Veredas. Revista del Pensamiento Sociológico


Jatsive Minor / Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco. Especialista en ética animal y en temas relacionados con el medioambiente.

Jumpstory

Para comprender e interpretar el desastre ecológico, resulta imperante recuperar posiciones y prácticas ético-políticas que no contribuyan a la construcción de una gran fantasmagoría o dramaturgia tendiente a encubrir la perpetuación del orden de dominio establecido, el cual lleva en su seno la destrucción acelerada y sin miramientos de las condiciones naturales de producción. El ecosocialismo, de indudable raigambre marxista, es una de las posiciones que plantea un nuevo modo de relacionarse entre los seres humanos y de éstos con la naturaleza distinta a la hegemónica.
El propósito de este escrito consiste en revisar la argumentación del ecosocialismo y su fortaleza frente a ideologías posmodernas que encubren de forma fetichista el fundamento real de la catástrofe ambiental. Su hipótesis sostiene que el desastre ecológico actual no proviene del hombre en abstracto, sino de la forma social vigente.



La forma del proceso social de vida, es decir, del proceso material de producción, sólo se despojará de su nebuloso velo místico a partir del momento en que se halle, como producto de hombres libremente socializados, bajo su gobierno consciente y planificado. Pero ello requiere una base material de la sociedad o una serie de condiciones materiales de existencia, que son, a su vez, el producto natural de una larga y dolorosa historia de desarrollo.
Karl Marx



En el año 2000, el químico atmosférico neerlandés Paul J. Crutzen –ganador del premio Nobel de química en 2015 por su investigación sobre el agotamiento del ozono estratosférico– introdujo el término Antropoceno, que designa una nueva era geológica, cuya causa eficiente es la actividad del hombre en la Tierra. Es decir, el desastre ecológico que actualmente vivimos es resultado del Anthropos así en general y abstracto. Y sí, se podría pensar que el aumento de la temperatura atmosférica, los drásticos cambios en el clima, la pérdida acelerada de biodiversidad, la desertificación, el agotamiento de los recursos naturales, entre otros, ratifican el planteo de Crutzen. Sin embargo, con base en información de la organización internacional OXFAM, entre 1990 y 2015, el 52% de las emisiones totales de CO2 fue responsabilidad del 10% de la población más rica del mundo –aproximadamente 700 millones–, consumiendo casi un tercio (31%) del presupuesto global de carbono en 25 años. Mientras tanto, el 50% más pobre de la población mundial –aproximadamente 3100 millones– generó el 7%; es decir, el 4% del presupuesto de carbono disponible (OXFAM, 2020). Por lo tanto, si sostenemos que la crisis ecológica se debe a la “actividad del hombre en la Tierra”, dejamos de lado que no todos los seres humanos contribuyen de la misma manera.

Oἶκος: el hogar de todos

Etimológicamente, la palabra “ecología” proviene del vocablo griego οἶκος que significa casa, o conjunto de casas, y λóγος que alude al lenguaje/pensamiento; es decir, a la conceptuación, estudio o tratamiento de un objeto, por lo que se puede decir que la ecología es el estudio del hogar llamado Tierra, que el hombre comparte con los demás seres vivos. Como disciplina, la ecología forma parte de la biología, cuya tarea consiste en estudiar “las relaciones de los seres vivos entre sí y su entorno” (RAE, 1994: 786). El biólogo alemán, Ernst Haeckel, acuñó el término en 1869, definiéndola como “la ciencia de las relaciones entre el organismo y el mundo exterior que le rodea” (citado por Capra, 1998: 56). Más tarde, el ecólogo botánico de origen británico, Althur Tansley, propuso el término ‘ecosistema’ para describir a las comunidades de plantas y animales. ‘Biósfera’ fue utilizado por primera vez en 1875 por el geógrafo Edward Suess, para referirse a la región en la que se encuentra la vida (Capra, 1998). En 1909 el biólogo báltico, Jacob von Uexküll, comienza a desarrollar el concepto de medioambiente: “para él los seres vivos no son objetos que funcionan mecánicamente, más bien se crean activamente en su propio medioambiente, en el lugar en que

viven, un “mundo para vivir” (Wohnwelt) donde todo tiene un significado para ellos (mundo cognitivo-Merkwelt) y en el que desarrollan su eficacia y su interacción (mundo efectivo-Wirkwelt)” (Schmid, 2008: 37). Con el paso del tiempo, han surgido muchos otros términos, los cuales nos permiten hoy no sólo comprender e interpretar nuestro oἶκος sino plantearnos nuevas formas, nuevos modos, de habitarlo.

Los aportes científicos de la ecología fueron muy fecundos para los movimientos en defensa de la naturaleza que emergieron en los años sesenta del siglo pasado. Por ello, la ecología no se reduce a la investigación de datos y sus modificaciones, sino que, a partir de entonces, deviene un planteamiento ético-político. Surge, entonces, la “conciencia ecológica”. Schmid lo plantea de la siguiente manera:

La ecología es, sobre todo, objeto de estudio de las ciencias hasta mitad del siglo XX; en la segunda mitad del siglo pasado, debido a los prejuicios ecológicos patentes o temidos, se convierte también en objeto de un compromiso político y en la preocupación de los movimientos en defensa del medioambiente. El comienzo lo marca en 1962 un libro de Rachel Carson en el que se denunció la destrucción ecológica provocada por el uso de productos químicos nocivos, lo que propició la aparición de las primeras organizaciones ecologistas en Estados Unidos para oponerse a la contaminación del suelo con productos químicos, a la del agua y del aire y sus muy peligrosas consecuencias para hombres, animales y plantas.

Schmid, 2008: 38

De ser objeto de estudio de las ciencias naturales se convirtió en el leitmotiv de las múltiples posiciones y prácticas ético-políticas de defensa del medioambiente de aquel entonces y hasta nuestros días.

Origen del movimiento ecologista

La llamada “conciencia ecológica” nació a mitad de la llamada Guerra Fría (1947-1991). Como se sabe, la Guerra Fría fue la confrontación indirecta, mediada, sutil pero patente y manifiesta, entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, después de la Segunda Guerra Mundial. El papel protagónico de la clase trabajadora industrial se concretó en ambos bloques, pero de manera diferente. En Occidente, liderado por los Estados Unidos, se desarrolló una organización del capitalismo conocida como ‘Estado de bienestar’, también llamado fordismo, el cual consistió básicamente, en un gran acuerdo entre el capital y el trabajo, que implicó la incorporación de la clase trabajadora en los circuitos del consumo. La superación de la crisis de 1929 se apalancó en las políticas económicas keynesianas, las cuales supusieron la ampliación de la escala de acumulación mediante la intensificación del trabajo (vía la reorganización “científica” del trabajo, o vía la aplicación de la tecnología a la producción) y la producción en masa, la cual requería de un gran número consumidores, por lo que se integró a los obreros en el florecimiento del sistema en su conjunto.

Una de las características principales del Estado de bienestar es el reconocimiento legal e institucional de los derechos de los trabajadores en tanto trabajadores, tales como la jornada de ocho horas, un salario mínimo, la organización sindical, la huelga, una pensión, entre otros. En contraste, en Oriente, liderado por la Unión Soviética, se vivió la fantasía de que el proletariado estaba en el poder político construyendo una sociedad de iguales y sin explotación, aunque la cruda realidad indicaba que, igual que en Occidente, la clase trabajadora estaba sometida a una especie de “explotación redoblada”. La Guerra Fría entonces, se manifestó en una competencia feroz y a varios niveles, entre aquellos dos países ya referidos.

