiles fueron señaladas de manera negativa, desestabilizadores del orden social, actividades supuestamente ajenas a las responsabilidades sociales que tácitamente debían tener como universitarios. Ese deber ser estudiantil había cambiado; muchos jóvenes tenían un fuerte compromiso social y posición crítica ante las condiciones sociales existentes, por lo que consideraban que su actividad rebasaba los límites de los centros educativos. Su intervención en distintos ámbitos sociales era cardinal, responsabilidad ineludible.

En contraparte, las organizaciones estudiantiles reconocidas como oficiales fueron útiles para controlar, difundir versiones favorables al gobierno, generar entre los estudiantes ambiente de confusión, desconfianza y hostilidad. Pero cuando incluso éstas fueron rebasadas, desde el gobierno se recurrió a otro tipo de fuerza que no era tan novedoso pero que para el diez de junio de 1971 fue dado a conocer como halcones.

Los halcones no eran un solo grupo, sino versiones distintas de grupos patrocinados, habilitados para la acción de fuerza, adiestrados para controlar, actuar con disciplina, con conocimiento en el manejo de armas de fuego y armas blancas, que recibían pago semanal. Se les llamó de la misma manera, aunque tenían varios protectores, con intereses heterogéneos, formados en regiones, entidades y temporalidades diferentes.

3. Era un jueves, 10 de junio 

El día coincidió con la celebración católica de Corpus Christi, el agradecimiento por los alimentos compartidos. La tradición indígena de llevar en mulas los alimentos hacia los templos, agradecer y ofrendar los productos de la cosecha, se ha mantenido como obsequio: mulas artesanales hechas de hoja de maíz e hilo, adornadas con pequeñísimas cestas tejidas de barro y flores. Las temporalidades y los distintos entornos van entrecruzando eventos cotidianos, detalles, anécdotas. En diferentes plazas y parques, la compra de las mulitas, regalos de broma y como festejo del santoral, daba cuenta de un día más. Mientras, los manifestantes comunicaban el recorrido. Los halcones también.

Los testimonios estudiantiles de cómo discutieron, analizaron y decidieron realizar la marcha señalan elementos importantes, pues a pesar de que el conflicto en la Universidad de Nuevo León se había solucionado con la aprobación de una Ley Orgánica distinta a la que trataran de imponer, la situación era incierta todavía. 

El balance acerca de las instituciones universitarias y la importancia de la Autonomía fue planteada por el rector de la UNAM, Pablo González Casanova, en declaraciones publicadas en la Gaceta de la UNAM, el 31 de mayo. El rector señalaba los riesgos de las provocaciones, pedía a estudiantes y docentes: 

(…) a fortalecer su organización democrática, para que no usen la violencia, para que no caigan en la provocación, para que la protesta que han iniciado, desde antes del periodo de vacaciones, no sea desvirtuada por quienes pretenden demostrar que los universitarios somos incapaces de gobernarnos a nosotros mismos y por quienes, usando fútiles pretextos, bajo los más distintos signos, imponen o tratan de imponer la violencia física o verbal a los universitarios. La serenidad a que apelamos es una serenidad política, que pedimos a estudiantes y profesores para evitar que, quienes lo pretendan, logren colocarnos en calidad de  culpables, acusados como incapaces de ejercer la autonomía, cuando tenemos la razón y el derecho y cuando podemos, con el derecho y la razón, defender a nuestros colegas de Nuevo León, a nuestra propia Casa de Estudios, y luchar al lado del país entero, frente a esta nueva provocación, frente a esta ofensa de tipo corporatista –no sólo ajena sino contraria al orden constitucional– que se ha desatado  contra la cultura y las instituciones democráticas nacionales.

González Casanova, Gaceta UNAM, 31 de mayo 1971

La declaración del rector fue notablemente respetuosa hacia los estudiantes y profesores, núcleo central de la vida universitaria que en esos momentos de conflictiva relación con el Estado era alentadora. El llamado a la defensa de la Autonomía y a destacar la gran capacidad reflexiva de los universitarios para situarse al lado del país entero, fue un llamado a hacer una elección, a responsabilizarse de sus acciones, un discurso lúcido que anunciaba también las dificultades que en general estaba por afrontar la propia UNAM.6 No había duda de que las provocaciones continuarían, que la contradicción implícita en el discurso gubernamental tenía que leerse entre líneas y desconfiar. En menos de una década hubo jóvenes que conocían bien sus capacidades para resistir, consolidaron sentido crítico; habían tenido experiencias para organizarse. No los podían engañar. 

