Andrea Gómez y Ángela Rivera Martínez* / Antropóloga peruana formada en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Trabaja los temas: cuerpo, belleza y género; Ganadora del Premio Fray Bernardino De Sahagún del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México, por la Mejor Tesis de Doctorado en las áreas de Etnología y Antropología Social en 2021. Mujer autista y feminista, investigadora y profesora de cursos sobre autismo y discapacidad, así como sobre salud y derechos sexuales y reproductivos. Escritora de no-ficción y de autoetnografía. * Socióloga chilena. Doctora y maestra en Antropología Social por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Trabaja los temas: cuerpo y prácticas corporales, género y moda, enmarcadas en los estudios socioculturales de las juventudes. Participa en la línea de investigación “Juventudes y sociedades contemporáneas”, en el seminario “Música, cultura y juventudes” y en la “Red de Feminismos, cultura y poder”.
La industria cosmética y el modelaje en México son nichos que contienen problemáticas de amplia cobertura, a pesar de ser postergados a lugares de poco interés o relevancia para el abordaje académico. La generización de los cuerpos en el contexto del trabajo estético es una de ellas y a la que nos abocaremos en el presente documento. A partir de dos casos de estudio situados en la Ciudad de México, específicamente el trabajo de maquilladores por una parte y el trabajo de modelos por otra, pretendemos exponer las complejidades de un escenario laboral problematizando nodos conceptuales como generización corporal y su vínculo con un tipo de feminidad, la belleza, la juventud y el trabajo emocional. Ambas fuentes de datos encuentran que la producción de cuerpos estetizados mantiene continuidades históricas e ideológicas asociadas a la materialización del género, en tanto norma binaria-heterosexual que sostiene a la belleza como exigencia y responsabilidad de la feminidad. A su vez, ésta se vincula con el consumo en ambos rubros; el cual, en ocasiones, permite el desvío de esa norma cuando es utilizada para incitar la mercantilización de aspectos considerados lucrativos, como la comercialización de las estéticas LGBTTTIQ+. Ambas investigaciones están situadas desde la producción antropológica contemporánea, que considera los datos cualitativos y etnográficos como una fuente clave de profundización de las problemáticas sociales y culturales. Se utilizaron entrevistas semi-estructuradas e incursiones etnográficas en las dos investigaciones, ubicadas desde los estudios realizados para las respectivas tesis doctorales de las autoras.
Introducción
Situar las problemáticas del trabajo y el género en contextos no tradicionales –como el rubro estético– es uno de los propósitos que nos han convocado a generar este esfuerzo común por compartir nuestras investigaciones. Estas abordan los dos macro ejes desde el trabajo en la industria de la moda y la cosmética. En efecto, ambos son medios que están marcados por la reproducción de indicadores corporales de polaridades masculinas y femeninas, así como provocaciones a las mismas en y a través del cuerpo. Sin embargo, los dos sectores comparten la particularidad de no ser estudiados preeminentemente en ciencias sociales donde, además, las investigaciones etnográficas sobre las realidades diversas de Latinoamérica van en aumento, pero siguen siendo menores en comparación a la producción académica en campos más “clásicos”. Nuestra intención es debatir elementos sociales, materiales e identitarios como lo son género y trabajo en rubros que consideramos cruciales para su comprensión exhaustiva y situada en nuestra región.
Comenzamos con algunas preguntas detonadoras para la reflexión compartida, por ejemplo: ¿Cómo el género actúa en las encarnaciones y en el uso de tecnologías que se alimentan de industrias marcadas por una definición específica de feminidad? Dando continuidad a la reflexión a partir del trabajo como categoría analítica base, también nos preguntamos ¿en qué consiste el trabajo de los empleados en el rubro de maquillaje? ¿Qué es lo que realmente hacen al pintar sus cuerpos y los de otros? O respecto de las y los modelos: ¿Qué implica un trabajo en el que, a través de ellas y ellos, se personifican procesos de subjetivación, estéticos y generizados? ¿Cuáles son las particularidades de estos trabajos del ámbito estético y cuál es su vínculo con la generización corporal? Estas preguntas nos han convocado a cuestionar, pensar y dialogar sobre las dimensiones del género y el trabajo como dos categorías indisociables para los ámbitos del modelaje y el rubro del maquillaje, situados en estudios realizados en la Ciudad de México.
Por este motivo, el presente texto tiene como objetivo profundizar, a partir del trabajo y el género, en los casos de estudios ya mencionados desde dos voces que, en este entorno teórico, se interceptan y convergen y, a su vez, funcionan de manera autónoma. Asimismo, es pertinente precisar que ambas investigadoras somos extranjeras en territorio mexicano: nuestras nacionalidades nos posicionan de un modo distinto en las dinámicas sociales y de clase, y ello ha implicado que los indicios de racialidad y preferencias estéticas corporizadas de cada una, surgieran a la par de nuestro propio involucramiento con la urbe donde efectuamos las tesis de las que nace el presente texto. Por lo mismo, aquellas diferencias y semejanzas que nos acontecen propician que nosotras podamos hilvanar nuestra experiencia común y discutir perspectivas no solamente teóricas sino también vitales, característica indisociable de la práctica de una antropología situada.
Ahora bien, en un primer momento, nos proponemos presentar algunos recursos teóricos compartidos, los que posteriormente sostendrán nuestras reflexiones individuales sobre los casos de estudio a presentar. Posteriormente, trazaremos algunas líneas metodológicas que, debido a la matriz antropológica, compartimos. Precisaremos algunas estrategias y datos sobre el campo, así como las herramientas utilizadas para los casos de estudio.
En un tercer momento, presentaremos las investigaciones realizadas en los dos sectores laborales mencionados: el trabajo de maquilladores y el trabajo de modelos. Cada uno de forma independiente para, en un último momento, generar puentes entre ambas investigaciones, a partir de los ejes nodales de trabajo y género, desde las correspondientes especificidades.
Antecedentes y marco teórico
La contemporaneidad, como matriz que sostiene distintas versiones de lo que conocemos como trabajo, nos sitúa en una temporalidad específica que deja ver, entre sus consecuencias vitales y cotidianas, cómo las estructuras han ido modificando la relación que se establece con el trabajo y con el lugar que tiene en nuestras trayectorias vitales. Como punto de partida y para dar complejidad a esta noción necesitamos entender, previamente, algunos de los conceptos clave en estas investigaciones. Comenzamos definiendo estética como el conjunto de valores y de saberes considerados como apropiados para determinar la percepción de la belleza, siendo ésta una característica que provee placer sensorial. La estética, a modo de producción subjetiva, permite juzgar qué es bello y qué no, teniendo una función normativa. Ésta entra en todas las esferas de la vida posmoderna, fuertemente ligada a la individualidad y la responsabilidad (Frankenberger, 1998). Siendo nosotros bienes de consumo (Bauman, 2003), la posesión de belleza pasa a regir nuestra forma de participar en un sistema de estratificación estética; abre la puerta al reconocimiento y a la aprobación social, y al mismo tiempo somete a una cierta apariencia asociada a cierto comportamiento.
