Veredas. Revista del Pensamiento Sociológico

Alberto Padilla Arias* Hilario Anguiano Luna**/ * Doctor en Sociología. Profesor investigador del Área: Educación, cultura y procesos sociales. Líneas de investigación: la cultura como categoría crítica; educación y resistencia cultural. ** Maestro en Educación. Profesor investigador del Área: Educación, cultura y procesos sociales. Líneas de investigación: metodología para el estudio del conflicto, las culturas y violencia cultural.

Ustedes son gente de “razón”. 
Nosotros somos gente de tradición. 
Rigoberta Menchú Tun
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En el presente artículo se analizan dos problemas fundamentales mediante una propuesta teórica llamada la cultura como categoría crítica. El primero: que la educación oficial, la religión y la cultura dominantes, han sido los mecanismos empleados para extender el dominio civilizatorio sobre miles de pueblos en el planeta, cuyas consecuencias han sido de destrucción, saqueo y exterminio a un alto costo social.
El segundo: que los pueblos sobreviven y prosperan gracias a que cuentan con culturas propias, distintas a la hegemónica occidental; además, poseen mecanismos altamente eficientes de reproducción de sus tradiciones culturales y preservación de los bienes naturales que les pertenecen. Para el análisis se utilizó como metodología las técnicas documentales, la discusión en seminarios y foros sobre el tema.
Como resultado de este análisis, es posible afirmar que el proyecto civilizatorio ha tenido entre otros propósitos, la finalidad de la depredación de sus bienes naturales, el sometimiento de sus integrantes en beneficio de pocos, ignorando las visiones del mundo de los pueblos originarios y sus convicciones; ellos sobreviven gracias a su cultura prácticamente a prueba del proceso civilizatorio hegemónico, y pese a la dominación y el sometimiento.

Introducción

Partimos de una propuesta teórica que denominamos: la cultura como categoría crítica, constructo de base freireana, paradigma de interpretación y relectura de los espacios, tanto cultural, como civilizacional. Subrayamos la importancia de la educación informal como mecanismo de resistencia cultural de los pueblos, nos ocupamos del papel que juega la educación ambiental, la que se transmite de generación en generación para preservar a los pueblos, sus culturas, su entorno material y social.

Bajo este paradigma ha sido posible el estudio de diferentes civilizaciones, el tema de los Estados nacionales, el desarrollo capitalista, la universalización, los colapsos civilizacionales, Occidente y los grandes sistemas religiosos.

En este caso tratamos el tema de la resistencia cultural, de la reproducción social, a través de la educación informal y su relación directa con la educación ambiental, para la defensa de los bienes materiales propios de aquellos pueblos que “saben lo que les conviene y dónde deben de ser inflexibles para poder sobrevivir frente a las amenazas de otros pueblos con proyectos hegemónicos”. La educación es el espacio donde tienen que alternar para poder enfrentar al poder. Así han logrado preservarse, evitado su desaparición cultural y material. Han enfrentado diversos proyectos de organismos internacionales muy poderosos o el embate de misioneros, investigadores sociales, políticos o especialistas de toda índole que buscan afanosamente su integración y paulatina desaparición. Pero los pueblos han desarrollado fórmulas eficaces de resistencia cultural para su sobrevivencia y por ello son prácticamente invulnerables.

El concepto de resistencia cultural, como lo veremos durante el desarrollo del trabajo, no tiene el sentido negativo que le ha querido dar la ciencia social moderna, como la psicología o la antropología; más bien hace referencia a un mecanismo fundamental para todos los pueblos, su vida interna y su vida de relación con otros pueblos y sus culturas, sean éstos hegemónicos o pares.

Se utiliza una metodología bajo el paradigma cualitativo-descriptivo. Se ha ido configurado un marco histórico mediante la realización de seminarios y estudios sobre el tema, mismos que se desarrollan en el texto.

La cultura como categoría crítica

Es posible considerar a la cultura y la educación para generar un marco teórico, con la finalidad de estudiar en la historia lo que ha sido el dominio y explotación de los pueblos del mundo, particularmente nos referimos al caso de México y Latinoamérica.

Para tal efecto nos ocupamos de revisar lo que ha sido la conquista a través de la historia y los autores que han analizado estos procesos de dominio y exterminio. Partimos inicialmente de Paulo Freire (1990), de su propuesta de análisis mediante la educación; también de los procesos civilizatorios de México y América Latina que hace R. Ricard (1986) a través de su obra denominada La conquista espiritual. Autores como Galeano (1976) o Enrique Dussel (1991), también han analizado lo ocurrido en América Latina en cuanto a las formas de dominación que se ejercen hasta la época actual.

Han sido estrategias en materia de educación y religión las que se llevaron a efecto por parte de los gobiernos coloniales, particularmente en América Latina, para ejercer su hegemonía. Otros países colonialistas de Europa extendieron sus dominios por todos los continentes siguiendo una estrategia muy parecida, impactando una cantidad enorme de pueblos y sus culturas.

En México y América Latina, mediante la llamada conquista espiritual (Ricard, 1986), hubo una infiltración cultural que lesionó a muchos pueblos; fue un mecanismo para oprimirlos, pero lograron sobrevivir hasta nuestros días. La historia no termina aún, porque todavía existen las aspiraciones neocoloniales y hegemonistas de varios países que, con un afán civilizatorio, pretenden imponer al mundo sus patrones culturales en detrimento de los pueblos originarios. La educación ha sido una herramienta muy fértil en ese sentido, pero con una fuerza contraria los pueblos expresan sus resistencias y han sido más poderosas.

Tampoco se deja de lado el daño y la violencia ejercida sobre los pueblos desde el punto de vista material, como lo narra Galeano en Las venas abiertas de América Latina (Galeano, 1976). Junto con Galeano podemos estudiar a Dussel o al mismo Freire y tantos otros autores que hicieron la denuncia de los abusos cometidos por los conquistadores y sus descendientes, en las colonias y en la fase posterior a la Independencia. Este mismo proceso de América Latina ha sucedido en Australia, África y todos los continentes en diversos momentos de los procesos civilizatorios, como en Las llamadas civilizaciones (Padilla, A.), en donde se hace un minucioso análisis de las perspectivas de Arnold Toynbee (1981), entre otros.

También, sin dejar de lado tantas denuncias de intelectuales, organismos no gubernamentales (ONG) o pueblos completos con manifestaciones públicas, pretendemos en este punto destacar la cuidadosa red construida primero durante la Colonia, para someter culturalmente a los pueblos al dominio colonial y luego la extensión de esta misma red en las condiciones actuales de los gobiernos neocoloniales en el mundo, a través de organismos internacionales para favorecer la hegemonía y depredación occidentales.

El impacto de la educación colonial en los pueblos sometidos 

Enrique Dussel (1980) en su Pedagógica Latinoamericana nos plantea que la educación, antes de la Conquista, se llevaba a cabo en cada familia y no sólo de los reyes, nobles, caciques o príncipes, sino en todo el pueblo en Mesoamérica y las culturas incaicas. Añade: “Era proverbial la eficacia de la educación prehispánica en cuanto al cumplimiento (diríamos reproducción) de las reglas sexuales, la veracidad de la palabra, el respeto del bien ajeno” (Dussel, 1980).