En Occidente, con la producción en masa destinada al consumo de los trabajadores asalariados, ciertos objetos se convirtieron en un indicador de bienestar. El automóvil individual; la casa unifamiliar con aparatos electrodomésticos, tales como el televisor, el radio, el refrigerador, el calefactor, la lavadora; la alimentación a través del consumo de carne y sus derivados; los viajes turísticos que después de la segunda posguerra se hicieron cada vez más frecuentes tanto en Estados Unidos como en Europa; entre otros. Todo ello formaba parte del nuevo estándar de vida mejor conocido como American Way of Life o modo de vida americano. Se trata, pues, de una vida bastante cómoda pero que más pronto que tarde tendría grandes implicaciones medioambientales.

La producción fordista también se caracteriza por la sustitución de materiales naturales por los sintéticos1 conocidos como “plásticos”, tales como el nylon, el poliéster y el polietileno. Los factores que favorecieron el mercado de este tipo de productos derivados del petróleo es que suelen ser mucho más baratos que los materiales naturales, además de que existe una gama mucho más amplia. Tenemos, entonces que, por un lado, se abarataron los costos de producción y, por el otro, disminuyó su precio en el mercado, con lo que aumentó considerablemente su consumo.

1 Es importante mencionar que su desarrollo se dio en el período entreguerras (Hobsbawm, 2016).

Con los nuevos patrones de producción y consumo disminuyó la durabilidad de los productos, no sólo por el material utilizado para su generación sino también porque se supeditó el valor de uso al valor de cambio y de signo, con lo que el consumo fue considerado símbolo de estatus, de distinción y de prestigio. Asimismo, jugaron un papel muy importante la profesionalización de la publicidad y la mercadotecnia. A través del cine, la televisión y la radio se internalizó la idea de que una vida buena, una vida feliz, dependía de tu capacidad para consumir.

A nivel de la distribución, se introdujeron cadenas de tiendas, grandes almacenes, y en 1950 se empezaron a construir centros comerciales (Brand y Wissen, 2020). Fueron cambios profundos que abarcaron todos los ámbitos de la vida cotidiana de los individuos incluyendo el tiempo que contaban para el ocio, el cual, como era de esperarse, también se subordinó a la lógica del consumo.

La producción alimentaria también tuvo grandes cambios. Con la industrialización de los alimentos ascendieron empresas de semillas y agroquímicos, así como las encargadas del procesamiento y la distribución de alimentos, básicamente todas ellas de origen estadounidense (Brand y Wissen, 2020). Desde aquel entonces, la crianza de animales para consumo humano se modificó notablemente, de las granjas mixtas en las que se criaban distintos tipos de animales a las granjas industriales encargadas de la crianza de un solo tipo de animal, principalmente, aves y cerdos (Lymbery, 2017).

Se revolucionó el sistema agrario global, el cual trajo consigo la necesidad de campos de pastoreo y el cultivo de granos para alimentar al ganado. Tanto la ganadería intensiva como el cultivo de maíz híbrido se convirtieron en un símbolo de la producción agraria fordista (Brand y Wissen, 2020). Una característica más de la producción agroindustrial es el uso de agroquímicos, a lo que se le conoció como “revolución verde”, la cual se llevó a cabo a través de empresas también estadounidenses. Las funestas consecuencias ecológicas sobre el uso de estas sustancias tanto para el medioambiente como para la salud humana, las encontramos en Primavera silenciosa de Rachel Carson, el cual contribuyó al advenimiento de la conciencia ecológica (Carson, 2017).

El primer matadero industrial (1865), Union Stock Yard, ubicado en Chicago, Estados Unidos, devino modelo para la producción y procesamiento de carne; de hecho, fue la primera industria de producción masiva (Fitzgerald, 2010). Henry Ford adoptó esta concepción de producción en la industria automotriz a través de la tecnología de las bandas transportadoras (Patterson, 2009). El modelo de Ford se difundió por las nuevas industrias automovilísticas del mundo, en tanto que en Estados Unidos se aplicó también a nuevas formas de producción que van desde las casas hasta la comida-chatarra. El ejemplo paradigmático de la comida-basura es, sin duda, McDonald’s (Hobsbawm: 2016).

A finales de 1960, en pleno furor del American Way of Life, surgen los nuevos movimientos sociales, tales como el que bregaba por los derechos civiles de los afroamericanos y luego la resistencia en contra de la guerra que había emprendido Estados Unidos en contra de Vietnam. También se encuentran la segunda ola del feminismo, el movimiento por los derechos de los homosexuales, el incipiente movimiento animalista y, obviamente, el ecologismo. Entre las protestas de aquel entonces se pueden mencionar las siguientes: “en 1966 se creó la Organización Nacional de Mujeres (NOW, por sus siglas en inglés) en defensa de sus derechos básicos y en contra de la guerra; en 1967 se suma a las protestas Martin Luther King y en ese año, en abril, las marchas llegan a movilizar a más de trescientas mil personas contra la guerra; el movimiento se consolida y uno de los candidatos a la presidencia se declara pacifista” (Dachary y Arnaiz, 2014: 121). Y en 1968 el movimiento estudiantil en Estados Unidos y México, en la entonces Checoslovaquia (la Primavera de Praga); en 1969 en Italia (el movimiento Otoño caliente) y, por supuesto, en Francia (Mayo francés). Este último tiene un enorme peso en las protestas iniciadas por los estudiantes que se manifestaron en contra de la sociedad de consumo y, obviamente, del capitalismo, cuya influencia se extendió a los obreros industriales, quienes encabezarían la huelga más grande de la historia de Francia.

Una de las grandes aglomeraciones más representativas por su significado simbólico e imaginario tuvo lugar en 1969 en un condado de Sullivan, en el estado de Nueva York; se trata obviamente de Woodstock, considerado un ícono de la generación de la contracultura, que se oponía a las guerras, en particular, a la guerra en contra de Vietnam. Algunos consideran que este gran concierto fue un canto a la paz.2 Un año después se realizó el documental Woodstock. 3 Days of Peace and Music dirigido por Michael Wadleigh y editado nada más y nada menos que por Martin Scorsese, por lo que es evidente que desde la llamada industria cultural se estaba impulsando una nueva forma de ser y estar en el mundo.

2 Los asistentes al concierto fueron en su mayoría hippies, los cuales pregonaban el amor y la paz como forma de vida, a la vez que, supuestamente, cuestionaban y rechazaban al sistema. Sus ideales eran el pacifismo, la vida en comunas, el amor libre, el rock y, obviamente, el respeto a la naturaleza.

En general, según David Harvey, estos movimientos contraculturales y antimodernistas “se oponían al carácter opresivo de la racionalidad técnico-burocrática con fundamentos científicos, que provenía del poder monolítico de las corporaciones, del Estado y de otras formas del poder institucionalizado (incluyendo los partidos políticos y los sindicatos burocratizados)” (Harvey, 2004: 55). Con las contraculturas se exploraron nuevas formas de subjetivación a través de políticas de “nueva izquierda”, gestos antiautoritarios e incluso hábitos iconoclastas representados en la música, la forma de vestir, el lenguaje y el estilo de vida.

Para Harvey, el movimiento estudiantil de 1968 resultó un rotundo fracaso; sin embargo, adquirió un significado simbólico e imaginario dando lugar a la posmodernidad, la cual se traduce en un desplazamiento en la sensibilidad, en las prácticas y en las formaciones discursivas: “La idea de que todos los grupos tienen derecho a hablar por sí mismos, con su propia voz, y que esa voz sea aceptada como auténtica y legítima, es esencial a la posición pluralista del posmodernismo” (Harvey, 2004: 65). La posmodernidad es la puerta a la diferencia y la otredad, es lo que les da soporte a los nuevos movimientos sociales de mujeres, homosexuales, afroamericanos, ecologistas, animalistas, pacifistas, todos ellos con demandas particulares, interclasistas, que poco o nada tenían que ver con el otrora movimiento obrero. De acuerdo con Harvey, estos movimientos han contribuido de manera significativa en la construcción de una nueva sentimentalidad, una forma particular de experimentar, interpretar y estar en el mundo, a la que Gerardo Ávalos llama el pathos posmoderno (Ávalos, 2015). Éste también se caracteriza por mistificar la correlación de fuerzas capital-trabajo que es la que articula el mundo.