Sin embargo, ésta por definición es una idealización donde se atribuye a la persona cualidades que la acercan a la perfección (Hagman, 2005). Frente a ello, otras estéticas generan definiciones y materializaciones diversas de belleza. En América Latina existen campos simbólicos fragmentados donde no hay una supeditación unilateral hacia clases y/o culturas dominantes, sino amalgamas y retroalimentación en condiciones desiguales (Miceli, 1972). Éstas se alimentan de sistemas de creencias y prácticas que tienen una situación actual subordinada, pero no por ello dejan de ser masivas, históricamente notables o de tener influencias culturales múltiples. Si a ello añadimos que las presentaciones de la persona varían puesto que la reproducción social no obedece a una estructura inmutable donde el habitus es un principio creador suficientemente flexible (Miceli, 1982), no es posible hablar de una industria cosmética o de una industria de la moda que simplemente impone modelos estéticos a imitar. Consideramos la agencia individual y colectiva como un eje que, constantemente, está dialogando con las condiciones estructurales, por ejemplo, de la estética y la belleza como una norma cultural particular.
La estética define el trabajo efectuado por los sujetos de ambas investigaciones; dicha noción modela el rol de los mismos y los requerimientos que los empleadores exigen de los mismos. Proponemos un abordaje desde diferentes categorías que dan especificidad a las labores realizadas tanto dentro de la industria del maquillaje, como de la industria de la moda. Estas son: trabajo corporal, emocional y estético (McRobbie, 2016; Entwistle, 2006 y 2017) para efectos analíticos; sin olvidar que hay siempre múltiples aristas dentro del trabajo con énfasis diferenciados. No se consideran a estos tipos como unidades separadas (De la Garza, 2010), sino aspectos laborales cuyo abordaje desglosado es útil para el análisis de los datos producidos en campo y en ciertos casos, éstos fueron identificados como tales por los informantes. Todas ellas son también “actividades productivas inscritas en una relación de mercado que generan riqueza de manera directa” (Belmont Cortés y Rosas Raya, 2020: 184), en tanto que se inscriben en un sistema económico y conforman una institución histórica e impuesta cuyas manifestaciones contemporáneas son la flexibilización del trabajo, la indefensión de la seguridad social y la competencia global desregulada. En América Latina, la precariedad laboral es “una característica constante del desarrollo desigual y combinado en el capitalismo” (Cuevas, 2015), que se complica con intersecciones conflictivas entre diversos grupos humanos bajo inseguridad económica en la región.
Lo comprendido por belleza necesariamente lleva a discernimientos estéticos y clasificadores del cuerpo. Es nuestra primera referencia identitaria, figura dentro de un proceso continuo donde nunca está completamente “hecho”: está siempre siendo afectado y deshecho (Whitehead, 1978); es decir, comprendemos la identidad no como una materialidad específica sino como un campo procesual que permite diálogos. Emerge como campo de prácticas donde los individuos expresan sus propias necesidades psicológicas y sociales. Considerando que el cuerpo no puede ser separado del individuo o del “alma” bajo una lógica cartesiana, se le entiende como mayormente instrumental y distinto al sujeto que verbaliza sus ideas. El cuerpo es el centro de las sensaciones, donde se origina el cambio físico y emocional en la experiencia. La identidad se sedimenta a través de las sensaciones y del movimiento del cuerpo, que dan un sentido del estado de nuestro cuerpo y su posición en el contexto que lo rodea (Turner, 1986). Dado el énfasis en la expresión individual, el cuerpo emerge como un campo de prácticas hedonísticas y deseos en una cultura que lo reconoce como proyecto. En tanto que apariencia, es lo que se muestra al otro y lo que se exige arreglar, la cual opera además como capital, tal como lo señalará Le Breton (2011).
Las distintas tecnologías que rodean al sujeto globalizado contemporáneo enfatizan su particularidad visual, siendo el rostro donde se marca “la singularidad del individuo y señalarla socialmente” (Le Breton, 2010: 50), pero que a la vez se tipifica y se emplea como herramienta de estigmatización. El individualismo coincide con la promoción del rostro en tanto que núcleo de diferenciación. Éste transmite la evidencia del sujeto, quien acaba observando la ficción material que ha construido para sí (Taussig, 1999). A través del rostro, se expresa la alteridad mediante lo sensible y a la vez ésta puede ser negada si no es reconocida (Lévinas, 1987 [1961]). En países antes colonizados, el rostro fue y es utilitario en la institución de un modelo político y racial, donde el reconocimiento de los miembros de la nación pasa por que éstos encarnan dicha abstracción. Éste aún funciona “como huella de un pasado presente inscrito en un cuerpo sujeto a escudriñamiento racial y étnico” (Zapata, 2014: 13).
El género es parte de una estructura conceptual que, en esta ocasión, tiene dos lecturas, primeramente, como parte de la dominación histórica masculina y, por otro lado, como un proceso de materialización corporal, con base en la repetición performática de algunas normatividades (Butler, 2012). La primera noción se erige sobre bases naturalizadas como lo es el sexo –lo cual incluye al cuerpo– para dar sentido a “sistemas de valores definidos culturalmente” (Ortner, 1974: 71). Es una categoría que alude a la construcción sociocultural de lo “femenino” y de lo “masculino”; tanto a la inscripción de sus significados como a los dispositivos de producción que los determinan (Puleo, 2000). Ambas polaridades han sido jerarquizadas, cuya materialización se traspone en sistemas sociales, políticos y económicos (De León y López, 2010). Son un aprendizaje a lo largo de la vida del sujeto, siendo flexible y produciendo indicadores sociales de género e identidades sexuales vividas (Esteinou y Millán, 1991). Respecto de la segunda noción, anclada en una comprensión de las relaciones de poder como acciones que, al repetirse, dan materialidad a ciertas categorías, como lo puede ser el género y su correspondiente proceso de generización corporal (Butler, 2012), enfatizamos en cómo una corporización de ciertas normas que permiten, a fin de cuentas, el establecimiento de ciertas relaciones sociales con base en este diálogo entre las normatividades sociales y las corporalidades, permite otra forma de comprensión del género en tanto categoría de análisis.
En consecuencia, el género sería un punto de encuentro entre relaciones culturales e históricas, además de las relaciones de poder que se materializan en determinadas experiencias individuales y colectivas. Son declaraciones altamente ritualizadas que forman parte de la persona en términos de su lugar en determinado sistema social (Collier y Rosaldo, 1981). En la actuación repetida, las estructuras que fundamentan al género son replicadas, desmembradas, recordadas, remodeladas y hechas significativas. De este modo, el género es performativo y se instala a través de su naturalización. Por ello, no se podría rastrear su origen de forma determinable porque está teniendo lugar continuamente, actuando y renovando los términos identitarios (Butler, 2007 [1990]). Lo que está en juego es la constitución de la identidad ante un diferente, que bien puede definirse en función de la apariencia corporal.