Sobre la cultura popular y mestiza, latinoamericana, pesa el juicio que da siempre el colonizador a los colonizados: “Decide que la pereza es constitutiva de la esencia del colonizado. Pero el colonizador agrega sobre el colonizado los epítetos: de ignorante, perverso, de malos instintos, ladrón y un poco sádico, para legitimar al mismo tiempo su policía y su injusta severidad”. Este juicio de la cultura popular penetrará profundamente, dice Dussel, en la nueva época de la Pedagógica latinoamericana (Dussel, 1980).

En nuestra América Latina se ven a un tiempo dos civilizaciones distintas en un mismo suelo: 

(…) una naciente, que sin conocimiento de lo que tiene sobre su cabeza está remedando los esfuerzos ingenuos y populares de la Edad Media; otra, que sin cuidarse de lo que tiene a sus pies intenta realizar los últimos resultados de la civilización europea. El siglo XIX y el siglo XII viven juntos; el uno dentro de las ciudades, el otro en las campañas.

(Dussel, 1980)

La esencia de la pedagógica latinoamericana tiene su fuente en una larga historia europea y norteamericana. En este caso debemos contar con la cultura del centro para llegar a comprenderla. Intentaremos descubrir el fundamento, el ser del ‘mecanismo’ de la dominación cultural.

La historia del pensamiento mexicano en los siglos XVI y XVII permite seguir paso a paso los dramas de la confrontación de dos civilizaciones, en donde una se sobrepone en los restos de la otra para dar origen a la hegemonía de Occidente, dejando en el nuevo continente una síntesis entre el humanismo europeo y una multiplicidad de culturas atrapadas en el marco de un proyecto colonial que dura más de trescientos años.

Durante la Colonia, las órdenes monásticas tuvieron un papel protagónico en materia de educación. En gran parte, se llegó a pensar que, de las escuelas monásticas dependía la consolidación de la Iglesia, pero en buena medida lo era también del Virreinato. “Una misión sin escuelas, decía en una ocasión el papa Pío XI, es una misión sin porvenir”. Ricard lo advierte así:

La enseñanza dada en la escuela por los religiosos, o bajo su dirección y gobierno, completa la formación recibida en el catecismo; proporciona a los jóvenes de la nueva cristiandad los instrumentos necesarios para ahondar, si lo desean, en el conocimiento de su religión (se refiere a la religión de los conquistadores); crea lazos de afecto entre ellos y sus maestros, que son por lo general los misioneros mismos.

(Ricard, 2014: 265)

Como se ha señalado en relación a los antropólogos de campo, los misioneros, como los expone muy claramente Ricard, cumplieron una función de penetración de los valores y cultura civilizatorios de Occidente, con alguna eficacia para tratar de mantener el orden y la hegemonía. Para ello se valieron de todos los medios, la humildad, la paciencia, pero también el látigo, el fusil y la espada.

Por otra parte, sabemos que la consolidación de la Iglesia está ligada a la buena situación de progreso temporal en la nueva cristiandad (la adaptación a las nuevas condiciones establecidas por la Colonia). Sin las escuelas primarias, que ofrecen a los miembros de la comunidad una suma mínima de conocimientos útiles, y sin escuelas técnicas que los capaciten para ganarse la vida con medios seguros y honrados, la Iglesia en particular y la colonia (Nueva España en general), se encontrarían a merced de la menor convulsión social y del menor desorden, al no estar fundadas en una sociedad organizada.

En una sociedad colonial de fuerte raigambre religiosa, la enseñanza primaria y religiosa no podían estar separadas de la educación, por consiguiente, la enseñanza de la doctrina cristiana y la de la lectura y escritura eran paralelas, se hallaban íntimamente ligadas y eran impartidas a menudo por los mismos maestros.

Las dos primeras escuelas que hubo en México, nos dice Robert Ricard (1992), fueron fundadas por franciscanos y eran también las primeras escuelas del Nuevo Mundo. La primera, fundada en Texcoco por Fray Pedro de Gante en el año de 1523, antes de la llegada de los primeros 12 misioneros que llegaron a la Nueva España; la segunda fue la que organizó en México, en 1525, Fray Martín de Valencia. Más tarde, la primera escuela de Tlaxcala debió de fundarse hacia el año de 1531, por otro franciscano, Fray Alonso de Escalona.

La primera dificultad con que se enfrentaron los monjes fue la lectura y escritura, ya que en estas escuelas no se enseñaba el castellano y toda la instrucción tenía que hacerse en la lengua nativa, particularmente el náhuatl. Desterrar las lenguas originarias ha sido una de las tareas más persistentes de los gobiernos posindependentistas y luego posrevolucionarios. Esto es, no sólo los colonizadores han realizado una labor de zapa para tratar de borrar del mapa nacional a las culturas originarias, sino los mismos criollos y mestizos después de tantos años, y todo, en aras de una supuesta modernidad o progreso. Habrá que tener en cuenta que indígenas mismos, como Juárez y Porfirio Díaz, en su momento trataron de cambiar el rumbo de sus pueblos originarios desapareciéndolos de la escena nacional, en aras del progreso americanizante el primero y europeizante el segundo (Ricard, 1992).

Ahora bien, la mayoría de las lenguas indígenas carecían de escritura y la lengua náhuatl había tenido una escritura ideogramática, la cual era inútil para tal propósito. Para ello, los misioneros adaptaron los caracteres latinos a las lenguas nativas, para enseñar a leer a sus alumnos. Sin embargo, el alfabeto resultaba algo inapropiado para la mente de los indios, en virtud de que no estaban acostumbrados a estos símbolos. Fue necesario enlazar la representación de las letras con la de ciertas cosas concretas; de hecho, Valadés ha conservado un alfabeto de este tipo. Además de este método ideográfico, los misioneros se valieron de métodos netamente fonéticos.

Si la enseñanza primaria tendía a la formación moral (ideológica y cultural) de los jóvenes indios como objetivo particular, la enseñanza técnica (la formación para explotar el trabajo indígena) lo tenía principalmente práctico (idem, p. 326), nos dice Robert Ricard. No bastaba a los
“neoconversos” la dignidad del trabajo e inspirarles el gusto por él; era necesario poner a su alcance los medios de hacerlo, esto es, había que prepararlos para las nuevas obras, los nuevos trabajos derivados del proceso de colonización. Fue necesario preparar a los jóvenes para los “nuevos oficios” (para convertirlos en explotables, evidentemente).

En Tiripetío siguieron un procedimiento inverso: trajeron obreros de fuera que vinieron a enseñar a los indios; de esta manera, obreros españoles escogidos con esmero para la construcción del convento y la iglesia, enseñaron a los indios el arte de la cantería y el tallado de la piedra, y con tan buen resultado que los discípulos llegaron a superar a los maestros.