6 En febrero de 1971 se aprobó la creación del Colegio de Ciencias y Humanidades. “De acuerdo con González Casanova, el número de alumnos que en estos años ingresó a la educación superior, en número absolutos, fue de 1 999 000 frente a una matrícula potencial de 10 088 000, situación por debajo del nivel educativo de otros países de desarrollo similar al de México” (Torres Parés, 2013: 543). Después la provocación llegó a la UNAM bajo otro escenario: el 28 de julio de 1972 la oficina de la rectoría fue ocupada 24 horas, violentamente, por jóvenes de la Preparatoria Popular que pedían apoyo económico para habilitar los espacios que tenían. Luego, el día 31 de julio, un grupo de normalistas que pedían su ingreso a la Facultad de Derecho, irrumpió violentamente y armado, ocupando las mismas oficinas de rectoría. Pero este grupo permaneció en las instalaciones por más de dos meses. El gobierno ofreció al rector la posibilidad de recurrir a la fuerza pública. El no rotundo del rector era esperado. Poco después, a mediados de octubre, los trabajadores presentaron su emplazamiento a huelga, pues la organización sindical requería un contrato colectivo, no la reforma al Estatuto de Personal Administrativo. Pese a los intentos, no hubo avance en las negociaciones (Torres: 574-576). Entre paros escalonados y huelga declarada que se prolongó durante 83 días, el doctor González Casanova presentó su renuncia el 8 de diciembre de 1972. Enmedio de la huelga, la Junta de Gobierno designó rector el doctor Guillermo Soberón Acevedo. Dice un testimonio que el rector llegó caminando, “rodeándolo, mil futbolistas de americano lo llevaban fuertemente agarrado de los brazos. Iba a tomar posesión de su cargo (…) Al llegar a la barricada que abarcaba las dos calzadas, sólo les llevó tres minutos hacer a un lado el obstáculo” (Pérez Cruz, 2013: 709). En numeroso grupo avanzaron hacia la Facultad de Medicina y en el estacionamiento, no en el Auditorio, Soberón recibió la investidura del cargo.

Los grupos estudiantiles eran diversos: desde los llamados Co. Co. (Comités Coordinadores), activistas de diferentes tendencias políticas, mayoritariamente de izquierda, que sostuvieron la lucha solidaria con y por los jóvenes encarcelados, pasando por un abanico de grupos con posturas oficiales, más conservadores, hasta llegar a los que eran rabiosamente anticomunistas. El MURO, cuyos integrantes actuaban disciplinadamente en grupo y como lo expresó Iván Illich: “no les movía la fe como progresiva humanización, sino la religión ideologizada” (González R., 2004: 370, tomado de la Revista Política, septiembre, 1967). Sus agresiones dentro y fuera de los espacios universitarios fueron muy conocidas y difícilmente sancionadas. 

Los integrantes del MURO 

Funcionan con pequeños comités por escuela, sin admitir voluntarios, siendo sus dirigentes [Fernando Baños Urquijo] los que escogen a los futuros miembros del grupo, previa investigación en la que queda comprobado que no se trata de personas con ideas comunistas. El candidato, al entrar a formar parte del MURO, firma un documento en el que protesta disciplinarse de forma absoluta a sus jefes, comprometiéndose además a no revelar los planes ni la fuerza del movimiento.

González R., 2004: 348

Algunos casos de agresión desplegados en formación ‘escuadra’ son: en 1966, a la Preparatoria número 7; en 1967, agresiones a los estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras, y golpiza a los profesores José Luis Ceceña, Enrique Semo, a estudiantes de la Facultad de Economía e incluso al filósofo Iván Illich, en la Casa del Lago. 

En 1968, los agentes de la Dirección Federal de Seguridad señalaron al licenciado Vicente Méndez Rostro, director general de Escuelas Preparatorias, como “protector” de los muristas: “y aunque resulta temeraria esta afirmación, sí se puede decir con seguridad que en diversas ocasiones ha utilizado a los mencionados elementos” (González R., basado en los informes de la DFS: 173). También en 1968, el 13 de julio, golpearon a estudiantes de la Facultad de Medicina y en septiembre a los estudiantes de las Preparatorias 1 y 2. Después, arreció la campaña anticomunista, el señalamiento a los agitadores marxistas, a los castristas e integrantes del Movimiento de Liberación Nacional. A todos ellos les acusaban de cometer actos vandálicos, haciendo eco de las declaraciones oficiales. Aunque una y otra vez los estudiantes denunciaron formalmente a sus atacantes como integrantes del MURO, que empleaban armas punzocortantes, varillas y armas de fuego, nunca se les detuvo. 

Así como el MURO y las organizaciones similares actuantes en Puebla (Frente Universitario Anticomunista) y en Guadalajara (los Tecos) habían mantenido cercanía con Díaz Ordaz, se pronunciaron escépticos y distantes ante Echeverría, con quien discrepaban por socializante y desconfiaban de él. En 1969 los agresores del MURO salieron del ámbito de la UNAM e hicieron presencia en las vocacionales, “armados con fusiles y armas M-1” (González R.: 412). Ese mismo año, al parecer reformularon su organización con el propósito de “limpiar” su imagen de golpeadores e iniciaron actividades otros grupos: Promoción Universitaria de Acción Social (PUMAS), establecieron relación con la Juventud Estudiantil Mariana, procuraron el acercamiento con el Partido Acción Nacional e intensificaron su labor en algunas escuelas particulares, aunque no siempre fueron bien vistos. 