El 22 de abril de 1970 se decreta el Día de la Tierra, el cual es considerado el comienzo de la formación del movimiento ecologista. Asimismo, “la creación de la Agencia de Protección al Ambiente (EPA) fue un hecho trascendental en esta lucha, de ahí que el presidente Richard Nixon pronunció su discurso de 1970 sobre el estado de la nación luego de firmar la NEPA. Los temas centrales de su exposición fueron los ambientales, en lugar de hablar de Vietnam y derechos civiles, cuestiones que estaban incendiando al país” (Dachary y Arnaiz, 2014: 126). Para Dachary y Arnaiz, el discurso ecologista se convirtió en la estrategia del capital para encubrir la acumulación ampliada del capital.

En 1972 el Club de Roma3 publica el informe Los límites del crecimiento, poco antes de la crisis del petróleo de 1973. Sobresalen dos ideas: los recursos naturales son finitos y el crecimiento poblacional debe limitarse. Sobre la pobreza en el mundo, revelaba que el Estado de bienestar no se había generalizado ni se había resuelto la brecha entre el primer y segundo mundo y el tercero. Asimismo, revelaba que el Tercer Mundo podía convertirse en un fructífero mercado siempre y cuando los individuos contaran con dinero para devenir consumidores, por lo que también se vislumbraba fuerza de trabajo que podía ser utilizada para abatir costos (Ávalos, 2007).

3 El Club de Roma es una organización no gubernamental fundada en Roma, en 1968.

Curiosamente, según Michel Bosquet, este informe fue financiado por la Volkswagen, la Fiat y la Fundación Ford:

[…] el financiamiento del estudio del M.I.T. por los monopolios del automóvil puede ser entendido como una estratagema de relaciones públicas: se trata de quitarle al debate ecológico su potencial anticapitalista, de contenerlo en los límites del sistema, de distraer a las naciones ricas mientras sus Estados organizan, ayudan o toleran las masacres programadas, mecanizadas y bacteriológicas en Vietnam y en Angola, el fascismo esclavista de África del Sur, etcétera.

Bosquet, 1975: 40-41

El informe fue presentado en la primera Cumbre de la Tierra en Estocolmo, en 1972. Asimismo, a raíz de este evento se fundó el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (UNEP). Parece pues, que había un gran interés por promover y difundir la preocupación por el medioambiente desde las grandes cúpulas del poder, incluida por supuesto, la Organización de las Naciones Unidas que, desde entonces y hasta la fecha, impone los temas que han de ser tratados por los Estados Nacionales. Es decir, el movimiento ecologista surge como una causa justa frente a la devastación del medio natural, pero es recuperado por el sistema, de ahí la publicidad en la que se exhorta a “salvar el medioambiente”, a terminar con el envenenamiento, la contaminación, etcétera (Marcuse, 1975). Todo ello despojado de la crítica al modo de producir y reproducir la vida material en el capital. Así entonces, el ecologismo se convirtió en una ideología posmoderna que hace las veces de encubrimiento fetichista de la destrucción de la naturaleza y, en ese mismo sentido, refuerza simbólicamente su expansión.

En aquel entonces se fundaron también varias organizaciones ecologistas, entre las cuales se encuentran “Friends of the Earth International en 1969, que se había separado del más conservador Sierra Club, el National Resource Defense Council (1970), Greenpeace (1971), la Sea Shepherd Conservation in Deutschland (Liga para la Protección del Medioambiente y de la Naturaleza en Alemania, BUND, por sus siglas en alemán)” (Brand y Wissen, 2020: 131). Asimismo, se fundan The Nature Conservancy (1951), World Wildlife Fund (Fondo Mundial para la Naturaleza por sus siglas en inglés, en 1961) y Enviroment Defense Fund (Fondo para la Defensa del Medioambiente, por sus siglas en inglés, en 1965). Tanto The Nature Conservancy, de origen estadounidense, como World Wildlife Fund (WWF), cuyo fundador es el príncipe Felipe de Edimburgo, son los grupos de mayor poder en el mundo de los movimientos verdes y son también las organizaciones que tienen contacto con el centro del sistema del cual provienen sus fondos (Dachary y Arnaiz, 2014).

En el bienio 1973-1974 el Estado de bienestar entra en crisis. Tienen lugar simultáneamente varios acontecimientos, de los cuales llaman la atención los siguientes: crisis de sobreacumulación, con lo que surgen problemas para la valorización del capital; la retirada de las tropas norteamericanas de Vietnam bajo el gobierno del presidente Nixon; fin del patrón de oro del dólar en Estados Unidos y la crisis energética expresada en el boicot del petróleo por parte de los países árabes hacia Estados Unidos. (Ávalos, 2007). Sobre esto último, en 1973 la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) subió el precio del crudo, lo que implicó por lado, un enorme problema para las “Siete hermanas”, que eran las empresas estadounidenses e inglesas que tenían acaparado el mercado; por el otro, se ponía en riesgo el fordismo, cuya producción dependía principalmente del crudo del que, por cierto, carecían los países del Norte.

Según Brand y Wissen, “la respuesta a la crisis del fordismo desde los años ochenta era lo que más tarde fue denominado ‘globalización liberal’ y que desembocó en una enorme expansión del capitalismo y del acaparamiento de tierras, así como de una creciente competencia a nivel intrasocial, económica social y geopolítica” (Brand y Wissen, 2020: 132). En general, la globalización es el resultado y parte de una estrategia del capital para restablecer la tasa de ganancia. Los medios para lograrlo fueron la “profundización de la división internacional del trabajo, la disminución de las restricciones comerciales, la liberación de los mercados financieros, las privatizaciones, la limitación de las funciones sociopolíticas del Estado, menor seguridad y una mayor precarización de una parte de los asalariados que provocó su división y debilitó a los sindicatos” (Brand y Wissen, 2020: 132). La división internacional de trabajo también implicó extender los procesos productivos a los países del Sur, así como también la contratación de mano de obra a un precio mucho menor que en los países del Norte y bajo condiciones laborales sumamente precarias.

De acuerdo con Brand y Wissen, “en los países de industrialización temprana, los patrones de producción y de consumo no sólo sobrevivieron a la crisis económica de los años setenta, sino que, incluso, se intensificaron. Debido a la globalización, aumentaron la producción, la distribución y el consumo de productos industriales baratos y se expandió la agricultura industrial” (Brand y Wissen, 2020: 133).

El impacto sobre los equilibrios ecológicos es un problema que se agudiza desde la primera revolución industrial, que se profundiza y expande a partir de la segunda posguerra con la instauración del Estado de bienestar –cuya condición de posibilidad es el consumo dispendioso e ilimitado–, pero que se agrava e intensifica de manera absolutamente descontrolada en las últimas tres décadas. La catástrofe ambiental que actualmente vivimos tiene como causa eficiente la producción capitalista que trastorna o, como dice Foster, fractura el intercambio orgánico del hombre con la naturaleza: destruye las condiciones naturales de producción al tiempo que pone en riesgo la supervivencia de los seres humanos. De ahí la necesidad de recuperar planteamientos que realmente le hagan frente al problema ecosocial que vivimos actualmente.