Metodología
Las investigaciones consideradas como el insumo base del presente trabajo comparten una perspectiva etnográfica que pretende producir conocimiento en simultaneidad a la producción de datos, sumando el componente de la reflexividad a la validez de los datos, considerando como un eje fundamental la experiencia vivida como investigadoras en campo. La reflexividad es para Preissle y DeMarrais (2019) “nuestra manera de desarrollarnos a nosotros mismos como colectores de información, autoevaluándonos” (2019: 84). Es un trabajo de ida y vuelta donde se entrelazan las declaraciones y acciones de aquellos con quienes estudiamos y de nosotras mismas, comprometiéndonos a revelar las subjetividades involucradas en nuestro quehacer como antropólogas (Cornejo, Cruz y Reyes, 2012). Adicionalmente, ello nos aleja del desdén deliberado de aquello fuera de lo racional, como deliberación política que perturba la ficción de la neutralidad y de la objetividad. Un ejemplo de ello es la manera en cómo nos relacionamos con los y las colaboradoras. El compartir sus experiencias nos ubica en un lugar inmersivo que pone en cuestión muchas veces la construcción de ciertos instrumentos o pautas; la reflexividad, en este caso específico, implicó estar dispuestas a las transformaciones que se generan en el campo, teniendo en cuenta que el “error” puede ser incluso, productor de conocimiento y una gran posibilidad para mejorar nuestros diseños metodológicos.
Previamente hemos señalado algunas de las particularidades que nos sitúan no sólo como investigadoras, sino como extranjeras, por lo cual nuestra experiencia se encuentra atravesada por las características que cada una corporiza en determinados contextos. Es importante señalar como un punto inicial de las incursiones en campo de cada una de las investigadoras, pues frente a la imposibilidad que se nos presenta de exponer los siguientes datos etnográficos como neutros, es necesario exhibir como éstos y todo lo que conllevan desde la vulnerabilidad: la admisión que somos tan humanas como las personas a quienes encontramos en la investigación, en sintonía con la reflexividad como un componente fundamental (Page, 2012). Compartimos además que estos datos forman parte de un trabajo mayor individual que corresponde a las tesis doctorales de las autoras. Estas fueron desarrolladas en distintas temporalidades: el trabajo sobre maquilladores está ubicado entre los años 2016 a 2020 y el trabajo sobre el modelaje entre los años 2019 y parte del 2022.
El primer trabajo consistió, principalmente, en entrevistas semiabiertas a profundidad desde julio de 2017 hasta julio de 2018, con siete personas que realizaban trabajo directo con clientes en la venta y aplicación de maquillaje. Seis de ellos laboraban en una empresa distribuidora o productora de maquillaje, y uno era maquillador independiente. También se realizaron observaciones participantes abiertas de eventos y servicios organizados por dichas empresas y por otras más, con algún vínculo de auspicio o pertenencia al mismo subsegmento en la oferta cosmética. Entre lo observado figuran aniversarios de tiendas, servicios de aplicación, pagos, talleres abiertos y un congreso internacional de maquillistas. En cada intervención etnográfica, se realizó registro audiovisual, grabaciones de audio y recolección de material impreso. Aunque la etnografía no se delimitó por áreas urbanas, los eventos que las empresas promocionan se remitían a ciertas alcaldías.1
1 Se cubren las incursiones etnográficas hechas en las alcaldías Álvaro Obregón, Benito Juárez, Coyoacán, Cuauhtémoc y Miguel Hidalgo.
Un dato que no fue recopilado y que fue una omisión en la recopilación de datos es no poseer información de primera mano sobre la ubicación social de los trabajadores.
Por otra parte, respecto del trabajo con las y los modelos, se entrevistaron a siete de ellos por medio de entrevistas en profundidad semiestructuradas, guiadas por una pauta temática que buscaba conocer no sólo las complejidades laborales, sino también situar sus experiencias vitales como jóvenes en el contexto de situaciones de precariedad estructural. Se utilizó muestreo estructural para realizar los contactos, así como metodologías digitales conectivas (Hine, 2004; Gómez, 2017) que implicaron que algunas de las entrevistas realizadas fueran por medio de la plataforma de Zoom. También se utilizó la herramienta de la observación participante en contextos como pasarelas, castings y otros eventos relacionados a la industria de la moda en la Ciudad de México. Se utilizó como insumo clave algunas experiencias en contextos online, puesto que la circulación de la información dentro de las redes que conforman la industria tiene amplio alcance por medio de algunas plataformas digitales, específicamente, Instagram.
Para el análisis de este último caso se utilizó un enfoque narrativo que pretende abordar la producción de datos desde una perspectiva sensible, es decir, a partir de un intercambio receptivo y empático que permite dar profundidad a la investigación siguiendo la propuesta de Lara y Enciso (2013) y de Hine (2004) quien señala que las perspectivas sensibles (como la reflexividad señalada previamente) son un contrapeso a la recurrente tendencia de la objetividad considerando, además, que la producción de los datos está ubicada desde un enfoque etnográfico, donde el análisis señalado es un proceso que ocurre en simultaneidad con la producción de datos.
Primer caso: la industria cosmética y el maquillaje
Aprehensiones generizadas y laborales desde el maquillaje
Al investigar qué implica belleza y cómo se encarna durante mi tesis doctoral, me centré en las personas que emplea la industria cosmética formal en la venta directa y aplicación de maquillaje en Ciudad de México. Mi objetivo era estudiar en qué consistía el trabajo de dichos actores envueltos en la elaboración de corporeidades estéticamente aprobadas por su sector laboral y a nivel social, y cómo operaba el género en un medio que parece estar tan marcado por la reproducción de indicadores corporales de polaridades masculinas y femeninas. En contacto directo con el público, los trabajadores deben ser capaces de manejar los conocimientos de las marcas y de la industria cosmética, y tener performances corporales que indiquen su autoridad en el campo estético. Asimismo, poseen formaciones e involucramientos particulares con el sector, que influencian las demostraciones estéticas en sus apariencias y en sus desempeños laborales.
Los trabajadores estudiados actúan en un contexto determinado dentro de la Ciudad de México. Se escogió cubrir en campo a empresas formales, por facilidades de acceso a la información y por la formación que éstas proveen a sus empleados. Relaciones entre personas de distintas adscripciones de clase se dan en espacios de venta como en los que presencié, que finalmente son abiertos al público y cuya mayoría estaban dentro de centros comerciales. Sin embargo, el sector cosmético atendido escapa al consumo mayoritario (y de precio más bajo) concentrado en las ventas por catálogo (Marketline, 2016).
Los elementos que identifican belleza contienen discursos y saberes que nos hablan acerca de lo que representan conceptos como belleza y género, y qué usos le damos a nuestros cuerpos. De tal modo, me dedico a profundizar en prácticas estéticas que no son vistas como una ruptura por mi identidad de género. Mi trabajo pretende evidenciarlas y analizarlas, en tanto que factores de la condición de género para destacar prácticas y saberes determinados según éste como el maquillaje y la cosmética, desnaturalizándolos e historizándolos (Castañeda, 2008).