En 1971 hubo dos enfrentamientos propiciados por el MURO que, vinculados a lo acontecido durante el mes de junio, son notables no sólo por la violencia sino por la impunidad en que quedaron: los integrantes de esa organización, en dos ocasiones llegaron armados, en grupo y golpeando estudiantes, supuestamente por un conflicto con los porros de la Escuela Nacional Preparatoria número 9, Pedro de Alba (el 15 de mayo y el 12 de julio). En esta ocasión fueron acusados de tráfico de estupefacientes. Con este breve resumen de las vilezas de este grupo, fue posible identificar un circuito de acción: organizados para someter mediante la violencia, disciplinados, actuaban como escuadra, escudados en el anonimato del grupo, con pocas cabezas visibles, sus patrocinadores permanecieron ocultos. Golpeadores y asesinos, supuestamente en defensa de la moral y los valores cristianos. Cuando ya no tuvieron cobertura oficial, mutaron hacia la delincuencia. Con ello queda la duda de si todos los integrantes de dicha organización tenían los mismos principios de acción, si se les puede igualar en origen, como a los halcones, y si respondían a un impulso o había algún atisbo de introspección sobre las repercusiones de sus actos.

El jueves de corpus, desde antes del medio día, había camiones de granaderos armados con fusiles; vehículos de la Dirección de Tránsito,
patrullas de la policía preventiva y agentes del servicio secreto, estaban ya en el Monumento a la Revolución. Los contingentes fueron integrándose y se sumaron grupos de trabajadores, aunque desde el principio los granaderos intentaron detenerlos. Es decir, había focos de “contención” policiaca de la posible violencia, en distintos puntos de la ciudad; también había control para impedir el avance de los jóvenes manifestantes que fueron atacados por los halcones, armados primero con varas y después con armas de diverso calibre. Las instituciones del orden público, seguridad, las ambulancias, participaban selectivamente; habían intervenido los edificios de la Escuela Normal Superior y se encontraban también en azoteas de los edificios circundantes. El apoyo a los manifestantes provino de los vecinos.

En los documentos de la Dirección Federal de Seguridad registran con detalle cada uno de los movimientos, el transcurrir del tiempo, los nombres de quienes encabezaban los contingentes. Incluso registran una conversación de Manuel Marcué Pardiñas con un coronel “no identificado”7 quien advirtió que “se tenía conocimiento de que un grupo de estudiantes del MURO tratarían de agredirlos” (Condés Lara, 2002).

7 “El coronel Ángel Rodríguez García, jefe del Estado Mayor de la policía, insta al ingeniero Manuel Marcué Pardiñas a que diga a los muchachos que suspendan la marcha. El aludido, que de pronto se ha hecho presente en la manifestación y como hacía 13 años, cuando el movimiento ferrocarrilero, iba por camellones o aceras para escapar a la hora buena sin estorbos, alega que la Constitución garantiza el derecho de reunión. Varios periodistas oyen al coronel Rodríguez García replicar al ingeniero: ‘dígale usted a los estudiantes que es mejor que no sigan. En el Cine Cosmos hay un grupo de jóvenes armados con garrotes y fusiles, y los van a agredir’” (Medina Valdés, 1972: 86–87). 

A las seis de la tarde ya había personas heridas de bala, atropellados y golpeados, con graves contusiones. Los agentes detallan la presencia de francotiradores que atacaron a algunos integrantes del grupo de choque, los halcones, que actuaban disciplinadamente en grupo, gritando consignas, pretendiendo mezclarse con los estudiantes, generando confusión.8 Antes de las ocho de la noche ya había más de treinta personas hospitalizadas en un solo centro de salud, según el propio registro de los agentes, e iniciaron disparos hacia el hospital e incluso entraron al lugar. Había personas fallecidas. Quienes habían visto la agresión ayudaban como podían, corrían, buscaban ayuda.

8 El 15 de mayo de 1971 Medina Valdés indica la presencia de gendarmes, servicios especiales de la policía, granaderos, halcones, brigadas de choque dependientes del Comité Nacional del PRI, grupos de la judicial del Distrito Federal y Estado de México, además del Ejército. También identifica contraseñas utilizadas ese día: “Halcón Perseo, para Halcones; Concha Perseo, para agentes judiciales; Abeja 1 y Abeja 2, porristas y otros grupos de choque al servicio indirecto del Gobierno, a través del PRI” (Medina Valdés, 1972: 72). El término Avispas, según él era para referir a los estudiantes.