Las condiciones naturales influyeron en el desarrollo de los diversos oficios donde los habitantes escogieron el de carpinteros y llegaron a fabricar “muy buenas y bonitas y hermosas cosas”. En otras regiones en donde el algodón no se cosechaba y había que comprarlo para la ropa de los indios, prefirieron emplear otras telas y en aquella región difundieron su uso y se multiplicaron los sastres. También aprendieron el oficio de alfareros, tintoreros, escultores, pintores, sin llegar a igualar en ello a los europeos, y en la herrería salieron excelentes gracias a sus dones naturales. De este modo, vino a ser Tiripetío un centro de irradiación y como la escuela técnica central de Michoacán entero. Venían de otros pueblos a aprender allí y mandaban traer los frailes gente de fuera para formar obreros.

En cuanto al Colegio de Santiago Tlatelolco, de ahí no egresó un solo sacerdote de origen nativo; el Colegio era para formar solamente traductores, amanuenses y latinistas, aunque en primer término se fundó para formar sacerdotes. Debía haber sido el primer seminario indígena de la Nueva España. Bastaría -nos dice el mismo autor- para probar esta intención, el hábito que se les impuso, el género de vida al que se sometió a los estudiantes, pero están estas líneas precisas en Zumárraga, quien ya decepcionado escribía a Carlos V el 17 de abril de 1540: “el Colegio de Santiago, que no sabemos lo que durará, porque los estudiantes gramáticos tendunt ad nuptias potius quam ad continentiam” (Ricard, 1992).

Eso se debió a que bajo pretexto de revueltas o bajo pretexto de considerarlo un foco de herejía, esta escuela fue limitada en sus actividades. El escribano Jerónimo López (1985) había declarado desde el principio, según decía él mismo en su carta del 20 de octubre de 1541:

(…) muchas veces en el acuerdo al Obispo de Santo Domingo ante los oidores, yo dije el yerro que era y los daños que se podían seguir en estudiar los indios ciencias y mayor en dalles la Biblia en su poder, y toda la Santa Escritura que trastornasen y leyesen, en la cual muchos de nuestra España se habían perdido e habían levantado mil herejías por no entender la Sagrada Escritura, ni ser dignos por su malicia y soberbia, de la lumbre espiritual para entenderla, e así se habían perdido e fecho perder a muchos.

(Cuevas, Historia; citado por Ricard, 1992)

La causa principal de la vehemente oposición al Colegio de Tlatelolco por parte del clero y la opinión general, radicaba precisamente en que la mayoría de los españoles en México no quería ver a los indios en condiciones de igualdad, ni formarse para el sacerdocio. Mendieta, a pesar de ser un espíritu tan abierto, declara que los indios son hechos “para ser mandados y no para mandar”. En resumen, nos dice Ricard: la falta de autoridad, embriaguez, ineptitud para el trabajo intelectual, para el régimen de las almas y para el celibato; tales son los defectos que se alegan para declarar a los indios indignos del sacerdocio (idem: p. 349). Se evidencia pues, el temor de compartir el poder del mundo colonial con la elite indígena. Formarles como sacerdotes era proporcionarles más armas para su propia liberación.

Lafaye en su obra Quetzalcóatl y Guadalupe, nos dice que la distancia espiritual de los monjes del siglo XVII con relación a sus predecesores de Actopan, de Tzintzuntzan y aún de Santiago Tlatelolco, era verdaderamente muy grande. Por ello, el indio que era personaje central de todos los escritos de los primeros evangelizadores está ausente del espíritu monacal. En el México de 1602, el indio no era ya ni un guerrero temible ni un alma que salvar, simplemente era ignorado, aunque su presencia física no podía pasar inadvertida entre los mulatos y mestizos que vivían en la capital (Lafaye, 1993).

Sobre las ruinas de la capital de los aztecas se había levantado una ciudad europea; aún más, una ciudad entera, nueva, al estilo del Renacimiento italiano, una especie de Salamanca del Nuevo Mundo. Entre las profecías atribuidas a un cierto Santo Tomás de América, estaba la de la venida de una segunda ola evangelizadora cuyo vago retrato permitía identificarla con los dominicos, ya con los agustinos, ya con los jesuitas.

Después de la utopía indiana, le siguió una utopía criolla. Así, a lo largo de la época colonial mexicana, la Escritura y los diferentes catecismos fueron la base misma de la cultura oral y escrita. El siglo XVII, que había iniciado con las pastorales galantes de Bernardo de Balbuena, iba a encontrar su expresión más auténtica en los últimos 40 años. Dos personajes y dos obras dominan ese período: Carlos de Sigüenza y Góngora, profesor de matemáticas en la Universidad de México, y una religiosa jerónima, sor Juana Inés de la Cruz (Lafaye, 1993).

La cultura criolla naciente (que comprendía en su segundo momento una mitología tomada de la Antigüedad helénica) era en todo, en sus valores como en sus medios de expresión, el resultado de lo que hoy llamaríamos una transculturación, nos dice Lafaye (1993). Las formas de vida, la administración, la iglesia y la fe misma eran productos de importación. Con la marginación y el olvido del indio, se da cause a la vida colonial criolla en forma dominante.

Tanto el siglo XVII como el XVIII estarán dominados por la utopía criolla; se cuenta con un total control y sometimiento de los indígenas y mestizos. Durante estos largos años se va forjando la emancipación espiritual de España por parte de los criollos que ejercen un absoluto dominio sobre la totalidad de la población nativa. En el dominio intelectual, la Universidad de México y los colegios jesuitas y franciscanos aseguraban a la élite criolla una formación que muchos españoles habrían envidiado.

Sin embargo, habrá que reconocer que el cordón umbilical jamás se rompió en materia cultural, de tal forma que la dependencia de nuestro país como de las demás excolonias españolas ha tenido una gran repercusión en los procesos de transformación del país y de la región. La vinculación con Occidente quedó sellada a través de mecanismos muy claros de ejercicio del poder sobre los Estados hoy neocoloniales.

A continuación habremos de exponer las formas adoptadas por los pueblos originarios para lograr enfrentar el dominio casi omnímodo, ejercido primero por la Colonia y después por los gobiernos poscoloniales de origen criollo y mestizo que, lejos de favorecer la liberación de los pueblos originarios y facilitar la expresión de sus propias culturas, se empeñaron de manera quizás más irracional, en destruir y obstruir cualquier intento de sobrevivencia de las culturas, en aras de la conformación de un “Estado moderno” durante todo el siglo XIX y buena parte del XX. Sólo hasta ahora se han visto obligados a reconocer, con parches constitucionales, los derechos de estos pueblos sin que se traduzcan en acciones concretas en la práctica legislativa cotidiana.

Son estos pueblos que, a través de luchas armadas, por resistencia, han exigido a estos gobiernos sus derechos y a quienes, como hemos visto recientemente, se les continúa esquilmado hasta lo más elemental, incluso por quienes se suponen pensantes, muchos de ellos intelectuales de reconocido prestigio.