Naturaleza des-humanizada

La naturaleza (physis) siempre fue objeto de inquietud filosófica; primero, porque se trataba de pensar de qué estaba hecha y cuáles eran las leyes que regían su devenir; segundo, porque esas leyes también se aplicaban al hombre y, en consecuencia, revelaban “lo natural” de éste. Por ejemplo, en Aristóteles, el hombre está sometido a los ciclos naturales (nace, crece, se desarrolla, decae y muere): todo lo vivo está sometido a este ciclo de la vida y, por tanto, así como ha nacido, así morirá. También en Aristóteles hay por lo menos tres concepciones de naturaleza y responden a la preocupación filosófica sobre su importancia y significado. Naturaleza es esencia, pero también es nacimiento: la naturaleza de algo es lo que no puede ser de otra manera. La famosa expresión “el hombre es un animal político por naturaleza” aclara esta noción tan básica. De la misma manera, el reino de los animales es de interés filosófico básico, si nos percatamos de que siempre que se habla del hombre se requiere un contraste básico y elemental, y ahí queda ubicado el animal, así en general y en abstracto. Por eso podemos hablar de lo animal como aquella dimensión susceptible de importancia filosófica descriptiva de lo humano. Lo que sí es verdaderamente marginal es que la parte de la filosofía que se dedica a estudiar el bien y el mal, así como el comportamiento adecuado del ser humano, es decir, la ética, tome como motivo de examen la relación con la naturaleza. 

La naturaleza, de acuerdo con Hans Jonas, “no era objeto de la responsabilidad humana; ella cuidaba de sí misma y cuidaba también, con la persuasión y el acoso pertinente, del hombre” (Jonas, 1995: 28). Sin embargo, la parte de la filosofía que reflexiona sobre lo moral amplía su horizonte con el avance vertiginoso de la técnica moderna, pues “ha introducido acciones de magnitud tan diferente, con objetos y consecuencias tan novedosos, que el marco de la ética anterior no puede ya abarcarlos” (Jonas, 1995: 32).

Para el filósofo alemán, ninguna reflexión ética se vio en la necesidad de tomar en cuenta las condiciones globales de la vida humana, “ni el futuro remoto, más aún, la existencia misma de la especie” (Jonas, 1995: 34). Las nuevas condiciones de vida en el planeta nos imponen nuevas exigencias éticas, nuevos imperativos. La propuesta de Jonas sobre el nuevo imperativo (en sus distintas formulaciones) apela a la concordancia de sus efectos últimos con la continuidad de la vida humana. La primera formulación del imperativo de la ética de la responsabilidad nos dice que haya humanidad; la segunda trata sobre la responsabilidad ontológica por la idea del hombre; finalmente, la tercera hace referencia al segundo: que haya hombres (Jonas, 1995: 87-89). Según Jonas, es un imperativo que exista la humanidad, porque es la única capaz de darle valor a las cosas.

La tesis del autor es que “las nuevas clases y dimensiones de acción exigen una ética de la previsión y la responsabilidad ajustada a aquéllas, una ética tan nueva como las circunstancias a las que se enfrenta” (Jonas, 1995: 49). En este sentido, las acciones colectivas no deben poner en riesgo a las generaciones futuras. El planteo de Jonas es similar al de Karl-Otto Apel en la parte B de la fundamentación de la ética del discurso, que nos advierte que tenemos responsabilidad con las generaciones por venir, las cuales tienen derecho a existir, por lo menos, en las mismas condiciones en que nosotros vivimos (Apel, 1992).

Hans Jonas es de los primeros filósofos que puso en evidencia las amenazas que la destrucción del medioambiente por parte de las fuerzas productivas representa para las generaciones futuras. Sin embargo, como lo menciona Michael Löwy, desde la publicación de su libro Principio de responsabilidad, la crisis ecológica se agravó infinitamente, y sabemos que vivimos, en lo sucesivo, en la inminencia de la catástrofe: ya no se trata sólo de la responsabilidad hacia las generaciones futuras, como lo pensaba Jonas, sino realmente hacia nuestra propia generación (Löwy, 2001: 92).

Löwy es uno de los ecosocialistas que han llamado la atención sobre las consecuencias que tiene la forma social vigente. A diferencia de los planteos neomalthusianos de autores como James Lovelock, que reduce el problema ecológico al crecimiento de la población, al grado de considerar que “nuestra presencia afecta al planeta como si fuéramos una enfermedad” (Lovelock, 2007: 15), Löwy sostiene que “la protección de los equilibrios ecológicos del planeta, la preservación de un medio favorable para las especies vivientes –incluida la nuestra– son incompatibles con la lógica expansiva y destructiva del sistema capitalista” (Löwy, 2001: 11). Para un ecosocialista como Löwy, la lógica del valor de cambio nos conduce a un desastre ecológico de proporciones incalculables: “No es ceder al ‘catastrofismo’ constatar que la dinámica de ‘crecimiento’ infinito inducida por la expansión capitalista amenaza con aniquilar los fundamentos naturales de la vida humana sobre el planeta” (Löwy, 1995: 25).

A los planteos de Jonas y Löwy, le preceden los de la Escuela de Frankfurt.4 Herbert Marcuse y Max Horkheimer, quienes, a mitad del siglo pasado ya habían escrito sobre las consecuencias nefastas que tiene el capitalismo para el medioambiente. Para Marcuse, por ejemplo, el capitalismo ha emprendido una guerra contra la naturaleza: “las exigencias de una explotación siempre más intensa contrarían a la naturaleza misma […] las exigencias de la explotación reducen y desperdician progresivamente los recursos: cuanto mayor es la productividad capitalista, tanto mayor su destructividad. Esta es una de las manifestaciones de las contradicciones internas del capitalismo” (Marcuse, 1975: 80). La productividad capitalista supone la permanente negación y aniquilación de la naturaleza. Siguiendo a Karl Marx, Marcuse considera que el mundo natural es un mundo históricamente determinado; por lo tanto, la naturaleza tal y como existe hoy, es obra del hombre, de su dominio y sojuzgamiento resultado de los avances de la ciencia y la técnica.

4 Lo característico de la escuela de Frankfurt, por lo menos de la primera generación, es el nexo entre el marxismo, el hegelianismo y la teoría freudiana, cuya finalidad era convertirse en una referencia de la teoría crítica de la sociedad. Algunos de los primeros miembros de la escuela de Frankfurt son Friedrich Polock, Karl-August Wittfogel, Herbert Marcuse, Theodor Adorno, Max Horkheimer y Erich Fromm.

Max Horkheimer considera que el sojuzgamiento de la naturaleza es resultado de la irracionalidad racionalizada. La naturaleza, al ser instrumentalizada, sólo es un medio para conseguir ganancias, sin importar las consecuencias a mediano y largo plazo. Para él, la indiferencia frente a la naturaleza tiene que ser asumida como una variante de la actitud pragmática, típica de la civilización occidental globalmente considerada: “Una noticia que apareció hace algunos años en los periódicos simboliza muy bien el destino de los animales en nuestro mundo. Informaba de que en África los aterrizajes de aviones eran dificultados a menudo por las manadas de elefantes y otros animales. Así pues, los animales son considerados simplemente como obstáculos para el tráfico” (Horkheimer, 2002: 124). El capital, en su despliegue, supone la negación del “otro”. Ese “otro” negado no sólo son los seres humanos excluidos, los desposeídos, sino también la naturaleza y, con ella, los animales. El desarrollo científico y tecnológico ha ido consiguiendo nuevas modalidades cada vez más eficientes de control de la técnica sobre los seres vivos –incluido el hombre- y sobre la naturaleza en general. Lo natural ha ido subsumiéndose en los parámetros humanos. Todo el mundo, toda la naturaleza, habla el lenguaje de los hombres. Todo es revestido a través de la subsunción de la naturaleza en el universo de los seres humanos. En este sentido, se podría decir que el mundo está hecho con la mano del hombre.