En las Asambleas pasaron de hacer un balance a discutir, hacer acusaciones, especular sobre quiénes podrían ser los provocadores. Conforme a lo que encontramos en los archivos, los agentes no perdieron detalle, transcribieron todo lo que pudieron y dejaron el rastro de sus propias acciones, desde su posición oscura haciendo un trabajo turbio. Además, sus versiones las compartieron con los periodistas, pues es notable el parecido entre ambas notas.

La primera versión oficial fue “conflicto entre estudiantes y la agresión del MURO”.

Alfonso Martínez Domínguez, jefe del Departamento del Distrito Federal y Rogelio Flores Curiel, Jefe de la Policía, fueron destituidos de sus respectivos cargos “para facilitar la investigación”. El vínculo de los halcones con Martínez Domínguez y separarlo del gobierno fue “el mal menor”, perspectiva empleada para pretender paliar la afrenta (Pérez Arce, 2007, citando entrevista de Luis Suárez: 91). Pero desde el punto de vista de éste, Echeverría lo había tratado como un trapo sucio. El punto era cómo se culpaban entre sí, cómo exoneraban a unos, porque continuaban siendo necesarios y aplazaban el avance de otros. Simples piezas de un sucio engranaje. Sirvió al Presidente, no al país, no a su partido, ni siquiera a su familia. Los que verdaderamente fueron arrojados al vacío fueron los jóvenes agredidos, los fallecidos. La impunidad.

4. La despersonalización

¿Cuáles son las posibilidades reales de que alguien pueda elegir entre la realización, como persona libre y pensante, o la sujeción ilusoria de pertenencia a una estructura que le deshumaniza, acatando órdenes, sin importar la naturaleza del trabajo?

Los llamados halcones aceptaron confrontarse contra aquella “otra” juventud, a pesar de encontrarse —en algunos casos— en condiciones económicas igualmente complejas; para solventar sus necesidades más apremiantes aceptaron un trabajo en donde su furtiva presencia y acción les volvía anónimos, encubiertos en un trabajo violento, agrupados y despersonalizados, al anular tanto su humanidad como su capacidad de decisión propia. El abandono de valores e ideas les posibilitó despejar la vía para su ascenso y movilidad social. Al fin y al cabo, la Contaduría de la Federación había autorizado eximir a la Secretaría de Gobernación de justificar el uso específico de recursos asignados para “el desempeño de comisiones confidenciales” (Scherer y Monsiváis, 2004:60).

En contraparte, en el transcurso de la década del setenta tuvo lugar el ascenso del movimiento por el sindicalismo independiente, las invasiones de tierras de campesinos en diferentes lugares del país, movilizaciones estudiantiles denunciando la represión y encarcelamiento de disidentes al régimen y la defensa de la autonomía universitaria, como recurso para continuar formando universitarios críticos, con interés de compartir y comprender sus experiencias, de elegir con responsabilidad. Sin justicia ni condiciones para cambiar la realidad, el paradigma continuó sirviendo a la estructura de poder y el status quo

También en esa década fue notable el aumento de los espacios educativos de nivel medio superior y superior con la creación de los Colegios de Ciencias y Humanidades, Colegio de Bachilleres, Universidad Autónoma Metropolitana y los Centros Tecnológicos, lo cual se mostraba como el esfuerzo del régimen para consolidar el modelo estabilizador, encaminando a la juventud a las expectativas civilizatorias, de modernización. Esta perspectiva ilustrada no fue suficiente al apostar por la escolaridad como solución a los problemas de precariedad, desnutrición, pobreza, sin desmantelar toda una estructura de poder que se nutría de elementos dispuestos a formar parte del engranaje, en la estrecha lógica “quien obedece, no se equivoca”, cumpliendo órdenes.

Los nuevos espacios de educación mencionados se nutrieron de jóvenes profesores, universitarios partícipes de todo un proceso político, social y cultural; muchos partieron hacia distintos puntos del país, vinculándose a campesinos, pescadores o sindicatos, recuperando memorias de lucha, involucrándose en otras formas de organización, independientes del corporativismo dominante. Unos más eligieron el camino de la lucha armada. Muchos de ellos nutrieron las listas de desaparecidos, encarcelados o activos en la clandestinidad. Como vemos, las líneas de acción aludidas reflejan división política en donde dos tendencias dominantes perfilaron las formas de organización en un amplio espectro de tendencias. 