Una reinterpretación del concepto de educación, como reproducción

Como hemos señalado anteriormente, sin duda alguna ha sido en el campo de la educación donde se han gestado diversas luchas por la conquista de los espacios culturales, en el sentido de acciones y reacciones para ganar territorios materiales y simbólicos por parte de países dominantes o dominados, siendo estos últimos quienes resisten los embates de aquellos con estrategias diversas. Esta lucha desde luego no es abierta, se da curiosamente siempre ocultando de una y otra parte sus verdaderas intenciones.

Para ello, tanto la educación llamada formal, como la informal o no formal, son campos de expresión y de lucha de ambas corrientes antitéticas. Una parte intentando expandir su hegemonía a través de lo que se ha denominado eufemísticamente como conquista espiritual y la otra, u otras, buscando mecanismos de confrontación algunas veces, o de resistencia otras más. De estas luchas de confrontación nos hablan, desde diversas perspectivas: Freire (1994), Dussel (1980), Cabral (1981), Fanon (1987) y otros, por lo que se refiere al campo de la educación.

Ciertas organizaciones nacionales e internacionales, en el marco de un discurso hegemonista, aparentemente desideologizado y desinteresado, más en un tono humanístico y casi filantrópico, promueven cierto tipo de educación que consideran fundamental para “el desarrollo civilizado de los pueblos”, con una clara tendencia homogeneizante, que promueve la “aldea global” y en donde cada uno puede vivir de acuerdo con sus capacidades y sus esfuerzos, en el marco de una supuesta sociedad igualitaria. Un mundo futuro con una humanidad desarrollada y tecnificada, sin límites previsibles.

De esta manera, tenemos a los ministerios de educación nacionales que tienen redes hacia arriba (a nivel internacional) y hacia abajo (a nivel local). La de arriba para alimentarles con planes y programas de educación e instrucción, y hacia abajo para ejercer la difusión de los proyectos culturales hegemónicos. Estas redes tienen mucho tiempo en proceso de constitución y son las redes precisamente de la dominación, que se montan sobre el trabajo de la intelligentia, como la denomina Amilcar Cabral (De Andrade, 1981), como el cuadro intelectual dedicado a la reproducción de la cultura hegemónica al servicio del statu quo como mecanismo de la dominación, sin que necesariamente esto se manifieste como tal.

Es necesario en este punto retomar y reinterpretar el pensamiento de los teóricos de la reproducción, quienes en los años 60-70 del siglo pasado, sostuvieron que la educación cumplía fundamentalmente una función de reproducción de los valores y cultura hegemónicos en una sociedad determinada. Hicieron especial énfasis en las sociedades clasistas de estructura capitalista, pero evidentemente que el modelo se aplicaba a cualquier forma de ejercicio de la hegemonía, o sea que se ajustaba también a lo que fuera el bloque socialista. Es pertinente aclarar que finalmente podemos reducir a dos formas opuestas en cuanto al origen del centro hegemónico, pero coincidentes en el sentido de que ambos son occidentales y se han venido a reducir a un solo bloque hegemónico en Occidente: es el de los países capitalistas el cual se impone en pleno proceso de globalización.

La contribución de los teóricos de la reproducción como Gramsci (1975), Althousser (1961) o Bourdieu (1970) en esta misma línea -entre otros-, es de suma importancia para comprender, en el marco de las nuevas hegemonías, cuáles son las condiciones de los pueblos atrapados en el marco de los Estados nacionales, por lo que respecta a sus culturas y la defensa de su preservación. En tanto que hoy nos queda muy claro que los aparatos educativos de los distintos países en el planeta se encuentran sirviendo a los intereses del proyecto hegemónico mundial, resulta reconfortante saber, sin embargo, que así como se tienden redes poderosísimas para consolidar la hegemonía de Occidente como civilización, también existe una gran cantidad de mecanismos de evasión de esta fina red de dominio.

Ahora bien, conviene aclarar en este punto, que el concepto de reproducción tiene semánticamente una interpretación biunívoca, esto es: para la concepción reproduccionista un sentido de dominio y para la concepción latinoamericana de la liberación, un sentido de resistencia.

Así pues, los teóricos de la reproducción, preocupados por explicar localmente o a nivel nacional -en sus propias sociedades- la influencia hegemónica de una clase sobre las demás y ejercer el dominio no sólo ideológico, sino esencialmente cultural y apropiarse de la fuerza de trabajo de la clase proletaria, dejaron de lado el problema de la hegemonía neocolonial.

Esto es, queda claro que ellos no están preocupados por la situación de todos los pueblos originarios, sino en particular aquellos que corresponden a sus propios Estados nacionales o esfera de influencia. El colonialismo no les preocupa porque ellos mismos se encuentran dentro de un proyecto hegemonista, del que no están plenamente conscientes. Todo esto conlleva no sólo la apropiación de la fuerza de trabajo, sino de los bienes culturales y materiales generales de los pueblos. Sólo hay que dimensionar sus tesis en el marco civilizacional y encontraremos una respuesta correcta a sus implicaciones en las viejas hegemonías mundiales.

Tampoco estaban claros que hacían el papel de intelligentia al servicio de una de las dos hegemonías mundiales; aunque de izquierda y proletaria, se orientaban también al ejercicio omnímodo de una cultura sobre las demás, aunque aparentemente con “fines de liberación” para una sociedad futura con rasgos comunes, pero igualmente homogeneizante y con tendencia a unidimensionarlo todo. Sin dejar de reconocer sus méritos, varios teóricos latinoamericanos encontraron deficientes sus planeamientos y lanzaron algunas reflexiones sistemáticas que han causado mucho debate y se ha intentado acallarles, menospreciando su trabajo o deformándole de tal manera que pierda su peligrosidad crítica.

Así tenemos a José Martí (1975), posteriormente a Fidel Castro (1984) y después tantos intelectuales y activistas cubanos como Julio Antonio Mella o Carlos Rafael Rodríguez. Entre ellos, encontramos que ha sido Martí quien visualizaba los peligros que para nuestras culturas nacionales tenían la influencia del imperialismo yanqui y otras formas hegemónicas de dominio sobre los pueblos. Más tarde Paulo Freire (1994), quizá sin querer, descubrió la lucha de muchos pueblos en su país por la preservación de sus culturas, expresándolo a través de sus escritos en su Pedagogía del oprimido y al mismo tiempo en la reacción frente a la opresión, en su Pedagogía como práctica de la libertad. Dos obras maestras, seguidas por Francisco Gutiérrez en su libro sobre Educación como praxis política (Gutiérrez, 1984).

Otro de los intelectuales que descubrió tempranamente el problema en toda su dimensión fue y ha sido Enrique Dussel (1991), quien en su obra La pedagógica latinoamericana le ha dado una interpretación regional al problema de la confrontación cultural de los pueblos dominadores y dominados a través de la educación. Son estos intelectuales, entre otros, quienes han expresado el verdadero sentir de sus pueblos. Tuvieron la sensibilidad para interpretar sus inquietudes y no prestarse a la seducción del imperio, que es el camino fácil de la intelligentia. Esto les ha costado el exilio, por los más diversos motivos, pero nos han legado y nos siguen aportando en los casos de Dussel y Gutiérrez (1984), importantes reflexiones al respecto. Sin embargo, incluso más importante que la reflexión de estos notables intelectuales latinoamericanos, tenemos las respuestas de los pueblos y sus estrategias de resistencia, incluso al margen de la defensa que pudieran hacer los intelectuales a su servicio, los cuales han sabido luchar por mantener en la existencia y vivas, sus propias culturas contra todo el poder y argucias imperiales. Esto nos habla de la fortaleza de su determinación y de la fuerza de los pueblos y sus culturas. Frente a la unicidad y homogeneización se antepone la diversidad y la pluralidad incontenible, indestructible, de los pueblos originarios del mundo.