Trabajo corporal, materialización y consumo de feminidades
Lan (2003) perfila características específicas de quienes laboran en la industria cosmética, pues deben literalmente encarnar lo que venden y ser constantemente evaluados de acuerdo a la destreza que performen, su aspecto corporal y los discursos que practican. Para Loïc Wacquant (1995), el capital y el trabajo están relacionados de forma recursiva, lo cual los hace dependientes uno del otro. El trabajo corporal sería una forma de trabajo práctico, que reorganiza el campo total del cuerpo a ser ocupado y que hace la estimación del cuerpo en el mercado dependiente de si éste es un instrumento de producción flexible. De tal modo, abordo el trabajo corporal como medio para incitar la compra así como el blanco de disciplina e inspección, el control de su trabajo pasa no sólo por apropiarse de la plusvalía, sino del ejercicio productivo y discursivo para hacer de éstos sujetos apropiables (Lan, 2003). En efecto, gran parte del trabajo cosmético registrado es elaborar sus propias apariencias en sus ambientes laborales, al mismo tiempo que operan sobre las de sus clientes ofreciendo y empleando los productos de las empresas que los contratan. Bajo dicha lógica, algunos interlocutores declararon que las mujeres ingresan al campo laboral principalmente por poder ingresar al sector fácilmente y tener cierta familiaridad con el maquillaje por su identidad de género. Ambas trabajadoras que entrevisté recontaron que su acercamiento al maquillaje fue más bien intrincado y hablaron de la capacitación continua que mantienen, oponiéndose a dichas percepciones.
Otro razonamiento respecto a las mujeres trabajadoras registradas fue que son piezas clave en una estrategia de venta difundida: éstas emplean el maquillaje que la empresa quiere poner en primer plano, para que las usuarias les pregunten sobre qué están usando y posiblemente adquirirlo. Para las empleadas, esto resulta en una doble evaluación: requiere destreza en la aplicación y la selección del maquillaje, así como manejar la información respecto a cada producto usado, y a la línea y/o campaña a la que pertenece. Dana debe colocarse por normas de empresa mínimo 5 artículos de maquillaje, a lo que agrega más artículos. La aplicación le toma 45 minutos, y al llegar a casa se desmaquilla y coloca cuidado facial que también vende la compañía, en total sumando una hora y media. Según Lan, los estudios feministas han argumentado que la diferencia de género y la desigualdad están engranadas en el mercado actual, y que cada empleado es también un sujeto corporeizado. En especial en los puestos de servicio, el cuerpo del trabajador se torna “un sujeto productivo y un objeto sexual gobernado por discursos de género y la cultura de consumo” (2003: 22). Además, encontramos una manifestación de lo que Mauro (2020) denomina “precarización autodeterminada”: modo de explotación económica donde se impulsa a la flexibilización de los tiempos y espacios de trabajo, así como la tercerización de producción dentro de un autodisciplinamiento compartido.
Asimismo, las presentaciones que pintan en sus cuerpos y los saberes sobre belleza que transmiten a la clientela, siguen centrados en la fisionomía de mujeres cisgénero. Leandro afirmó que “el maquillaje quiere que se vean femeninas, lindas y frescas”. Ivo hizo el siguiente comentario: “Estamos aquí con una mujer, ¿no? Si yo difumino (los polvos) hacia abajo, la hago más masculina porque los hombres tenemos cuadrada la sombra natural del rostro (…) Estoy mostrando una belleza ideal”. En la materialidad del cuerpo se dan procesos necesarios de repetición con tal de mantener su definición dentro del polo binario heteronormativo (Yébenes, 2015), ofreciendo campo para el rechazo del discurso patriarcal. El desarrollo de dichos roles se dio en contextos donde modelos hegemónicos imponen una demostración (y validación) constante de las identificaciones sexuales (Fuller, 1995).
Vale acotar que la producción cosmética europea llegó a Latinoamérica durante la Colonia, donde congenió con la necesidad de hacer resaltar a las mujeres criollas; como sociedad machista, las mujeres de la familia representaban el “honor”, el prestigio de la misma. Alterando la apariencia se lograba una mejor posición social y se demostraba que la persona poseía el lujo del ocio, oponiéndose a la pobreza (Del Águila, 2003). En Europa y Estados Unidos a inicios del siglo XX, las empresas productoras de maquillaje no tuvieron problemas en otorgar a sus productos una cualidad transformativa que subsiste hasta nuestros días (Tungate, 2011), pues ya existían bases conceptuales que entendían a las mujeres como las responsables de encarnar a su familia y su nación, simbolizando la belleza como valor ético. La sexualización y la objetivación de cuerpos en los medios de comunicación y en la publicidad de la industria cosmética se ha mantenido en la segunda mitad del siglo XX y en lo que va del siglo XXI, internalizando la apariencia generizada como un componente clave de identidad, y un factor elaborado con base en elecciones personales (Halliwell, y Diedrichs, 2012) y en la educación biopolítica y civilizatoria (Nguyen, 2011), cuya globalización ha diseminado la comercialización de ideales estéticos y femeninos junto con la heterogeneidad de sus expresiones locales y temporales (“tendencias”) (McCracken, 2014).
De esta forma, ha quedado en la actual arena pública latinoamericana la percepción de que cuando se habla de cosmética se está dialogando sobre feminidad. Desde la polaridad del sexo-género, esto refiere exclusivamente a mujeres cisgénero: todos excepto una trabajadora declararon que la mayoría de clientes atendidos son mujeres, si no es que lo son exclusivamente. Enrique agregó que “ellas son más de cuidarse”. Al trabajar en una sucursal que tiene un público mayoritariamente masculino y no-heterosexual, Camila relacionó el maquillaje y la estética con el polo binario femenino, haciéndolo evidente al consultarle sobre clientes hombres: “De un 100%, un 99.9% se dedican a maquillar y sólo 1% entra porque les llamó la atención (…) quieren un regalo o les mandó su esposa a comprar (risas). Nuestro mercado no está hecho para hombres porque al final es maquillaje”. Hay aún una gran desconexión entre los géneros y las expectativas sociales hacia éstos para participar en el consumo cosmético. Recogí estas declaraciones de parte de interlocutores que me miraban directamente cuando las decían y me señalaban gestualmente, subrayando mi identificación femenina. Yo era una prueba más de que su audiencia estaba conformada por mujeres, como académica y como clienta: parte de la retribución por el tiempo invertido de los trabajadores en la investigación fue adquirir mercancía y servicios. Yo también era uno de los cuerpos escenificados desde el género, donde es más fácil evidenciar lo que se entiende por femenino y socializar las exigencias (laborales, temporales y más) de personificarlo, puesto que las mujeres enfrentan más consecuencias negativas por optar no participar en prácticas de belleza que los hombres (Connelly, 2013).
Ángelo fue el único que cuestionó explícitamente que el sector cosmético se corresponda con un solo género. Para él, la belleza es accesible a todos: “Cuando tú te maquillas te sientes diferente, la cara te cambia muchísimo. (…) Romper con todo eso que esto es de mujeres o es de hombre. Ir cambiando, ir dando pasos, ¿quién dijo que no se podía?” Esta opinión surgió en contadas ocasiones, especialmente de consumidores jóvenes. El uso de maquillaje se ha extendido entre quienes no son ni mujeres ni cisgénero, pero siguen siendo la minoría entre la demanda observada y también entre quienes las empresas estudiadas entienden como su clientela. La gran mayoría de publicidad presentaba a modelos mujeres, y en todas las demostraciones y eventos organizados por las marcas observadas las modelos casi siempre fueron mujeres cisgénero. Una tienda minorista colocó imágenes referentes a partes del cuerpo femenino en los anuncios de cada marca distribuida y sus colecciones, así como el logo de la tienda. Su propuesta encaja en una imagen de feminidad que históricamente liga a las mujeres con la belleza como responsabilidad. La belleza va de la mano con su generización, volviéndose un trabajo femenino sobre sí mismas y siendo el ancla de su relación con el mundo exterior (Pedraza, 2014).