En relación con la estructura de grupos similares a los halcones hay perfiles previos, funcionales en su momento, entre los cuales quisiera destacar el impulsado por Jorge Jiménez Cantú, quien como universitario, estudiante de Medicina, junto con otros compañeros, está vinculado al Pentatlón Deportivo Militar Universitario. Estructura con finalidad deportiva que contó con el apoyo de Gustavo Baz, no sólo desde la rectoría de la UNAM, sino posteriormente, desde la Secretaría de Salubridad. Con este mecanismo de apoyo más amplio, el Pentatlón salió del control estricto de Jiménez Cantú y Baz, para institucionalizarse como espacio de actividades deportivas no sin tener características disciplinarias y de formación ciudadana. Pero el modelo lo repitió Jiménez Cantú en el Estado de México, durante la gestión de Gustavo Baz como gobernador. Posteriormente, se repitió con Carlos Hank González, gobernador entre 1969 y 1975, denominándoles cuarteles.9

9 Hank González era un político al que Echeverría le tenía animadversión, al igual que a los políticos que habían sido cercanos a su predecesor, Días Ordaz. El doctor Jorge Jiménez Cantú fue secretario de gobierno en el Estado de  México durante la gestión del doctor Gustavo Baz como gobernador. Entonces, Hank González era director de gobierno. Cuando Hank gana la gubernatura, Jiménez Cantú inicia su segundo periodo como Secretario de Gobierno. 

Los cuarteles fueron zonas delimitadas de la entidad para resolver necesidades básicas y solucionar potenciales conflictos sociales. La característica más valiosa del modelo consistía en que el cuartel era responsabilidad de un alto funcionario del gabinete quien, además de las tareas propias de su cargo, hacía las veces de representante personal del gobernador. Ellos estaban autorizados para aprobar proyectos e incluso recursos, de manera que agilizaban soluciones. Hank dispuso la creación de dos cuarteles, uno que comprendía la zona del vaso de Texcoco y especialmente Ciudad Nezahualcóyotl, cuyo responsable era el secretario general de gobierno (primero Jiménez Cantú y después Ignacio Pichardo) y otro encargado de la región sur del estado, en manos del oficial mayor.

Hernández Rodríguez, 1998: 203

La iniciativa era necesaria para controlar los asentamientos irregulares, que, como señala este autor, desencadenó graves problemas de inseguridad y marginación. La otra era la zona sur “que era un permanente desafío político que de no resolverse le impediría gobernar” (Ibidem). El modelo de los cuarteles facilitó el control de esos dos focos de conflicto debido a la cercanía que se establecía entre los encargados y quienes habitaban en esos territorios. Consistió en incorporar como trabajadores de apoyo a jóvenes que habitaban en las zonas marginales del Estado de México, circundantes al entonces Distrito Federal. El proyecto del profesor Hank González consistía en impulsar sitios de desarrollo de una manera controlada. Sus negocios habían empezado de una manera relativamente simple, aprovechando su posición y relaciones políticas: compraban terrenos y luego los vendía a un costo mayor. Por ello había que mantener el control en las zonas donde potencialmente podría haber conflicto por demandas de reparto de tierra o por la ocupación de nuevos asentamientos humanos. En ese sentido, Ciudad Nezahualcóyotl fue importante. Ahí pudieron mantener el control, procurar la organización de la naciente localidad poblada mayormente por migrantes, ordenar el abasto de los servicios y mantener la contención de movilizaciones o expresiones de descontento. Para ello echaban mano de estos grupos compuestos por individuos adiestrados en la obediencia y despersonalizados (Hernández, 1998: 202). Una zona que implicó dificultades constantes fue la de Chalco. Otra región más fue la de Aragón, Oceanía y Cuchilla del Tesoro, colindantes con el Estado de México, que de manera recurrente implicaron riesgos y conflictos por delimitación territorial.

¿Qué son, pues, los halcones? 

Es una pregunta que nos hacemos y en su momento Adolfo Sánchez Rebolledo planteó cuatro posibilidades:

Una organización secreta, paramilitar, adiestrada como fuerza de choque, al parecer con miles de reclutas, concebida ex profeso para combatir en las calles al movimiento estudiantil, cumplir misiones represivas especiales en el interior de los centros de estudio, liquidar físicamente a los activistas estudiantiles y sembrar el terror entre las bases.

Sánchez Rebolledo, 2014: 90

Los halcones no pertenecían a una organización secreta, no tenían características de secrecía. Pero sí de organización paramilitar, particularmente notable por la disciplina así como por la estructura en su organización. Pero ello es diferente a ser únicamente una fuerza de choque. En realidad, este aspecto obliga a recuperar los dichos periodísticos de esos días: habían operado diferentes grupos, movilizados desde distintas instancias gubernamentales, presuntamente con el mismo propósito represor, pero incluso, algunos habían empleado armas de fuego propiciando mayor descontrol y confusión entre los asistentes a la marcha: por medio de las frecuencias de comunicación “de uso ordinario de la Policía y las que se elaboraron para identificación personal en los mandos a distintos niveles” (Medina Valdés, 1972: 68).