En este punto es necesario cuestionarnos ¿Cómo es que han podido resistir tantos pueblos aparentemente pequeños y débiles, a imperios y naciones poderosas?

En otros momentos y en otras civilizaciones, las estrategias de dominación han variado enormemente. Buena parte de este ejercicio se debió a un dominio claro y abierto de ejércitos, luego de burocracias, posteriormente de misioneros, luego antropólogos y hoy a través del aparato educativo formal en manos de gobiernos al servicio de los grandes imperios. Un ejército de burócratas de la cultura no hacen sino reproducir para millones de seres en miles y miles de aulas, los mismos conocimientos y la misma cultura sin que hayan logrado su cometido, ya que los mecanismos de la resistencia son muy variados, mismos que han sido estudiados por Foster y otros teóricos del cambio planificado.

Para los intelectuales la sobrevivencia de las culturas o de la multiplicidad o diversidad cultural es una tarea insoslayable; sobre todo ha servido para tomar conciencia de que la lucha de Occidente por la dominación del planeta está llamada al fracaso. Son de tal fortaleza las culturas en el planeta, que no existe plan maquiavélico que valga para acabar con ellas, aunque todos los antropólogos del planeta se lo propusieran, junto con todos los sacerdotes cristianos y demás ministros de las religiones monoteístas. Sumados a ellos todas las burocracias de los diversos Estados nacionales de la Tierra, como planeta. Como en 1895 afirmó Martí: Conozco al monstruo, viví en sus entrañas, ¡mi onda es la de David! (Martí, 1975: 161).

Porque los pueblos cuentan con “mecanismos de afirmación” que les permiten y seguramente permitirán mantener vivas sus culturas, aunque no está de más que avancemos en su estudio, para que otros pueblos, sobre todo mestizos, que presentan serios problemas de identidad y firmeza culturales, puedan establecer mecanismos de lucha que tengan resultados favorables. Una unidad en torno a la diversidad puede hacer las cosas más fáciles para todos. Para una mejor convivencia en el planeta, se requiere conocer todos estos hechos y comenzar una lucha por la democratización cultural, entendiendo democratización cultural como el derecho de todos los pueblos del planeta para expresarse a través de sus culturas, de manera libre. Teniendo además, el derecho a ser respetados en su propia identidad y la posibilidad de reproducir sus tradiciones culturales por medio de la educación formal e informal.

El respeto a las diferencias culturales tendría consecuencias de distensión enormes, para bien de todos los que vivimos en este planeta y tenemos derechos bien ganados para expresarnos dentro de nuestros marcos culturales. En consecuencia, la comprensión de las ideas resulta fundamental para aclarar los núcleos obscuros de esta contradicción entre reproducción y resistencia, en el marco de la cultura como categoría crítica.

La educación como resistencia cultural

Es necesario revisar los mecanismos por los cuales la educación informal en la comunidad y la familia constituye un mecanismo de resistencia cultural inmejorable para favorecer la perennidad cultural de los pueblos, ya que se trata de un encadenamiento entre las viejas y nuevas generaciones, enriqueciendo permanentemente el legado cultural, que se transforma también para adaptarse a las condiciones también cambiantes. Revisamos el estudio realizado por George M. Foster (1988), Las culturas tradicionales y los cambios técnicos, porque se trata de un trabajo que pretende ser un manual de penetración cultural para antropólogos y asociados, por lo que se revisa con detenimiento todos los mecanismos de resistencia cultural que él denomina “barreras de resistencia al cambio” y en donde la educación informal cumple un papel central. Este análisis viene como anillo al dedo para destacar las estrategias de resistencia que nos interesa estudiar.

Así, luego de revisar los trabajos de Althusser (1961), Bourdieu y Passeron (1970) sobre los mecanismos de penetración cultural y reproducción ideológica y cultural por medio del aparato educativo, el cual no se detiene a nivel nacional, sino que de alguna manera nos muestra los mecanismos de hegemonización cultural a nivel mundial vía este aparato formal, hay que continuar con la antítesis de esta propuesta aterradora y avasallante: el estudio de la resistencia cultural, el cual nos despierta al mundo de la esperanza y al mundo de la multiculturalidad en constante ebullición, escapando siempre de las formas monistas y uniformadoras.

Foster considera que las mayores barreras a los cambios son las de carácter cultural, social y psicológico; y en particular las “barreras culturales” (resistencia cultural) parecen encajar en los grupos de “actitudes y valores”, “estructura cultural” y “normas motoras”. Y señala que las culturas son sistemas integrados, “que no es fácil deshacer” (Foster, 1988).

Existen pueblos con culturas abiertas al cambio, pero muchos otros son muy cautos con respecto a los cambios drásticos e inmediatos. Los primeros se asocian con grupos y pueblos urbanos, industrializados, y los segundos con pueblos más ligados a la tierra, como los campesinos. El fatalismo está íntimamente vinculado a las fuerzas de la tradición y constituye una barrera o resistencia de igual fortaleza. En las colectividades no industriales se tiene un gran respeto por la naturaleza y se evita ejercer acciones de dominio sobre ella. Lo mismo la sequía que la inundación, son consideradas como disposiciones de los dioses o de los espíritus de sus ancestros, a quienes los vivos pueden contactar, pero nunca someter. Y añade Foster que la actitud fatalista es muy común en el campo latinoamericano.

Efectivamente, tenemos que tomar en cuenta que nuestros países o Estados nacionales en la región han transitado de la vida rural dominante a las formas urbanas industriales en plena etapa posindustrial para los países metropolitanos o centrales (de enorme desarrollo científico y tecnológico). En Culturas híbridas, Canclini (1990) nos habla precisamente de la complejidad de los procesos culturales o multiculturales en el medio urbano de los países latinoamericanos.

Por otra parte, las creencias religiosas y los textos sagrados suelen contribuir a actitudes de este tipo: Rabinal Achí, Popol Vhu, Biblia, Corán, La Torá, Códices Prehispánicos diversos, entre otros. La superioridad de los valores es naturalmente más difícil de medir o demostrar. Prescindiendo del problema de los valores absolutos, es evidente que el convencimiento de la valía de la propia cultura constituye, en todos los pueblos, una poderosa fuerza estabilizadora. Esto sólo se puede entender si aceptamos que los valores de todos los pueblos son una función de su modo de vida y que no pueden entenderse aislándose de ella.