Es curioso que dicho vínculo se perpetúe de modo tan encontrado, puesto que el sector en cuestión es desacreditado justamente por asociarse con aquello presente en la cotidianeidad de muchas personas y en especial, de muchas mujeres. Aquí ingresa el trabajo emocional como aquel que requiere inducir o suprimir sentimientos para sostener un semblante que aporta al servicio pagado por los clientes; es decir, demanda la actuación de una muestra facial y corporal (Hochschild, 2003 [1983]) donde efectos emotivos en ellos quedan ocultos –o en este caso, son instrumentalizados para generar conexiones afectivas y abrir la veta al consumo–. Quique compartió que su propia familia le había dicho que “me iba a morir de hambre si no era doctor o si no era ingeniero”. La vulnerabilidad colocada en el trabajo llevaría a la aprehensión de dicho “arte”, en tanto que elemento sublimado. Tatiana defendió que el maquillaje requiere habilidades donde “siempre esté el corazón de por medio”. Las emociones con en sí mismas un campo constitutivo de la experiencia encarnada de los sujetos, interviniendo en su relación constitutiva con el mundo (Ramírez, 2001) y en este caso, una emoción específica (“amor”, “pasión”) certifica la pericia del trabajador y le otorga una cualificación reconocida dentro de su sector: no es nada más un empleado, un vendedor, sino un maquillista, un makeup artist.2
Trabajo estético masculino versus usos heteronormados
En cambio, en el rostro los empleados hombres aparentaban no llevar nada de maquillaje. Su rol como expertos quedaba claro por ser quienes actúan sobre las modelos, cuerpos femeninos y feminizados a través de los que comparten conocimiento estético. No obstante, otro maquillador declaró usar la misma estrategia de ventas de sus colegas mujeres escogiendo maquillaje “natural”.3 Su presentación laboral contrasta con otra tienda observada, donde uno de los vendedores tenía puesto un labial líquido platino, y a su lado otro se había hecho un delineado negro estilo “gatito” extremo, casi uniéndose con el inicio del cabello de las sienes. Todos vehiculan mensajes distintos: donde uno apunta a la proximidad con los clientes y a demostrar la facilidad de una imagen creada para un uso cotidiano, los otros expresan su habilidad en los saberes estéticos.
Ello se relaciona con lo que los trabajadores explicaron al definir su propio empleo: el trabajo estético. Éste se define como la oferta de capacidades y atributos incorporados que poseen los trabajadores en el punto de entrada al empleo, que se alimenta directamente de la teoría de Bourdieu y de las ideas de las disposiciones y del habitus como bases subjetivas de las cuales reditúan las empresas al seleccionar personal (Witz, Warhurst, y Nickson, 2003). Esta clase de trabajo cobra realce dentro de sociedades globalizadas donde hallamos la estética como valor redituable, y por lo tanto la visión estética se convierte en dominante (Welsch, 1993). Varios aludieron al trabajo estético como aquello que sus clientes no pueden replicar: ellos son quienes pueden materializar las expectativas de los usuarios en sus cuerpos. Dicha destreza se resume en un término que Benjamín atribuye a sus clientes: “efecto profesional”. Para él, su trabajo es indicarles qué elementos son los más destacados en su aspecto y con el maquillaje contribuir a resaltarlos.
2 Maquillador en inglés, usado para distinguir al profesional que se dedica exclusivamente a aplicar maquillaje y/o para señalar que la persona ha recibido formación en cosmética y, en ocasiones, artística complementaria.
3 Aplicación de maquillaje que no hace evidente que la persona lleva puestos productos con y sin color en la cara.
Para Kevin, es decisivo que cada trabajador domine lo que él llamó “buen gusto”. Esto lo definió como utilizar el maquillaje de manera “que no se vea exagerado, no se vea demasiado”, coincidiendo con quienes se otorgaron el título de maquilladores antes que de vendedores o empleados. Llegamos a la visión del maquillaje como algo más que trabajo. Para Ulises, el maquillaje es arte porque “el artista es quien profesa, practica y produce arte, y no hay artista que trabajé más duro que el makeup artist”. Él impulsaba la idea de la adquisición de criterios y técnicas artísticas, sin olvidar que se encuentran en una industria que busca rédito. Tatiana exhortó a: “hacer que la gente respete nuestra profesión pero tenemos que empezar por nosotros mismos y para eso tengo que conocer mis costos”. El arte del maquillador requeriría también una disposición particular, como acotó Paulo: “absolutamente todo el mundo puede ser makeup artist esforzándose y teniendo mucha disciplina todos los días”. Es importante señalar que en la vinculación entre arte y maquillaje no se incluía a los vendedores de tienda y ninguno de los vendedores entrevistados hizo alusión a ello.
Lo interesante es que dicho trabajo estético se vincula primordialmente con trabajadores hombres. Sobre ello, Benjamín respondió que sus clientes le han mencionado preferirlo por su género: “Me dicen que son más detallados (…) Una clienta me dijo: “como la mujer ya sabe, pues yo la aprieto y hasta que esté”. La explicación más recurrente sobre la prevalencia de trabajadores hombres está relacionada a la orientación sexual de los maquilladores. Camila indicó que para ella, la oferta laboral había estado dominada por personal masculino por décadas, lo cual atribuye a ideas fijas sobre hombres homosexuales: “Es un estereotipo que hemos creado, el que a los gays se les da mucho mejor (la cosmética)”. Pareciera que un patrón similar al descrito por Camila ocurre respecto a los hombres homosexuales en la industria cosmética: la clientela, usualmente mujeres cisgénero con suficiente capacidad económica para solventar artículos y servicios de maquillaje, espera que sean expertos por su asumida cercanía con lo femenino a partir de lo entendido socialmente sobre su orientación sexual en Ciudad de México. Esto proveería a los hombres de una cualidad femenina con la que no todos los interlocutores se sentían cómodos. Enrique indicaba que él no usa maquillaje en el trabajo aunque es una opción permitida por la empresa y saca a colación que su novia le pide maquillarla. De forma semejante, Osvaldo comentó “yo maquillo a las mujeres como me gustaría ver a mi esposa, a mi mujer o a mi novia, trato que se vean bien”.