Para filósofos como Löwy, las medidas que hasta ahora se han tomado para hacerle frente al deterioro ambiental son insuficientes. Las semireformas, las conferencias de Río, los mercados de derechos contaminantes, son incapaces de aportar una solución. A lo anterior podríamos añadir el Protocolo de Kioto, el Acuerdo de París en 2015 y el reciente Pacto Climático de Glasgow, los cuales –como lo han demostrado– no han sido capaces para, por lo menos, frenar el deterioro ambiental que ha provocado el cambio climático y el calentamiento global. Pareciera que su función es más bien legitimadora del capital mismo; para ser más exacta, podría decir que se trata de un encubrimiento fetichista de la destrucción que implica el capital en su despliegue. De ahí que el filósofo de raigambre marxista considere que “es necesario un cambio de paradigma, un nuevo modelo de civilización, en suma, una transformación revolucionaria” (Löwy, 2001: 92). Pero, ¿cuál sería ese nuevo modelo de civilización?

Ecosocialismo

El ecosocialismo es una posición y práctica ético-política que retoma las ideas fundamentales del marxismo, al mismo tiempo que deja de lado los planteos referentes a una producción sin límites. Para los ecosocialistas, la lógica mercantil capitalista –al igual que el autoritarismo burocrático del socialismo que se concretó en la Unión Soviética– es incompatible con las exigencias de nuestros tiempos, a saber: la protección de la naturaleza. 

Asimismo, el ecosocialismo parte de la idea de que el llamado “capitalismo verde” no ha detenido la catástrofe ambiental en la que nos encontramos porque, por un lado, no cuestiona el modo de producción, de distribución y de consumo de la forma social vigente; y por el otro, ha demostrado que, en realidad, se trata de una maniobra publicitaria cuya finalidad no manifiesta consiste en impulsar nuevas mercancías, nuevos mercados. Así también, el movimiento ecologista, según Joel Kovel (1936-2018), uno de los fundadores del ecosocialismo, ha pasado de un activismo basado en el ciudadano a una enorme burocracia. A partir de la reestructuración del capital se han incorporado como socios a organizaciones sobre todo ambientalistas en la administración de la naturaleza.Los grandes grupos ambientalistas, dice Kovel, ofrecen al capital una conveniencia triple: “a) la legitimación, mediante la propaganda que recuerda al mundo que el capital se ocupa del problema; b) el control sobre el disenso popular, una especie de esponja que absorbe y contiene la ansiedad ecológica de la población en general, y c) la racionalización, como instrumento útil para introducir algún control y proteger al sistema de sus peores tendencias propias, mientras se asegura el flujo ordenado de las ganancias” (Kovel, 2005: 158). Kovel se refiere a las grandes organizaciones ambientalistas, mejor conocidas como Big Green,5 las cuales han jugado un papel muy importante para legitimar al capital y sus grandes negocios “verdes” de los que ellos mismos se han beneficiado.

5 Con el neoliberalismo y la globalización se les dio un enorme impulso a las organizaciones de la sociedad civil, entre ellas, las ecologistas. Surgió, entonces, un fenómeno que llama la atención: la lucha por las donaciones de las grandes fundaciones e instituciones filantrópicas. Las organizaciones que bregaban por la preservación de la naturaleza se presentaban como “ecologistas modernos”, lo que le venía bastante bien a uno de los grandes promotores del neoliberalismo y la globalización, a saber: Ronald Reagan, en aquel entonces presidente de los Estados Unidos. El grupo de “ecologistas modernos” se caracterizaba por lo siguiente: “proempresa, enemigos de toda confrontación, y dispuestos a ayudar a pulir y limpiar hasta la más mancillada de las imágenes corporativas” (Klein, 2015: 257). La Conservation Fund, creada en 1985, y la Conservation International, fundada en 1987, pregonaban la alianza entre las empresas y la incorporación de la conservación en sus modelos de negocio, sumamente oportuno no sólo para limpiar la imagen de las grandes empresas contaminadoras y causantes de la catástrofe ambiental que actualmente vivimos, sino también para impulsar nuevos negocios, nuevos mercados, con el manto del discurso verde. Una de las organizaciones que menciona Naomi Klein en Esto lo cambia todo es la Nature Conservancy, la cual cuenta con antecedentes que se distancian enormemente de lo que dicen defender. Mencionaré algunos de ellos. Como resultado de las acciones de las explotaciones de petróleo y gas, la población de pollos de las praderas de Attwater que anidaban entre la alta hierba de las costas de Texas y Luisiana, empezó a decrecer. Los avistadores de aves locales lo denunciaron y en 1965 Nature Conservancy, que se caracteriza por comprar terrenos con alguna importancia ecológica que puedan convertirse en reservas, abrió una delegación en Texas, a orillas de la bahía de Galveston. La idea era salvar a los pollos de las praderas de Attwater, pero lo que en realidad pasó fue algo sumamente distinto. Resulta que uno de los últimos lugares de cría de la especie se encontraba en un enorme terreno al sureste de Texas, cuyo propietario era nada más y nada menos que Mobil (actualmente ExxonMobil). En 1995, Mobil donó su propiedad a Nature Conservancy, con la finalidad de “proteger” a los pollos de las praderas de Attwater. Tres años más tarde, Nature Conservancy empezó a extraer combustibles fósiles de la reserva. En 1999, la organización ecologista le otorgó el derecho a una empresa de petróleo y gas para que perforara un nuevo pozo gasístico, muy cerca del lugar en el que los pollos anidaban; no está de más mencionar que con este hecho la organización ecologista obtuvo cuantiosas ganancias. En 2015, según Naomi Klein, la organización supuestamente conservacionista continuaba con la extracción de combustibles fósiles porque, a decir por una portavoz de Nature con la que tiene comunicación, están obligados a seguir con esta práctica debido a que así fue establecido en los términos del contrato de arrendamiento con la empresa Mobil (Klein, 2015). Nature Conservancy no es la única organización conservacionista que tiene nexos con el sector de los combustibles fósiles y con otros grandes contaminadores. Klein menciona a dos organizaciones más: Conservation International y Conservation Fund, que han recibido dinero de Shell y BP, en tanto que American Electric Power ha donado fondos a Conservation Fund y a Nature Conservancy (Klein, 2015). World Wildlife Fund es otra de las organizaciones que también mantiene una estrecha relación con Shell, así como también mantiene relación con esta empresa World Resources Institute. Esta última es una organización mundial, no gubernamental, fundada en 1989 en Estados Unidos, dedicada como World Wildlife Fund, a la investigación científica, y cuyo propósito consiste en desarrollar y promover políticas para proteger a la naturaleza y mejorar la calidad de vida de las personas. Sus temas principales son: el clima, la seguridad alimentaria, los bosques, el agua, las ciudades sostenibles, la energía y los océanos. Sus nexos con Shell los sintetizan como: “una relación estratégica a largo plazo con la Fundación Shell” (Citado por Klein, 2015: 245).

El ecosocialismo parte de una constatación esencial: “la protección de los equilibrios ecológicos del planeta, la preservación de un medio ambiente favorable para las especies vivientes –incluida la nuestra– son incompatibles con la lógica expansiva y destructiva del sistema capitalista” (Löwy, 2011: 11). Así también, tiene en cuenta que la clase trabajadora y sus organizaciones son imprescindibles para cualquier transformación de la forma social vigente. Una sociedad de este tipo, según Joel Kovel, es aquella “en la que los productores se han reunido con sus medios de producción en un robusto florecimiento de la democracia; y también reconocidamente ecológica, en la que los “límites del crecimiento” son finalmente respetados y se reconoce que la naturaleza posee un valor intrínseco y no simplemente que necesita cuidado” (Kovel, 2005: 24).