No se trataba de reclutas, eran jóvenes de escasos medios, resentidos y ávidos de recursos inmediatos que no requiriesen de esfuerzos de largo plazo. Simultáneamente, muchos integrantes de estos grupos de choque eran operadores e intermediarios al interior de las escuelas y facultades, como distribuidores de estupefacientes. Así contribuyeron al deterioro de las relaciones sociales dentro de las escuelas, bajo la mirada cómplice de autoridades gubernamentales y autoridades de diferentes instituciones educativas
y universitarias que al igual que ocurrió en otros países, encontraron en el tráfico de drogas y el creciente problema de las adicciones, una vía para entorpecer el reagrupamiento, la reorganización y politización de muchos jóvenes.

El terror experimentado en diferentes espacios universitarios había sido una constante en diferentes niveles e intensidad. Las acciones de amedrentamiento que siguieron a ese 10 de junio de 1971 se presentaron como actos de disputa entre grupos rivales: un ejemplo de ello fueron los hechos violentos en la Escuela Nacional Preparatoria número 9, Pedro de Alba, donde estudiantes de primer ingreso fueron testigos involuntarios de un enfrentamiento con armas de fuego entre grupos que no alcanzaron a identificar como pertenecientes a la institución universitaria. Parecía una operación montada, precisamente para generar incertidumbre. Adolfo Sánchez Rebolledo afirma que los halcones son “Un cuerpo especial del Estado orientado, dirigido y pagado con personal y fondos oficiales, que no ha dejado de actuar desde 1968” (Sánchez Rebolledo, 2014: 90).

No se trata de un solo cuerpo especial, fueron muchos cuerpos organizados, con distintas formas de alineación que refinaron sus fines, acciones, modalidades de acción y condiciones. Emergieron bajo el apoyo, financiamiento y coordinación de algún mando burocrático y con el paso del tiempo fueron cambiando, separándose y reorganizándose. Buscaban saber cómo se organizaban los disidentes, cuáles eran las estrategias, los grupos afines o contrarios, cuáles eran los propósitos, los puntos débiles, la capacidad de ganar adeptos. Primero era necesario desmontar las organizaciones de oposición, después, había que someterlos (Arendt, 1999: 25).

Como ejemplo de esto podemos hacer referencia al Frente Universitario de Teatro Estudiantil (FUTE), grupo que bajo este membrete y con el apoyo de algún funcionario “utilizaba métodos gangsteriles para asolar a otros grupos que sí intentaban hacer teatro y así acaparar, por medio de amenazas, todo el presupuesto que la UNAM destinaba para esa actividad” (Bourges Valles, 2000: 55).10 En este caso, la violencia se justificaba en tanto la expresión teatral tendía al quebranto de los valores morales establecidos y, en particular, juzgaban la sexualidad de los actores como “impropias, perversas, amorales”. 

10 Es inquietante que una de las actividades de este grupo fuera la intrusión al teatro El Globo, uno de los escenarios que maestros y estudiantes habían ido ganando poco a poco para desarrollar sus actividades teatrales: el Teatro Coapa, Poesía en Voz Alta, en la Casa del Lago y la vinculación con actividades culturales que posibilitó los cursos de teatro, como una de las actividades en las distintas sedes de la Escuela Nacional Preparatoria de la UNAM. “En el teatro El Globo, la primera sede de teatro estudiantil universitario, se registró la primera gran agresión contra el movimiento. El 30 de noviembre de 1957 debía presentarse la obra de El Merolico, que dirigía Manuel González Casanova. Esa tarde, al llegar el grupo de muchachos que iba a dar la función, encontraron el Teatro El Globo destruido. Los porros de la FUTE habían entrado al teatro: desgarraron las butacas con navajas, rompieron los aparatos de sonido, deshicieron escenografía y amontonaron los telones y el vestuario en el centro del escenario, y les prendieron fuego.

Fue esto un anticipo de que la lucha contra los enemigos del teatro estudiantil –que empezaba a proyectarse, los porros y sus ocultas cabezas, iba a ser muy difícil. Ese día la función programada no pudo llevarse a cabo, pero al día siguiente se reanudó la temporada en ‘la representación de teatro universitario más remendada que registra la historia’, diría el maestro Héctor Azar” (Bourges Valles, 2000: 62). El propósito parecía ser la intimidación, probablemente de grupos conservadores que actuaban impulsados por los prejuicios de género, que se especulaba existía en el mundo del teatro. No se trataba de la agresión directa a alguien. O no lo sabemos.

En otro señalamiento, Sánchez Rebolledo continúa: “Una organización creada al modo fascista, entrenada en México para matar mexicanos, que han logrado reunir la mentalidad policiaca tradicional y las tácticas de la contrainsurgencia urbana, con la abyección del lumpen y la decadencia moral de la burguesía” (Sánchez Rebolledo, 2014: 90-91).