Del mismo modo, se alude al uso de maquillaje en hombres o en otras identidades de género en muy contadas ocasiones. Una de las tiendas observadas pasaba en la pantalla de la recepción tutoriales de youtubers varones. Los maquilladores y asistentes hombres en dos sucursales de una empresa distinta usaron maquillaje igual que sus colegas mujeres, y en ella se registró la única alusión a apariencias andróginas. Según Mahmood, “la capacidad de agencia se encuentra no sólo en actos que resisten normas impuestas sino también en las múltiples formas en que uno habita las normas” (2006: 42). Ninguno de los ejemplos está resistiendo reglas estéticas promovidas por la industria. Más bien, evidencian que dentro de marcos inteligibles donde la posesión de poder está sesgada por el género, productos altamente ligados a uno de éstos pueden ser herramientas de acción para ofrecer apariencias y prácticas alternativas. El youtuber del primer ejemplo demostraba cosméticos que no cambian el color de la piel. Un maquillista del segundo ejemplo tenía puesto brillo labial e iluminador, tan difuminados que sólo se notaban bajo la luz directa al rostro.
Gino abordó el uso de maquillaje por hombres comentando que su empresa: “tiene banners de un hombre con papelitos de arroz (absorbentes), porque no son maquillados. Es sólo quitarte el brillo de la cara y ya”. La cita etiqueta el empleo del maquillaje por parte de hombres, siempre y cuando no se los detecte como tal. Los interlocutores identificaban a los hombres heterosexuales como aquellos quienes no forman parte de la demanda de maquillaje. Aquí valdría preguntarse cómo los vendedores saben si sus clientes lo son. Benjamín justificó su criterio de la siguiente manera: “Te das cuenta porque te dicen, (haciendo voz más aguda) ‘excuse me, ay maquíllame’. Y hombres como tal es muy raro, incluso le puedes aplicar un bálsamo con color y dicen no”. Para el entrevistado, los signos que asoció pueden ser todos asimilados al estereotipo binario bajo el cual la homosexualidad masculina consiste en imitar la feminidad heteronormativa.
Ningún interlocutor mencionó tampoco otra identidad de género u orientación sexual aparte de homosexual/gay o heterosexual. Dudo que el deseo de emplear maquillaje se encuentre limitado a las mujeres cisgénero: en casi cada establecimiento de venta había hombres curioseando, preguntando por productos y dejando que les colocaran maquillaje. Si había alguna diferencia entre lugares observados, era que en zonas más afluentes estas acciones eran más frecuentes. En un local, los pocos que se aproximaron decían que era “para mi hija”, “estoy con mi amiga” y permanecían volteando a la entrada por si otras personas se quedaban mirándolos. En otro, me comentó un maquillista que prefiere no usar maquillaje con color “para no tener problemas” fuera de la tienda. Estas actitudes aluden a la sensación de riesgo compartida ante corporalidades y performances fuera del binario de género, que ocasionalmente disminuyó, pero nunca desapareció. Ello me incluyó a mi misma y a la no revelación de mi orientación sexual: al inicio no mencioné nada al respecto por no identificar su vinculación con el trabajo de campo, pero después de oír repetidas veces perspectivas heteronormadas de los entrevistados, de los funcionarios de las empresas donde hice etnografía y de los consumidores alrededor mío, pensé que sería más “fácil” no desestabilizar las suposiciones hechas por defecto. En realidad, en el único momento donde dicha deducción se puso en cuestión fue con Ángelo: a nuestro segundo diálogo me acompañó alguien que se autoidentifica como mujer lesbiana y apoyó en el registro audiovisual, y quien no encajaba en las apariencias reproducidas por la industria como femeninas. Ángelo fue mucho más amigable al vernos y se generó una complicidad mayor a la primera entrevista, donde el compartir tácito de fugas de género conformaron un “juego entre lo normativo y lo desregulado” (Enguix y González, 2018: 5).
Segundo caso: industria de la moda,
reflexiones desde el trabajo
La moda y la producción de cuerpos juveniles son categorías móviles que componen un diálogo sobre y desde el cuerpo juvenil. Por un lado, como cuerpo de trabajo y, por otro, como portador de características y marcadores sociales tales como el género, la edad, la sexualidad y otras formas de distinción. El terreno de la moda ha sido poco explorado desde directrices antropológicas y, por el contrario, ha estado permeado de miradas miopes que la ven desde la superficialidad, o bien, que la han terminado por reducir, sin más, a un mecanismo de disciplinamiento del cuerpo. No obstante, existen otros esfuerzos reflexivos que han resaltado su carácter polifónico compuesto por vasos comunicantes entre lo social y lo cultural. Por estas razones, considero necesario continuar elaborando aproximaciones antropológicas al terreno de la moda que la problematicen de una forma más compleja; es decir, como un proceso y un producto en construcción conformado por múltiples intersecciones. Me enfocaré en discutir los aspectos ya señalados, con especial énfasis en la juventud y el trabajo en la industria de la moda. Nos encontramos con la producción de cuerpos juveniles y estetizados que laboran en una industria con características como la precariedad, el trabajo freelance, la falta de contrataciones, los horarios flexibles, etcétera; las cuales, entre otras cosas, implican la constante exigencia de mantener el cuerpo como capital y moneda de cambio. Uno de los espacios fronterizos que he localizado en mi trabajo es la juventud como una condición de (im)posibilidad para permanecer en la industria; es en este aspecto donde radica una de las principales tensiones: lo paradójico que puede resultar estar entre lo desechable y pasajero que puede llegar a ser este trabajo, y en la eterna intención de procurar el cuerpo para continuar dentro de los márgenes que solicita la industria.
Sobre el problema de investigación
A modo de generar una breve contextualización de este trabajo, presentaré las principales líneas teóricas de articulación en las que se enmarca esta investigación. Principalmente, me he propuesto conocer la relación entre el cuerpo, el género y la juventud, como procesos de materialización corporal, situados en algunos segmentos de la industria de la moda en México, a partir de la experiencia de algunos de sus actores; principalmente modelos.4
4 Esta inquietud deviene de mi investigación de maestría, de la cual recupero los hallazgos más relevantes para el desarrollo de estas problematizaciones.
Respecto a las formas en las que se entiende la juventud considero dos formas: la primera “como una compleja producción social, cultural, política, generacional –entre otras posibles dimensiones– que se nutre de las experiencias de sus agentes (jóvenes, en este caso) y, por otro lado, una juventud más cercana al imaginario en la industria de la moda, como un conjunto de signos que se pueden adquirir por medio de intercambios que encuentran lugar en el consumo como proceso económico y cultural, y en la moda no sólo como fenómeno estético, sino como una forma de subjetivación (Retana, 2011 en Rivera, 2022: 195)”.
De modo tal que, pretendo centrarme en la producción de representaciones corporales que provienen de la industria de la moda, bajo las categorías analíticas de prácticas corporales, juventud, género y trabajo. El concepto de prácticas corporales lo retomo de Elsa Muñiz (2015), quien apunta principalmente a dos ejes con este planteamiento: a desplazar la mirada de los estudios del cuerpo como materialidad hacia sus prácticas (usos, acciones y maneras de hacer), proponiendo a la vez que esta noción desestabiliza la histórica dicotomía cuerpo-mente.