El planteo ecosocialista se apoya en dos argumentos fundamentales: por un lado, el modo de producción y de consumo de los países desarrollados está fundado en una “lógica de acumulación ilimitada (del capital, de las ganancias, de las mercancías), de despilfarro de los recursos naturales, de consumo ostentoso y de destrucción acelerada del medio ambiente, de ninguna manera puede ser extendido al conjunto del planeta” (Löwy, 2011: 30-31); por el otro, de continuar por el mismo camino, nos enfrentaremos a una catástrofe sin precedentes que pone en riesgo las condiciones naturales para que pueda tener lugar la producción material de los seres humanos.

Todo progreso alcanzado por la agricultura capitalista consiste simplemente en un avance del arte de desfalcar al trabajador, desfalcando al mismo tiempo a la tierra, lo que se progresa en los métodos encaminados a fomentar la productividad del suelo dentro de un periodo dado representa, conjuntamente, un avance en el camino a la ruina a que se exponen las fuentes permanentes de su fecundidad. Cuanto más se arranca un país de la gran industria como el fondo sobre el que se proyecta su desarrollo, que es, por ejemplo, el caso de Estados Unidos de América, más rápido es este proceso de destrucción. De ahí que la producción capitalista sólo sepa desarrollar la técnica y la combinación del proceso social de producción minando al mismo tiempo las fuentes de que emana toda riqueza: la tierra y el trabajador.

Marx, 2014: 450

Para los ecosocialistas, al igual que para Marx, la producción capitalista tiene “efectos devastadores sobre la cantidad y calidad de la tierra, el agua, el aire y la vida silvestre y demás, y en general de los ecosistemas” (O’Connor, 2001: 153). No se trata entonces del hombre en abstracto, por fuera de la historia, sino de éste y su praxis; de un modo de organizar la producción material que en el capitalismo tiene como fin la ganancia, la obtención de rendimientos económicos, a costa no sólo de la naturaleza sino del hombre mismo.

Finalmente, el ecosocialismo toma como base el análisis que el filósofo de Tréveris hace sobre la génesis de la mercancía y su particularidad en el capitalismo. En el primer capítulo de su obra magna, El capital, Marx atrapa el sentido místico de la forma moderna de producción y, precisamente, expone el fetichismo de la mercancía, no como una metáfora literaria sino como la obnubilación del razonamiento cuando se enfrenta al poder de las cosas elevadas al rango de mercancías.

Vale la pena citar in extenso al propio Marx:

Lo que hay de misterioso en la forma mercancía reside, por tanto, simplemente en que refleja ante los hombres el carácter social de su propio trabajo como si se tratara del carácter objetivo de los mismos productos del trabajo, como cualidades sociales nacidas de la naturaleza de estas mismas cosas, haciendo con ello, consiguientemente, que también la relación social entre los productores y el trabajo de todos aparezca como una relación entre objetos existente fuera de aquéllos. Lo anterior es lo que hace de los productos mercancías, objetos sensibles y suprasensibles a un tiempo, objetos sociales. Pero es necesario percatarnos que “la forma mercancía y la relación del valor de los productos del trabajo en que se materializa no tienen absolutamente nada que ver con su naturaleza física ni con las relaciones nacidas de ellos. Es simplemente la determinada relación social que media entre los mismos hombres la que reviste aquí, para ellos, la forma fantasmagórica de una relación entre cosas.

Marx, 2014: 73

Marx menciona que en el capital la relación entre los productores aparece como si se tratara de una relación entre objetos. La relación social mercantil que se teje en el capitalismo adquiere la forma fantasmagórica de una relación entre cosas. De esta manera, los objetos adquieren vida propia separada de quien los creó. El fetichismo consiste, entonces, en invertir la relación natural entre hombres y cosas, y también, de paso, la relación natural medios / fines. La forma social depende de esta inversión, pues lo más importante en este modo de producción es la mercancía y no la necesidad natural del hombre a satisfacerse mediante un producto del trabajo. Se confunde así el carácter material (el objeto que sirve para satisfacer una necesidad) con la determinación formal (lo que hace ser a la mercancía, tal). Los humanos pasan a segundo término y se convierten en meros medios para que el mundo de las cosas brille con todo su esplendor en la escala de prioridades de los propios seres humanos: no se han idiotizado, sino que es la consecuencia lógica de que las cosas son las portadoras de las ganancias.

Una producción cuyo fin es la ganancia está teniendo graves consecuencias no sólo para los seres vivos con los que compartimos la biósfera, sino para el hombre mismo. Por ello, el ecosocialismo plantea la necesidad de subordinar el valor de cambio al valor de uso, organizando la producción en función de las necesidades reales de los seres humanos en armonía con las exigencias de protección de la naturaleza: “Si deseamos restaurar el valor intrínseco de la naturaleza en este mundo lamentable, tenemos que derribar al capital y el poder de su valor de cambio, por lo cual se liberarán los valores de uso y se abrirán a la diferenciación con el valor intrínseco” (Kovel, 2005: 199).

La segunda contradicción del capitalismo

James O’Connor (1930-1917), economista y sociólogo estadounidense, planteaba que, aunque Marx y Engels no pueden ser considerados ecologistas, estaban conscientes del daño que ocasiona la producción capitalista en la naturaleza tanto material y biológica, como humana. Sin embargo, para dar cuenta sobre la destrucción ambiental, la cual es de magnitud global, se requiere ir más allá de los planteos de la teoría marxista clásica. Para ello, O’Connor parte de la primera contradicción examinada por Marx para teorizar sobre la segunda. La primera contradicción es interna y se concentra en el poder político y social del capital sobre el trabajo. Esta contradicción se deriva del hecho de que la producción de mercancías es, al mismo tiempo, producción de plusvalor, es decir, explotación mercantil capitalista de la fuerza de trabajo. Se trata, pues, de un enfoque marxista clásico, el cual se concentra en la valorización del capital dejando de lado el valor de uso (O’Connor, 2001). La segunda contradicción es externa al capital y se da entre las fuerzas productivas y las condiciones de posibilidad de la producción capitalista.

Las tres condiciones de producción son la “fuerza de trabajo” definida como las “condiciones personales de producción”; “las condiciones comunales, generales, de la producción social” y las “condiciones físicas externas”, o elementos naturales que intervienen en el capital constante y variable (O’Connor, 2001). Refiriéndose no al trabajo sino a la fuerza de trabajo, para el sociólogo estadounidense se trata, en los términos de Polanyi, de una mercancía falsa o ficticia,6 porque “no es producida ni reproducida para su venta en el mercado” (O´Connor, 2001: 176). La fuerza de trabajo, menciona, no se puede aislar de sus propietarios ni tampoco puede circular libremente en el mercado. Según él, la fuerza de trabajo no se produce ni se reproduce bajo las leyes del valor, por lo tanto, no puede explicarse en los términos de su valor de cambio.

6 Resulta interesante pensar en las condiciones que hacen posible la producción; sin embargo, es de llamar la atención que O’Connor recupere de Polanyi el planteo de “mercancías ficticias”, pues de hecho, podríamos decir que todas las mercancías son ficticias tomando en cuenta que, como ya lo había tratado Marx, el valor de cambio, que es lo que le imprime la cualidad de mercancía a un objeto, alude a una abstracción que, por tanto, sólo existe en el pensamiento, pero que tiene implicaciones en la vida real de los seres humanos, de ahí que Alfred Sohn-Rethel la denomine “abstracción real” (Sohn-Rethel, 2001).

La segunda condición de la producción, “condiciones comunales y generales de la producción social”, se refiere a la infraestructura urbana física y social, al espacio y al capital comunitario se considera mercancía ficticia, porque, al igual que la fuerza de trabajo, “no son producidas y reproducidas para su renta en el mercado” (O’Connor, 2001: 178). Asimismo, tal como la fuerza de trabajo, las “condiciones comunales y generales” no tienen valor de cambio: “proporcionar transporte y comunicaciones públicas no es algo que esté directamente gobernado por las fuerzas del mercado o por la ley del valor” (O’Connor, 2001: 178).