La mayoría de los pueblos tienen un gran orgullo de su modo de vida. Parece universal el deseo de huir de la humillación que puede suponer la imposición de una función inadecuada, ya que es la cultura la que determina lo que es apropiado. Existe un fuerte temor de perder la dignidad. Así, pueden permitir que los niños concurran a la escuela, pero los adultos se niegan a participar en programas de alfabetización.

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Lo mismo que los sentimientos de dignidad y orgullo, las ideas sobre lo que constituye la decencia son imbuidas (enseñadas de manera informal) por los miembros de todas las sociedades en el marco de sus respectivas culturas. De hecho, dice Foster: “no existe cultura que no tenga un concepto de decencia” (Foster, 1988) y a continuación se lamenta que los criterios sobre decencia se constituyan en un obstáculo serio para los supuestos programas de “cambio cultural dirigido”. “Nos queda, con ello, la idea del
antropólogo al servicio de la penetración cultural dominante, pero a la vez la fuerza de los mecanismos de resistencia de los pueblos por la preservación de su propia identidad y cultura”.

Según el sistema de valores de los pueblos o comunidades, resulta más importante la calidad que la cantidad del maíz, por ejemplo; la gente está dispuesta a sacrificar ganancias económicas por lo que más les gusta, en este caso las características tradicionales de sus alimentos. Desde luego este principio es aplicable a otras esferas de la vida del pueblo o la comunidad. Evidentemente esto causa asombro a los antropólogos que cumplen funciones de avanzada de la dominación, con una mentalidad acumulativa y etnocentrista. Sin embargo, este elemento consolida los valores del grupo cultural que se pretende dominar e impide la penetración a través de este tipo de mecanismos de resistencia cultural.

Frente a las innovaciones, los pueblos tienen la opción de rechazarlas, reconoce Foster, quien destaca la frustración de quienes trabajan en planes hegemonistas llamados de “cambio cultural planificado” (Foster, 1988) e identifica los mecanismos de transmisión de los valores culturales vía la educación informal de esta manera. “Es evidente que, de niños, todos nosotros aprendemos a hablar con facilidad (en el medio familiar, por la educación parental), pero llegados a la edad adulta, nos resulta más difícil reproducir exactamente los sonidos de un idioma extranjero (ya hemos desarrollado nuestro propio lenguaje, lo que hace difícil adoptar otro; lo que garantiza en cierta medida, la continuidad cultural propia)”. Marx (1975) ya había señalado que el fracaso de cualquier intento de cambio por medio de la educación es imposible, si éste no se produce desde la infancia más temprana, ya que cuando se intenta modificar los patrones de comportamiento a edad madura, esto es prácticamente imposible. Esto puede explicar lo que pasa con la educación informal y su proceso de reproducción de los valores y cultura locales.

También pueden considerarse los movimientos y las posturas corporales como una manera de expresarnos que aprendemos con facilidad en la niñez (por medio de la educación informal, parental), lo que hace que estos hábitos no se puedan modificar en la edad adulta (Foster, 1988). Esto es alentador desde el punto de vista de la resistencia cultural, porque convierte en prácticamente imposible, impensable, subordinar una cultura hasta desaparecerla.

En la niñez, adquirimos todos los hábitos característicos de nuestra cultura por medio de la educación informal familiar; de la misma manera y por el mismo mecanismo, inconscientemente, aprendemos el idioma de nuestro pueblo, comunidad o sociedad. En consecuencia, el intento de imponer un nuevo lenguaje puede presentar problemas para el adulto y tal vez inducirlo a evitar o rechazar la situación (también de manera inconsciente). Esto nos habla de los mecanismos de la resistencia, lo que ha dado perennidad a las culturas frente al embate de los imperios y sus culturas hegemonistas. De hecho, cambiar viejos hábitos motores resulta además de difícil, fatigoso.

Otro mecanismo para exorcizar las influencias culturales hegemonistas son las supersticiones de los pueblos y sus culturas, contra las que chocan precisamente los misioneros del cambio, los antropólogos al servicio de la dominación y el saqueo. Foster nos dice que los “programas de desarrollo” permanentemente se han estrellado con casos de resistencia al cambio, debido fundamentalmente a la superstición, la cual él denomina “creencia aceptada de manera acrítica, que no se basa en los hechos”.

Por los que respecta a las barreras que Foster denomina sociales, nos dice: en las comunidades “tradicionales” toda la interacción social se basa en normas bien reconocidas de intercambio y reciprocidad. Los individuos cooperan con otros miembros de sus familias, con amigos y vecinos, y con parientes distantes, tanto consanguíneos como políticos, no porque piensen que esto promueve el bienestar de la aldea, sino porque reconocen que con el tiempo se beneficiarán en un grado igual al de su contribución.

Esta relectura de Foster nos permite dar cuenta de los mecanismos de resistencia más eficaces para impedir la penetración de la cultura civilizatoria hegemónica, teniendo en consecuencia para él un sentido negativo (en el sentido de la penetración); en el nuestro, para la lucha de resistencia, estos son elementos explicativos muy eficaces para hacer frente al cambio y favorecer la reproducción cultural originaria que, como sabemos, muchos intelligentia al servicio de la dominación perciben como reaccionaria, conservadora o contraria a la civilización.

El intercambio y la reciprocidad están mucho más personalizados que en las sociedades urbanas, complejas. En las comunidades “tradicionales” todos los individuos reconocen que tienen obligaciones de muchos tipos y grados hacia las otras personas de la comunidad; cuando se les pide ayuda, se sienten obligados a prestarla. Recíprocamente, saben que tienen los mismos derechos, que pueden pedir a los mismos individuos la misma clase de bienes y servicios que ellos han proporcionado. Así, las innovaciones que se presentan y amenazan las ligas habituales que unen o imponen en el individuo relaciones contractuales o sociales indeseables o nuevas, generalmente se contemplan con mucha sospecha. En consecuencia, cuando se pretenden introducir cambios que dependen de la creación de nuevas formas de relaciones sociales como una condición necesaria para el cambio, se presenta una fuerte resistencia.

La solidaridad del grupo, aunada a la educación informal de los miembros de una comunidad o pueblo, hace muy sólida la lucha de resistencia cultural. Así, como parte de la enseñanza o en el marco de la educación informal, está “la tendencia a criticar a quien se desvíe considerablemente de las normas consuetudinarias”. Esto es parte del proceso de educación comunitario informal, como veremos más adelante.

Foster reconoce que “gran parte del éxito de los pueblos y sus culturas descansa en el hecho de que las obligaciones y expectativas asociadas con las funciones individuales son imperativos sociales, no son potestativas de la persona; deben reconocerse y aceptarse sin discusión” (esto nos habla de los mecanismos de coerción propios de la educación y que favorecen la reproducción cultural). En consecuencia, en tanto se mantenga esta actitud, una comunidad tendrá un elevado grado de integración a pesar de los conflictos de facciones o intereses. Este tipo de comportamiento recíproco, lo mismo si se trata de miembros de una familia numerosa o de amigos o “seudoparientes”, cubre numerosas funciones. Cuando escasea el alimento o el dinero, en crisis como en el caso de muerte y otras muchas situaciones, puede contarse con ayuda económica, espiritual y física.