En un “tercer escalón” de este territorio, mi interés ha estado centrado en la producción de cuerpos que portan la juventud como un imperativo social (sobrepasando la dimensión corporal). La relación entre juventud y cuerpo es una de las caras más visibles de la industria de la moda y es expresada por sujetos que desarrollan su trabajo como modelos en la industria, quienes experimentan estos mismos imperativos de una forma particular. He identificado que la industria de la moda posee distintos mecanismos de poder sobre la y el sujeto joven, en tanto cuerpo de trabajo y dispositivo de lo que he denominado “tecnologías de la juventud”. Por dispositivo estoy entendiendo una red de relaciones tejidas entre distintos discursos –siguiendo los planteamientos de Michel Foucault (1984)– que “tiene una función en el disciplinamiento de los sujetos encarnados que responde a necesidades regulatorias de la sociedad” (Muñiz, 2018: 9).
A esta producción moderna de representaciones se han sumado otros factores importantes de pensar y problematizar, como los discursos sobre la diversidad (específicamente sexo-genérica, racial5 y étnica) y el intenso uso de redes sociales, las cuales son actualmente configuradoras de tendencias en la industria de la moda y tienen una función de gran importancia.
Planteo el supuesto de que la moda es un dispositivo por medio del cual operan las tecnologías de la juventud, que permite que una serie de prácticas y técnicas (Muñiz, 2015) sean implementadas y expresadas no sólo por los y las modelos, sino también por otros segmentos de la población que consumen e incorporan estos dispositivos (cosméticos, quirúrgicos, laborales, psicológicos, estéticos, etc.) y se ven afectados en distintas intensidades.
La articulación de todos estos elementos tiene efectos concretos sobre los cuerpos, efectos culturales y también sociales que, siguiendo a De Lauretis (2014) podrían considerarse tecnologías: “la tecnología [en este caso] se concibe como una tecnología social, es decir, un sistema de técnicas aplicadas que tienen efectos sociales directos” (De Lauretis, 2014, p. 66); articulándose como una directriz principal para el estudio de la juventud en clave de signos consumibles. El concepto de tecnologías ha sido utilizado y desarrollado previamente por Michel Foucault (2008) en las Tecnologías del yo. Estas tecnologías del yo son definidas por el autor como tecnologías que permiten a los individuos efectuar “cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad” (p.48). Foucault también da cuenta que a la par de las tecnologías del yo, existen otras tecnologías funcionando de manera simultánea. Retomando este planteamiento y considerando el giro que le da Teresa de Lauretis al incorporar el género en la reflexión, es que considero adecuado abordar la juventud desde este lente de las tecnologías con efectos corporales y sociales.
Contexto de estudio
Dentro de las producciones de la moda, el lugar de la juventud es crucial, tanto como una “condición” base que involucra aspectos físicos y etarios (a menos que expresamente se requieran de otras fachadas) pero también como una “ventaja” empresarial, parte de un modelo de negocios al que le es funcional la falta de contrataciones, el trabajo por honorarios, y la escasa o nula seguridad social que otorgan la gran mayoría de las agencias. Un tercer elemento que se añade a esta composición es la transmisión de la juventud como un imperativo social al que todas las personas se deben animar a alcanzar, mantener y evitar; involucra valoraciones que transitan por la vanguardia, el futuro, la esperanza, la rebeldía, la felicidad y, por supuesto, la suficiente energía para ser significativamente productivos y a posteriori “buenos consumidores”. De esta forma, identifico a la juventud como la columna vertebral y el eje articulador de muchas prácticas dentro de la industria de la moda; en consecuencia, de una sociedad moderna que se esmera en optimizar sus recursos a partir de la creación y el refuerzo de estos valores, en oposición al envejecimiento.
Los valores, actitudes y artefactos (etc.) de efectos sociales directos, se aplican de acuerdo con una diferenciación corporal entre la vejez y la juventud;6 y entre lo que cultural y socialmente definimos como cuerpos femeninos y cuerpos masculinos. Actúan –con distinciones– sobre estas esferas plásticas y dialogantes sin obviar, claramente, otras articulaciones que han ido adquiriendo mucha importancia en el trabajo de campo, como la raza, la clase y la ubicación geopolítica. Se aplican principalmente y de una manera notoria si observamos las publicidades, vitrinas y anuncios, sobre el cuerpo de las mujeres, impulsadas por las industrias de la moda y la belleza, y fortalecidas por el consumo en su sentido de elección, compra y adquisición.
5 Quiero ser enfática en que el concepto de raza no lo entiendo, en ninguna circunstancia, como una forma de dar cuenta de jerarquías y/ o marcador/diferenciador biológico. Esta será una de las intersecciones en las que se profundizará en campo.
6 Como expone Le Breton (2015), no se trata del reconocimiento de la edad biológica, sino de la posibilidad de “calcular” una edad y a partir de ella, clasificar, sosteniendo además que “el discurso del marketing mantiene la idea de que la edad es condenable en vista de las innumerables técnicas dispensadas por el mercado” (p. 23).
De este modo, el género, al igual que el cuerpo como lugar de diferencias, resulta fundamental para ubicar ciertas distinciones y efectos, sumando además, las nuevas formas que ha adquirido la industria en los últimos años para comunicar y presentar sus piezas, productos y colecciones en que el género y el desdibujamiento visual que existe entre el binario masculino/femenino es una tendencia que abarca desde la creación de colecciones “sin género” provenientes de las grandes casas de moda, a los nuevos íconos de las pasarelas de las Fashion Week en el mundo y la creación o reinvención de las agencias. Esto sigue una larga trayectoria de “transgresiones” propuestas por la industria en un diálogo con las culturas populares, juveniles y elementos apropiados de distintos lugares.
Las otras categorías de gran relevancia tienen que ver con la relación entre prácticas corporales y trabajo. He ido pesquisando que, más allá de los esfuerzos por el control, disciplinamiento y perfeccionamiento corporal de los y las modelos, existe una relación mucho más estrecha entre las prácticas corporales que devienen de las necesidades laborales que presenta la industria. Es por lo que he indagado en la importancia de algunas categorías secundarias como precariedad y nociones individuales de bienestar, parte de la categoría trabajo en relación con la de prácticas corporales. Es en la narrativa de los modelos en donde está idea toma fuerza; más que dietas, gimnasio, e incluso maquillaje “correctivo”, las prácticas corporales que implica el trabajo son las que han tenido más relevancia, por ejemplo, esta experiencia comentada por uno de los modelos respecto a un desfile en particular que trajo consecuencias que podrían haber desencadenado complejos problemas de salud, él comenta:
Desde el segundo uno que nos pusieron el maquillaje, todos manifestamos incomodidad y dolor. Y que esto, que lo otro. Pero nos dijeron ah no, es así, no pasa nada, se la aguantan, es tu trabajo y yo vi a chicas sentarse en el suelo hechas una bolita del dolor. Fueron cinco horas con el maquillaje en la cara.
Gabriel, septiembre, 2020
Estas prácticas implican un disciplinamiento por medio del dispositivo corporal que no proviene de los patrones estético en primer orden, sino de las relaciones de poder laborales que involucran condiciones de precariedad, sobreexigencia y perfección, todas ellas inscritas en un régimen social, político y económico propio del capitalismo afectivo (Santamaría, 2018).