La suma de ‘organización a modo’ creada ‘para matar mexicanos’, más la ‘tradicional’ mentalidad policiaca, agregando elementos como el de ‘tácticas de contrainsurgencia urbana’, más el desprecio del lumpen a la decadencia moral de la burguesía, me parece una fórmula de cierre. Este punto muestra una síntesis de experiencias propias. Aún así, es reduccionista, excluyente y no alcanza para aclarar qué aspecto de lo policíaco puede ser tradicional y de qué manera eso tradicional en realidad es lo arcaico en el sentido del nivel de violencia que son capaces de ejercer sobre otros, peor aún, frente a estrategias de lucha que salen del marco predecible de las formas de lucha.

Cada halcón podía cobrar sesenta pesos al día. Sus comandantes o entrenadores responsables, entre ochocientos y cerca de mil pesos quincenales. En distintos documentos y testimonios (Ortiz, 2014: 82 y ss.) se indica que entrenaban en terrenos de San Juan de Aragón, que estaban contratados como eventuales para “cuidar la construcción del Metro” y que tenían horarios establecidos para el entrenamiento. 

Hay documentación que permite asegurar la intervención de funcionarios del gobierno mexicano para enviar a grupos de jóvenes de entre 19 y 22 años hacia Estados Unidos, con el propósito de que recibieran preparación adecuada para, supuestamente, mejorar a las fuerzas policiacas. 

En los telegramas intercambiados es contundente la preocupación del funcionario estadounidense en turno para desmontar la versión periodística de que ellos habían adiestrado a los halcones que participaron en la represión del 10 de junio de 1971, pues “quienes habían viajado para tal adiestramiento, continuaban en Estados Unidos”.11 Es decir, se acepta la vinculación en cuanto al entrenamiento, la preparación en actividades de control de multitudes, pero fueron muy insistentes en desligarse de las fechas represivas.

11 “[Emilio O.] Rabasa was aware that none of trainees in US had yet returned to México. He asked regarding nature of training these men were receiving and whether or not special attention was given to anti-riot activities and to anti-guerrilla measures. I replied that training was more general in nature as I understood it and had been given to nationals of many countries over a period of considerable years”. Foreign Relations of the United States, 1969–1976, Volume e–10, documents on American Republics, 1969–1972. 466. Telegram 3558 From the Embassy in Mexico to the Department of State, June 25, 1971, 1904Z. Source: National Archives, Nixon Presidential Materials, NSC Files, Box 787, Country Files, Latin America, Mexico, Vol. II, January 1, 1970–December 31, 1971. Secret; Exdis. A stamped notation on the telegram indicates that it was received in the White House Situation Room at 11:25 a.m. on June 26.

5. Órdenes inadmisibles, acciones incongruentes

Hace falta un estudio archivístico más detallado para conocer los nombres de las personas contratadas para el servicio de limpia del Distrito Federal y tal vez, relacionar nombres con aquellos que ejecutaron acciones violentas, cumpliendo instrucciones: los halcones. Es relevante subrayar la convicción con que actuaron, como guardianes de un orden que les sometía pero que les posibilitaba solventar su forma de vida. No estaban ocupados en pensar cuáles eran las ideas que defendían otros jóvenes, ni los que demandaban servicios, tierras o el sentido de las protestas para una vida digna. No habían sido preparados para negociar, sino para ejecutar órdenes. Al igual que una parte de la población la disidencia tenía calificativos ilustrativos de aquellos que los formulaban y difundían: los jóvenes izquierdistas eran una “lacra nacional”, drogadictos, estudiantes fósiles. 

No había críticas a la traición, al asumir irreflexivamente criterios de acción ajenos a la situación de marginalidad. Tampoco hubo condena por los crímenes en que estuvieron involucrados tanto autoridades de primer nivel como halcones, y de los que salieron impunes, medio ocultos en el anonimato. Así quedó sellada la analogía de la rapiña entre los adiestrados y los políticos que, a toda costa, se sostenían en la estructura de poder y cuya finalidad al emitir órdenes fue clara: ser actores visibles en la vida política mexicana. 

De entre la masa anónima de halcones, sólo contamos con un dato, que parece mera anécdota:

En el mes de mayo de 1967 [Mario Efraín Ponce Sibaja] se dio de alta en el cuartel General del Cuerpo de Guardias Presidenciales, como Soldado Motociclista, del que fue dado de baja por mala conducta en el mes de julio de 1969. Que de inmediato ingresó al grupo denominado los Halcones, pasando a formar parte de la Quinta Compañía que tenía como Comandante a un individuo que solo era conocido con el apodo de El Famoso; que en el campo ubicado en San Juan de Aragón el declarante recibió su instrucción y entrenamiento sobre box, judo karate y bo-jun-su.

J. Scherer, C. Monsivaís, 2004: 65

La mala conducta, en este caso, se asocia con una confesión (¿o jactancia?); se asume como parte final de una cadena de órdenes, denota la sujeción a los mandos de quien no sabe o no revela el nombre responsabilizándose, al menos moralmente (Arendt, H. 1999: 78), únicamente a sí mismo de los daños perpetrados en contra de otros. 