Las obligaciones recíprocas son muy efectivas para mantener una sociedad cuando los miembros de una comunidad tienen el mismo acceso a los recursos y cuando su bienestar económico está al mismo nivel. Existe en muchos pueblos la resistencia a la acumulación del capital, ya que existen sanciones tradicionales para ese “mal”. Así, en algunas comunidades la autoestima y el prestigio pueden limitar el deseo de miembros de una comunidad a aceptar las actitudes económicas individualistas y que favorecen la competencia.

Reflexiones latinoamericanas en torno a la educación como resistencia

Lo que con mucha frecuencia no perciben aquellos que tienen en sus manos la educación formal “bancaria”, es el despertar de los oprimidos, y es que en los propios “depósitos”, nos dice Escobar refiriéndose a Freire (1994), se encuentran las contradicciones revestidas por una exterioridad que las oculta. “Y que, tarde o temprano, los propios ‘depósitos’ pueden provocar un enfrentamiento con la realidad en movimiento y despertar a los educandos, hasta entonces pasivos, contra su ‘domesticación’” (Escobar, 1985).

Nos dice Escobar, siguiendo a Freire, que un educador humanista, revolucionario, no puede esperar esta posibilidad, ya que su acción al identificarse con los educandos, debe orientarse en el sentido de la liberación de ambos. En el sentido del pensamiento auténtico y no en el de la donación, en el de la entrega de conocimientos. Todo esto exige del educador, que sea, en sus relaciones con los educandos, un compañero de éstos.

Freire nos plantea que: “La liberación auténtica, que es humanización en proceso, no es una cosa que se deposita en los hombres; no es una palabra más, no es ni hueca ni mitificante. Es praxis, que implica la acción y la reflexión sobre el mundo para transformarlo. La educación problematizadora que sirve a la liberación se confronta con la educación bancaria que cumple una función al servicio de la dominación”.

La educación problematizadora es esencialmente dialógica, enfrentando la estructura vertical de la educación autoritaria para la dominación y horizontaliza sus relaciones. Así, a través del diálogo se da la superación al no haber ya una relación subordinada educador-educando. De este modo, el educador ya no es sólo el que educa sino aquel que, en tanto educa, es educado a través del diálogo con el educando, quien al ser educado, también educa. De esta manera, ambos se transforman en sujeto del proceso en que crecen juntos (idem, p. 26).

Ya nadie educa a nadie, así como tampoco nadie se educa a sí mismo, los hombres se educan en comunión, y el mundo es el mediador.

(Freire, 1977)

Freire considera fundamental el papel de la conciencia en la práctica liberadora, partiendo de una posición dialéctica y en relación de ésta con el mundo. De no ser así, caemos en las ilusiones del idealismo o en los errores del mecanicismo. De esta manera, nos dice Freire, concientización es el proceso por el cual los seres humanos concretos se insertan críticamente en la acción transformadora de su mundo.

Y añade que la simple superación ingenua de la realidad, remplazada por una percepción crítica, no es bastante para que las clases o pueblos oprimidos se liberen. Para eso necesitan organizarse revolucionariamente para transformar la realidad. Esa organización exige, sin embargo, una acción consciente que implica la clarificación de lo que se encuentra opaco en la “visión de fondo de la conciencia”.

Freire nos proporciona algunos criterios que pueden constituir todo un programa de lucha de resistencia y por la liberación de los pueblos. En su obra La educación como práctica de la libertad, nos proporciona su decálogo, por llamarle de alguna manera, de siete principios que se derivan de una reflexión crítica sobre la educación bancaria. 

Lo simplificamos en siete puntos esenciales:

El primer punto o tesis programática: En un pueblo en resistencia y lucha por la liberación, el educador y el educando se hermanan, alternando la responsabilidad docente-discente”. El docente tiene un papel central en la transmisión de los valores y cultura propia; junto con el alumno o discente, hacen crítica de los valores y cultura hegemónica que se pretende imponer a partir del aparato educativo formal.

Y es en ese sentido que los alumnos pueden contribuir de manera importante en la recuperación de los valores y cultura locales, al abrirse a ellos y proponerlos en el proceso educativo al docente, quien también estará abierto a la lucha por “la acción cultural” para la liberación.

El segundo punto: “En el plan educativo de la liberación-resistencia, tanto el educador como el educando ejercen el control de la disciplina”.

Es en el orden y la disciplina como se establecen las bases para el control y dominio de unos hombres sobre otros, y es aquí donde los docentes acríticos cumplen su función de correa de transmisión de los mecanismos de dominio y reproducción de las condiciones de dominación. Como dice Gutiérrez (1984), quien considera que la educación es parte de un proceso político fundamental en beneficio o prejuicio de una comunidad.

El tercer punto:En este mismo marco, el papel del profesor-alumno se alternan en el intercambio de la palabra, porque la educación liberadora y de resistencia son esencialmente dialógicas”. El proyecto de liberación y de resistencia a la dominación y violencia de la cultura hegemónica ejercida por los países neocoloniales, pasa necesariamente por la recuperación del espacio dialógico, que había sido negado por la educación formal escolarizada, que es parte del proyecto de occidentalización.

El punto cuatro. “En la educación de resistencia y para la libertad, tanto educador como educando establecen las reglas de intercambio, prescribiendo un ordenamiento común al cual ambos se someten”. En consecuencia, una de las tareas del educador y educandos es determinar por vías históricas, por tradición y costumbres, aquellos ordenamientos que son característicos de la cultura de su comunidad, pueblo o sociedad, de tal forma que se pueda educar la voluntad de quienes participan en el proceso educativo orientado a la acción cultural para la libertad.

El quinto punto: “En los círculos de estudio, base de las formas educativas de la resistencia cultural y lucha para la liberación de los pueblos, los programas se configuran con el apoyo mutuo de educadores y educandos”. Los programas no pueden ser impuestos desde arriba y menos desde afuera de la comunidad, pueblo o sociedad, como acontece hasta ahora, ya que en esos casos la educación directamente está en función de los intereses hegemónicos de los países imperialistas o neocoloniales.

Evidentemente, como en el punto anterior, de ninguna manera los programas pueden ser el producto de un acto voluntarista, sino que deben de permitir la transmisión de la cultura local en toda su dimensión, partiendo del lenguaje, tradiciones y conocimientos de la estructura material, social y espiritual, distinguiendo aquellos conocimientos que corresponden a la cultura “universal” que, más bien, en el caso que nos ocupa, es occidental.

La riqueza de los planes radica en la posibilidad de irlos sedimentando para que crezcan en amplitud y profundidad. Todo ello implica una permanente revisión para su constante actualización. Los programas no se habrán de limitar exclusivamente a lo local, sino que se ampliarán con la visión de otras culturas, en particular la hegemónica, desde una perspectiva crítica a partir de la propia tradición.