Por ejemplo, cuando las y los modelos me planteaban, en distintas ocasiones, que lo que se necesita es perseverancia, tenacidad y autoestima, referían a este aspecto, postergando aspectos estructurales que desbordan la individualidad. Ejemplos concretos de ello, como el narrado anteriormente por el modelo, o los distintos casos de desmayo por falta de agua y comida, o las raciones ínfimas de alimentos justificadas en que “son modelos y no comen” dan cuenta de que la relación entre trabajo y prácticas corporales es tanto o más estrecha de lo que es posible de ver. Así como la juventud no sólo se estructura como una suerte de “arma de doble filo” para las y los jóvenes, sino también como una moneda de cambio al comprenderse como una tecnología con efectos sociales, culturales y corporales.
Podemos añadir que desde la Primera Encuesta Nacional de Juventud (Pérez Islas, 2000) se identifica que el inicio laboral de las y los jóvenes en México se da en un 64.7% entre los 15 y 19 años, considerando como un antecedente clave el temprano inicio, no sólo en el modelaje, sino en un contexto laboral nacional. Este contexto mantiene una relación directa con el de la industria dentro del país al constatar que sólo un 23.9% de las y los jóvenes cuentan con un contrato laboral, y un 38.8% tiene estabilidad en donde realizan sus actividades laborales; es decir, es más frecuente laborar en condiciones de informalidad y precariedad, que bajo parámetros deseables de contratación, protección y regularidad.
Finalmente, podría señalar que la precariedad en la que se sitúan los trabajos de las y los modelos, han implicado tener una noción mucho más amplia del concepto, pudiendo comprender que aquella noción de la precariedad vinculada únicamente con lo laboral se encuentra desbordada y es más bien una suerte de condición vital, como más tarde señalarán Santos y Muñoz (2017).
Conclusiones
Los procesos de generización corporal son un eje conector entre ambos territorios laborales. En el caso del modelaje, la relación que se establece deviene en materializaciones corporales ancladas en la noción propuesta primeramente sobre el género como un proceso. Mientras van desarrollando sus labores como modelo, por medio de actos, acciones y prácticas que se repiten, van dando materialidad a una noción específica de generización, la cual obedece a los ideales de turno respecto de ésta; sin embargo, en ese proceso existe un diálogo entre un entendimiento propio y las propuestas normativas de la industria. Por ejemplo, se ha expuesto cómo se han ido produciendo dentro de la industria de la moda, una noción de estéticas desvinculadas –aparentemente– del binario heteronormativo. En la misma investigación y, a partir de los testimonios de los modelos que encarnan estas representaciones, se sostiene que se hace uso comercial o de excesiva corrección que obedece a marcos reguladores en donde las estéticas LGBTIQ+ se posicionan como un bien consumible en clave de género. De esta forma, las implicaciones que tienen para ellos y ellas están vinculadas, principalmente, a la precariedad que se sostiene a la par del aumento de las representaciones encarnadas de otros cuerpos, es decir, por más que existan espacios para las comunidades diversas, el pago y las condiciones de trabajo siguen el continuo de una industria precarizadora. Específicamente pensamos en los excesivos turnos de trabajo, que implican prácticas corporales de violencia, como la escasez de alimentos o líquidos en el contexto laboral; desde el lado del trabajo estético nos encontramos con las robustas exigencias respecto a medidas corporales, las cuales son alcanzadas, en ocasiones, bajo estrategias que ponen en riesgo la integridad física y finalmente, respecto del trabajo emocional, sus implicaciones son profundas ya que la industria invita a las y los modelos a responsabilizarse de sus logros y fracasos, depositando todas las responsabilidades estructurales y sistemáticas en una idea miope de inversión en sí mismo como única vía del éxito.
En el rubro del maquillaje, los trabajadores procuran construir autoridad frente a la clientela mediante trabajo corporal, emocional y estético, aunque todos estos tipos están enmarcados en la precarización laboral como proceso estructural de larga duración y que determina su asignación asimétrica de poder en relaciones potencialmente antagónicas con la clientela (Sotelo, 1998; Cuevas, 2015). Sus cuerpos son objetivados en relaciones desiguales, mientras ellos modelan sus definiciones y expresiones de cuerpo y género a las racionalidades del mercado. Así, los empleados funcionan como referentes y actores capacitados para opinar sobre lo que ayudaría a construir apariencias más adecuadas a lo comprendido por belleza y feminidad. Ellos traen consigo ideas y performances de género y la asociación de lo femenino con los artículos que venden es bastante fuerte, de lo cual desencadenan actitudes y corporalidades que resaltan la pertenencia o no a esta polaridad. El género y sus connotaciones históricas e ideológicas está presente en las corporeidades (re)creadas y las dinámicas registradas. Se hallaron más coincidencias que retos a visiones heteronormadas de la masculinidad y la feminidad, donde la categoría “mujer” está naturalizada como cisgénero. El maquillaje entra aquí como un elemento temporal para materializar las posiciones y estrategias de los sujetos frente a exigencias estéticas y generizadas que afectan su identificación.
Además, el vínculo de estos trabajos con la generización corporal está colmado de tensiones que se expresan en diferentes formas. Desde la industria de la moda, la principal tensión está marcada por promover como bienes consumibles y cargados de signos, ciertas formas de generización, bajo el lente de un tipo de corrección política que deviene de políticas internacionales, en términos de industria, donde la inclusión de la diversidad, como el ejemplo que mencionamos anteriormente, funciona más bien como un señuelo (Eisenstein, 2008) de ideales capitalistas y comerciales que buscan mercantilizar otras estéticas. Además, al considerar un componente transversal como lo es la condición juvenil en el caso de los y las modelos, la situación de precariedad laboral se articula a otras estructuras operando en simultaneidad.
Respecto a la industria cosmética, lo distinto aparece en quiénes personifican tanto la demanda como la oferta feminizada del sector, siendo colocados en dicho polo por identidad de género y por orientación sexual respectivamente. Como analizamos, las polaridades de género se mantienen cuando vemos cómo los interlocutores se refieren a los hombres homosexuales, infiriendo que su orientación sexual los aleja de la masculinidad hegemónica y los coloca en un intersticio donde pueden dominar saberes pensados para las mujeres. De la misma manera, las explicaciones acerca de los motivos por los que hay más maquilladores hombres y vendedoras mujeres evocaban regularmente que los primeros no fuesen heterosexuales. Mediante su ocupación, ellos serían plausibles de contener saberes tradicionalmente femeninos empleándolos para su beneficio económico y simbólico. En oposición estarían las mujeres que, de acuerdo a determinados entrevistados, laboran en la industria por una presumida facilidad para entrar en ella. Ello demuestra sesgos referentes a género y sexualidad que siguen cayendo en binarismos sin duda dañinos.
Para finalizar, en estos casos de estudio la relación que se establece entre el trabajo estético y una producción generizada es muy consistente. Sin embargo, esa producción tiene un vínculo mucho más estrecho con una construcción sociocultural de feminidad, la cual sigue el continuo de la repetición performática que opera en diferentes claves, considerando los contextos racializados y de clase que fueron mencionados, específicamente en la investigación sobre maquillaje. Aunque las claves de estudio en el escenario de la moda circulan de otros modos, es posible sondear cómo también las categorías de clase y la racialidad están presentes en las producciones generizadas, sin ser profundizados en esta ocasión y pueden ser consultados en el estudio en cuestión y en trabajos futuros.
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