En la recuperación que hace O’Connor sobre las condiciones de la producción de Marx, menciona que la tercera y última la denominó, con base en el segundo tomo de El capital, “condiciones físicas externas” a las que llamó en Teorías de la plusvalía “condiciones naturales” (O’Connor, 2001). “Las condiciones físicas externas corresponden a dos grandes clases económicas, 1) riqueza natural de medios de subsistencia […] 2) riqueza natural de instrumentos de trabajo” (O’Connor, 2001: 178). En otro lado, menciona el sociólogo estadounidense, Marx se refiere a la contribución que hace la naturaleza a la producción física sin tomar en cuenta el tiempo de trabajo aplicado a la producción.

Siguiendo a Polanyi, O’Connor plantea que, del mismo modo que la fuerza de trabajo y las condiciones comunales y generales de la producción, el mercado mercantil capitalista trata a las condiciones externas o naturales como mercancías ficticias. Dice el autor: “por mucho capital que se aplique al suelo, los mantos acuáticos, las costas y los depósitos minerales, éstos son producidos por Dios, que no los hizo para su venta en el mercado mundial.
Por consiguiente, al igual que las condiciones personales y generales, las condiciones externas no tienen valor de cambio en sentido estricto” (O’Connor, 2001: 179).

Si bien Marx identificó las tres condiciones de la producción, no teorizó de forma sistemática sobre ellas (O’Connor, 2001). Podemos decir que, al igual que con el tema de la ecología, se encuentran meramente atisbos. “Las observaciones dispersas sobre las ‘condiciones físicas externas’ pueden equivaler a una teoría de que la escasez de materias primas tiene el efecto de incrementar la composición orgánica del capital, reduciendo así la tasa de utilidad, pero la mayor parte de la atención de Marx en la ‘tierra’ se concentraba en la teoría de la renta de la misma” (O’Connor, 2001: 180).

Por ello, O’Connor trata teóricamente las condiciones de la producción. Al respecto menciona que “el punto de partida teórico es la observación de que las condiciones de producción no son sólo fuerzas productivas sino también relaciones de producción. Son producidas y reproducidas (o se les hace accesibles) dentro de las relaciones definidas de propiedad, legales y sociales, que pueden ser compatibles o no con la reproducción de estas condiciones definidas como fuerzas productivas” (O’Connor, 2001: 181). Este planteamiento es, para el autor, sumamente importante porque si se pone en riesgo alguna de las condiciones de la producción, sobre todo, pensando en la “condición natural”, se compromete, al mismo tiempo, la reproducción del capital, la cual puede adoptar la forma de crisis económica. 

La tesis es que la producción y la distribución de las condiciones de la producción no están reguladas por el mercado sino por el Estado, “más específicamente, las tres condiciones de producción se producen y reproducen dentro de ciertas relaciones sociales, es decir, son producidas y/o reguladas por el Estado” (O’Connor, 2001: 186). Además, O’Connor menciona que, a los conflictos que se dan entre capitales dentro del estado, debemos sumar los variados y complejos conflictos dentro de la sociedad civil: los distintos movimientos sociales. En términos de Polanyi, menciona, los nuevos movimientos sociales7 pueden definirse como la “sociedad” que lucha para evitar que las condiciones de producción se conviertan en mercancía”. O bien, continúa, pueden definirse como la “sociedad” que lucha contra las formas específicas en que el capitalismo reestructura las condiciones de producción transformadas en mercancías (O’Connor, 2001: 358). Considero que una de las razones por las cuales O’Connor retoma a Polanyi para teorizar las condiciones de producción expuestas de manera marginal por Marx, es porque piensa que los cambios no parciales sino estructurales pueden ser promovidos por los nuevos movimientos sociales, tales como el que encabeza el ecosocialismo. 

7 Los nuevos movimientos sociales, considerados por el autor como los agentes de la transformación social, escogen una de tres estrategias: la primera rechaza al Estado y brega por constituir comunidades locales; la segunda busca reformar el Estado democrático liberal; en tanto que la tercera, pretende democratizar el Estado. O’Connor se decanta por la tercera. Su planteo no pretende abolir al Estado sino más bien que el Estado sea democrático, así como también, propone eliminar la distinción entre trabajo intelectual y manual (O’Connor, 2001).

Propuesta ético-política del ecosocialismo

La forma social vigente se despliega y manifiesta como mundo. De hecho, es la primera vez que en la historia de la humanidad que la manera de organizar la vida en común abarca prácticamente todo el planeta. No existe espacio alguno que no hable el lenguaje del capital y ello incluye no sólo los distintos ámbitos en los que se desenvuelven los seres humanos, sino cualquier manifestación de vida en la Tierra, desde la más simple hasta la más compleja. El capital, sustentado en la explotación sin miramientos de la fuerza de trabajo, ha implicado también la expoliación de la naturaleza, a través del uso y abuso de las fuerzas productivas. Al perseguir la ganancia a toda costa, no importa si tiene que subsumir en su lógica a los seres vivos, incluido obviamente el ser humano.

A diferencia de todas las organizaciones humanas que le anteceden al capitalismo, el capital implica la escisión entre lo formal del valor del cambio y lo material del valor de uso, en la que el segundo queda subsumido en el primero; es decir, la utilidad de un objeto queda supeditada a una abstracción que tiene implicaciones en la vida real, concreta, material, de los seres humanos; lo que quiere decir que la red de relaciones que establecen los hombres –y de éstos con la naturaleza– adquiere la forma de mercancía, es decir, adquiere un precio. Por ello, el ecosocialismo plantea que, de entrada, el valor de cambio debe estar supeditado al valor de uso, la utilidad de un objeto por encima de su mercantilización.

Al rechazar el productivismo, dice Löwy, Marx insistía en dar la prioridad al ser de los individuos –la plena realización de sus potencialidades humanas–, y no al tener, a la posesión de bienes” (Löwy, 2011: 89). Entre las necesidades sociales más apremiantes se encuentran el tiempo libre, la reducción de la jornada laboral, la creación artística, el amor, entre otras. Sin embargo, no encontramos una que hoy es acuciante y, según Löwy, Marx no la tomó en cuenta más que en pasajes aislados, y es la necesidad de proteger el medioambiente natural y todo lo que de ahí se deriva.

Dadas las condiciones actuales de agotamiento de las materias primas energéticas, de extinción de las especies, de la escasez del agua, de enfermedades de origen zoonótico cada vez más recurrentes, de la ampliación de la huella ecológica, de la extensión de la deforestación, del calentamiento global y el cambio climático, todo ello como resultado de la forma social mercantil capitalista, el primer punto a considerar es que se requiere de una ética social.

Si partimos de la idea de que la producción mercantil capitalista es el proceso histórico de escisión entre el producto y los medios de producción, la ética social del ecosocialismo plantea, de entrada, un cambio de civilización que implique “la reapropiación de los medios de producción y la transformación de las relaciones sociales” (Le Quang, 2018: 25). Dicha reapropiación contempla una forma distinta de organizar la producción y la distribución de tareas y bienes que han de ser consumidos socialmente, cuyo imperativo no sea la acumulación de ganancias, sino una producción encaminada a satisfacer las necesidades reales de los seres humanos, respetando siempre los ciclos naturales de la tierra. La transformación de las relaciones sociales transita “del trabajo muerto, simbolizado por la mecanización de múltiples sectores, como la agricultura, a un trabajo vivo que permita crear empleos y humanizar las relaciones del trabajo” (Le Quang, 2018: 25).