La desconfianza acerca de las intenciones de la oposición izquierdista del país, de las movilizaciones por el sindicalismo libre, la lucha de los campesinos por la tierra o por la defensa de la autonomía universitaria, eran elementos útiles para azuzar y mantener el control. Quienes sembraban la discordia solían mantener muy bajo perfil y no por ello eran reconocidos públicamente. Dispuestos también a jugar a la rueda de la fortuna, aceptaban los castigos, disciplinados; se mantenían fuera del escenario político y esperaban su regreso para volver sonrientes y continuar leales a su partido, a sus jefes, a la estructura de mando para continuar en el circuito de cumplir y hacer cumplir órdenes, en otros cargos.

Ante este escenario de cambio, el foco de atención hacia la disidencia se centró en las escuelas y facultades de las instituciones de estudios universitarios en todo el país. Entre algunos militantes y estudiantes se había desarrollado el hábito de la protección propia que conducía a realizar actividades bajo seudónimos; acaso una clandestinidad muy distante de la mantenida por quienes habían optado por la acción desde la guerrilla y que, desde luego, también fueron perseguidos, torturados, desaparecidos, inculpados. 

Muchas veces, la policía secreta, los judiciales o encubiertos, detenían a familias completas en espacios ajenos a la legalidad para ejercer mayor presión y conseguir nombres, direcciones, delaciones. Entrenados para la coerción, fueron dejando tras de sí un rastro de delitos, asaltos, abusos. Consiguieron ser recontratados, volvieron a delinquir, entraron al circuito de venta de estupefacientes. Volvieron a ser contratados. También hacían falta: se vivía desde mediados de los años sesenta la guerra sucia.

Como hemos visto, ante un trabajo eventual como el que tenían, pronto hicieron un viraje hacia la delincuencia, hacia el tráfico de enervantes, la extorsión o, simplemente, el pandillerismo. La policía política del país se había modernizado y no tenían que ocultarse tras la oscura figura de los halcones, ni del MURO, u otra organización semi secreta y mal pagada. Esbirros, les decían en los años veinte, eufemismo para una persona sometida pero dispuesta a ejercer la violencia. Ese era su trabajo. Y también era la responsabilidad de funcionarios en cumplimiento de sus obligaciones.

La violencia ejercida sobre cualquier persona en los años sesenta, se justificaba en nombre del anticomunismo y en nombre del antiterrorismo, en los años setenta. La vida universitaria, que se había convertido en referente clave para miles de jóvenes, había quedado enrarecida por los turbios intereses de los políticos: el discurso era esencial para mantener su posición de privilegio al margen de las necesidades de la población. 

Los numerosos acontecimientos de represión experimentados por la población disidente formaron un patrón de respuesta en otros espacios y localidades del país. El control autoritario tenía siempre ese doble discurso del que reprime, oculto en la acción de los últimos en la cadena de mando, extorsionando con favoritismo. 

El 10 de junio de 1971 es una referencia de cambio en la vida política del país: por un lado, el sindicalismo independiente configurando las formas de organización interna; por otro lado, la confluencia de diversos grupos de izquierda, espartaquistas, maoístas, trosquistas, comunistas, entre otros. Tendencialmente, los grupos fueron radicalizándose o escindiéndose, lo que volvió aún más complejo el panorama para definir acuerdos y más compleja la posibilidad de mantener un ambiente sin hostilidades y fricciones internas en las universidades, los sindicatos y las organizaciones independientes que conformaron un foco problemático.

La crisis económica que siguió al terminar el gobierno de Luis Echeverría condujo a otras crisis en las universidades del país que habían iniciado a mediados de los años setenta diversos proyectos de universidad-pueblo, haciendo de la autonomía un valor único para actuar en consonancia con el sentido social de las instituciones.12 Las manifestaciones y movilizaciones continuaron en ascenso a lo largo de los años setenta y ochenta. El sindicalismo independiente, las tomas de tierras de los campesinos, huelgas y organización de colonos, fueron la marca de esos años. Las acciones de grupos guerrilleros también marcaron esta etapa y, como se ha señalado, todos estos años quedaron marcados por las acciones sistemáticas de violencia, detenciones arbitrarias, desaparición, asesinatos en los que incriminaban a integrantes de un mismo grupo político. La guerra sucia en pleno. Los halcones habrán quedado incorporados como empleados del gobierno en el sector servicios y la utilidad del término acuñado ha sido probado y continúa en uso, incluso dentro de las organizaciones delictivas. 

12 El mecanismo de control implementado a partir de mediados de los años setenta y la década siguiente fue la restricción presupuestal, el condicionamiento a demostrar la eficiencia terminal de los universitarios y el límite a los años de permanencia reglamentaria como estudiantes.





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