Dado que la reorganización de la producción y del consumo estarían supeditadas a las necesidades reales de la población y también de la protección del medioambiente, se requiere distinguir entre una necesidad auténtica de una falsa. La manera en la que Löwy considera que se puede hacer esta distinción es suprimiendo la publicidad, y si después de hacerlo persiste la necesidad de tal o cual objeto, entonces tenemos una necesidad auténtica. En una sociedad ecosocialista sólo objetos realmente necesarios tendrán lugar en la producción, distribución y consumo, todo lo demás dejaría de producirse por bien de la humanidad y de la naturaleza (Löwy, 2011).

Ahora, es claro que el modo actual de producción y de consumo, generador de desigualdades y de degradación del medio natural, tiene que modificarse. De ahí que la ética del proyecto ecosocialista considere también que tiene que ser igualitaria y democrática. La primera “apunta a una redistribución planetaria de la riqueza y a un desarrollo en común de los recursos, gracias a un nuevo paradigma productivo” (Löwy, 2011: 91). El lema es “a cada uno según sus necesidades”. La segunda hace alusión a que las decisiones tanto económicas como aquellas que atañen a lo que ha de producirse, sean tomadas por los ciudadanos después de un debate democrático y pluralista. La idea fundamental es que no se deje el futuro de nuestra especie y de las especies con las que compartimos la biósfera, en una oligarquía de capitalistas, o bien, de tecnócratas.

El ecosocialismo contempla una ética radical. La palabra radical alude a su significado etimológico “raíz”. Para los ecosocialistas, las medidas que han tomado hasta ahora para por lo menos frenar el desastre ecológico en el que nos encontramos, han sido insuficientes. Por ello, se requiere ir a la raíz del problema, de lo que está ocasionando la crisis ecosocial de nuestros tiempos, y esto nos remite evidentemente al sistema social vigente; es decir, al capital. Por lo tanto, es menester modificar radicalmente las relaciones sociales de producción y las fuerzas productivas.

Finalmente, el ecosocialismo es una ética responsable, que no sólo contempla lo que planteó Hans Jonas en El principio de la responsabilidad sobre la amenaza que implica la destrucción del medioambiente para las generaciones futuras, sino que para los ecosocialistas se trata de una crisis ecológica que está poniendo en riesgo nuestra propia vida (Löwy, 2011). Asumir el principio de responsabilidad es un imperativo ético que debe asumirse aquí y ahora por las generaciones futuras, pero también por nosotros mismos.

Conclusiones

Una de las grandes preocupaciones de nuestra época es la catástrofe ambiental. Por primera vez en la historia de la humanidad están comprometidas las condiciones naturales de producción no sólo como resultado de fenómenos naturales, sino sobre todo, por la forma social vigente cuyo telos es la acumulación de capital sin ningún miramiento por las consecuencias, tanto naturales como humanas, que pudiera tener.                  

La realidad del sistema económico es que una abstracción domina la vida de los sujetos: tanto la mercancía como el dinero y, por supuesto, su síntesis en el capital, son formas sociales cuya realidad depende del pensamiento. Este es el resultado lógico de que los productos del trabajo se intercambian no en función de las necesidades que han de satisfacer sino en función del “valor intrínseco” que poseen; he aquí el supuesto que hace funcionar a todo el sistema social capitalista. No es el valor de uso sino el valor de cambio el que hace posible que un hombre se haga de sus medios de vida a través de una transacción donde él da dinero y recibe el producto correspondiente bajo la forma mercancía.

Una producción estructurada con base en el valor que se autovaloriza, es decir, que se incrementa y acumula, está teniendo consecuencias no sólo en la vida de los animales silvestres a los que se deja sin hábitat y a los que ha incorporado en las cadenas comerciales, sino también, como ya lo vivimos durante la pandemia causada por el virus SARS-CoV-2, en la salud de los seres humanos.

De ahí la necesidad de recuperar posiciones y prácticas ético-políticas que desmitifiquen el proceso de destrucción que implica el capital en su despliegue. El ecosocialismo es, sin duda, una propuesta que puede fungir como idea regulativa de la razón práctico-política, pues es de las pocas que realmente plantean que, de seguir bajo la lógica del valor de cambio, no sólo se comprometen las condiciones naturales de producción sino, con ellas, la propia supervivencia humana. De ahí su relevancia.


 



Referencias

Ávalos Tenorio, G. y Hirsch, J. (2007) La política del capital. México: Universidad Autónoma Metropolitana.

Ávalos Tenorio, G. (2015) La estatalidad en transformación. México: Editorial Ítaca/Universidad Autónoma Metropolitana.

Bosquet, M. (1975) “Si se permite a los grandes monopolios ‘recuperarla’ para sí, la lucha contra la contaminación puede conducir al despotismo” en Ecología y revolución. Argentina: Ediciones Nueva Visión.

Brand, U. y Wissen, M. (2021) Modo de vida imperial. Vida cotidiana y crisis ecológica del capitalismo. Argentina: Editorial Tinta limón.

Capra, F. (1998) La trama de la vida. Una nueva perspectiva de los sistemas vivos. España: Editorial Anagrama.

Carson, R. (2017) Primavera silenciosa. México: Editorial Paidós.

Dachary, A.C. y S. M. Arnaiz Burne (2014). Ecologismo ¿la tragedia “fracasada” del capitalismo? Argentina: Editorial Biblos.

Fitzgerald, A. J. (2010) “A Social History of the Slaughterhouse: From Inception to Contemporary Implications” en Human Ecology Review, Vol. 17, Núm. 1.

Harvey, D. (2004) La condición de la posmodernidad. Investigaciones sobre los orígenes del cambio cultural. Argentina: Amorrortu editores.

Hobsbawm, E. (2014) Historia del siglo XX. México: Editorial Paidós.

Jonas, H. (1995) El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica. España: Editorial Herder.

Le Quang, M. (2018) “El ecosocialismo como alternativa política, social y ecológica al capitalismo” en Viento Sur, Núm. 159, agosto, España.

Lovelock, J. (2007). La venganza de la Tierra. La teoría de Gaia y el futuro de la humanidad, España: Editorial Planeta.

Löwy, M. (2011) Ecosocialismo. La alternativa a la catástrofe ecológica capitalista. Argentina: Ediciones Herramienta/Editorial El Colectivo.

Klein, N. (2015), Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima. México: Editorial Paidós.

Kovel, J. (2005) El enemigo de la naturaleza. El fin del capitalismo o el fin del mundo. Argentina: Asociación Civil Tesis 11.

O’Connor, J. (2001) Causas naturales. Ensayos de marxismo ecológico. México: Siglo Veintiuno Editores.

OXFAM (2020) El 1% más rico de la población emite más del doble de carbono que la mitad más pobre de la humanidad. Dispobible en: https://www.oxfam.org/es/notas-prensa/el-1-mas-rico-de-la-poblacion-emite-mas-del-doble-de-carbono-que-la-mitad-mas-pobre-de (consulta, 20 de noviembre de 2020).

Paterson, Ch. (2009), ¿Por qué maltratamos tanto a los animales? Un modelo para la masacre de personas en los campos de exterminio nazis. España: Editorial Milenio.

Marcuse, H. (1975) “La lucha por la extensión del mundo de la belleza, de la no-violencia, de la calma, es una lucha política”, en Ecología y revolución, Ediciones Nueva Visión, Argentina.

Marx, K. (2014) El capital. Crítica de la economía política. México: Fondo de Cultura Económica.

Real Academia Española (1994) Diccionario de la lengua española. España: Talleres Gráficos Peñalara.

Schmid, W. (2008) El arte de vivir ecológico. Lo que cada uno puede hacer por la vida en el planeta. España: Editorial Pre-Textos.

Sohn-Rethel, A. (2001) Trabajo manual y trabajo intelectual. Una revolución en el ámbito de la filosofía marxista. Un primer esbozo para una teoría materialista del conocimiento.Colombia: Editorial El Viejo Topo.

Lymbery, Ph. (2017) La carne que comemos. El verdadero coste de la ganadería industrial. España: Alianza editorial.