El punto seis: “En un programa educativo de lucha y de resistencia ante la dominación, educador y educando se reconocen como poseedores de saberes complementarios que enriquecen el proceso de educación mutuo”. Este punto parte de un principio básico, el cual considera que todos los miembros de un grupo tienen conocimientos diversos que pueden aportar a la configuración de un saber común. Estos saberes deben de formar parte de los programas, pero en la relación cotidiana del proceso educativo ayudarán a mantener la vigencia de los conocimientos que todos los miembros de un grupo dentro de una comunidad habrán de adquirir en el transcurso de su paso por el proceso de acción cultural para la liberación.

En particular, es importante el saber de los adultos y ancianos de una comunidad, por ser la fuente de preservación de las tradiciones, conocimientos y saberes que les han permitido sobrevivir a todo tipo de experiencias, incluso durante los momentos más difíciles de la dominación colonial. Sin embargo, también es importante el conocimiento y experiencias que tienen los jóvenes, ya que tienen una óptica más actualizada de lo que pasa a la comunidad en el contexto nacional e internacional, siempre y cuando sean capaces de discernir entre lo propio y lo extraño, y realicen una reflexión crítica al respecto.

El punto siete: “En un proyecto de educación orientado a la resistencia cultural y la liberación de los pueblos, tanto educador como educando se convierten en sujetos activos de la reconstrucción y construcción del conocimiento”. En el proceso educativo en general nos damos a la tarea de reconstrucción de los saberes locales de nuestra tradición cultural y en alguna medida mucho menor se orienta la acción a la producción de saberes, sin embargo, esto es factible como producto de la reflexión entre docente y discentes.

La educación ambiental como estrategia de resistencia cultural y defensa de los bienes naturales propios. A manera de conclusión

Se han tratado de explicar y comprender los mecanismos de resistencia que tienen los pueblos originarios frente a la violencia de la que han sido víctimas por parte de diferentes pueblos y naciones. En particular ahora, en esta etapa de la globalización–regionalización del capital, intentaríamos entender las estrategias de educación informal con que han contado dichos pueblos, para preservar sus bienes y la naturaleza en su entorno. La “educación ambiental” ha sido privilegiada por ellos, en virtud de que de ello depende en buena medida el futuro mediato e inmediato de estos pueblos originarios. Así, ellos se han dado a la tarea de preparar a las nuevas generaciones, desde la más tierna infancia, para proteger los bienes naturales que ancestralmente han heredado.

La tradición en este punto juega un papel fundamental. Las experiencias de relación con el medio ambiente natural han sido transmitidas de generación en generación a través de la práctica en el cultivo de diversas plantas o cría de animales. También la recolección de plantas silvestres o animales endémicos de la región. Esto evidentemente no se realiza dentro de un aula como en las ciudades, sino en el curso de la vida cotidiana, en donde la vida en la comunidad y la familia resulta fundamental, partiendo de una distribución del tiempo y el espacio, en función de los intereses comunitarios.

Las fiestas populares y religiosas también educan a las nuevas generaciones para mantener los bienes naturales, preparando para la siembra y los cuidados de los cultivos. El papel que cada uno juega en estos procesos y la distribución del trabajo comunitario, resultan imprescindibles.

Desde hace muchos cientos de años, la cultura del maíz, la máxima expresión de la fertilidad y del sustento humano, dios del panteón olmeca, pasando de generación en generación por teotihuacanos, toltecas, aztecas, mayas, purépechas, hasta nuestros días. Hoy, es alimento de infinidad de pueblos en el mundo junto con el arroz y el trigo. Así, la simbiosis, cultivo-culto constituyó la mejor forma de difundir a las nuevas generaciones el respeto por la naturaleza, la importancia de su cuidado y la estrategia de preservación. ¡Eh aquí la importancia de la tradición!, como ocurre en México con el día de muertos; es la fiesta de fiestas, es el momento de encuentro de vivos y muertos. Es una fiesta plena de colorido y misticismo, en la que se elabora la ofrenda como parte de un rito que se remonta al pasado prehispánico, nos recuerda a Quetzalcóatl, símbolo del perpetuo renacimiento.

El agua se ha convertido en oro, las tierras labrantías no serían nada sin ella. Debido al cuidado que del agua han tenido siempre, preservando su pureza y su valor natural, los pueblos originarios resultan hoy los más preparados para resistir los embates terminales del capitalismo neocolonial, globalizador. Un ejemplo del culto al agua lo tenemos en los Jardines y Baños reales de Nezahualcóyotl (1453-1466) que se encuentran en
Tetzcotzinco, en el Estado de México. Allí, el poeta-rey construyó un sistema de pozas para su aprovechamiento y disfrute.

Tláloc, dios del agua, o dios Chaac para los mayas, fue considerado uno de los dioses primordiales del sostenimiento, al que se le han dedicado una enormidad de imágenes y altares. En esta fiestas y lugares, los niños y jóvenes aprendían el respeto a los bienes naturales con que los dioses les habían favorecido, por ello habría que cuidarlos y no convertirlos en depósitos de deshechos, como ha sucedido en la actualidad. Recordemos también que en Tenochtitlán se abastecían del agua de los manantiales de Chapultepec y que el primer acueducto fue construido por, nada menos que el príncipe Nezahualcóyotl, quien además sembró, de acuerdo con la tradición, los famosos ahuehuetes del bosque milenario, cuyo nombre quiere decir “viejos del agua”, los cuales eran objeto de veneración.

En su cosmogonía, los pueblos originarios se reconocen como naturaleza, no como aparte de ella, como ajenos a ella. La naturaleza no es un objeto de apropiación para el bien personal, sino que requiere de cuidados para evitar que nos abandone y podamos perecer. Por ello, extraña el mal trato que se le proporciona por parte del supuesto mundo “civilizado”: pueblos que creen que tienen la facultad de destruir la naturaleza ya que se suponen propietarios del mundo asignado por su “dios”. Este estado de alienación de algunos pueblos preocupa a los pueblos originarios que, con tanto esmero, durante milenios han cuidado el planeta en espacios muy definidos.

Estos pueblos originarios saben de los peligros que están enfrentando por la expansión sin límite del capital en el mundo, en donde muchos pueblos esclavizados en su nombre están generando una gran devastación que puede poner en crisis la existencia misma de todos. De ahí que la tarea sea muy ardua para educar a las nuevas generaciones con los valores de los pueblos originarios, que son quienes pueden garantizar el futuro de los pueblos en el mundo.

Escobar continúa proporcionando claves del origen del pensamiento liberacionista y de resistencia cultural de Paulo Freire, quien descubrió en África la obra revolucionaria de uno de los ideólogos más lúcidos del presente siglo, Amílcar Cabral (De Andrade, 1981), quien fuera asesinado por los colonialistas portugueses en 1973, tres años antes de que Paulo visitara esa región. No cabe duda de que el pensamiento de Cabral marcó de manera definitiva la praxis freireana (Varela, 1985).

Teniendo estos elementos como antecedente, se comprenderá por qué es fundamental interrogarse acerca de las condiciones en que surgen los llamados “analfabetas” e incluso cuál es la connotación ideológica escondida detrás de esta aseveración. Para la estructura educativa oficial nada importa si las consecuencias del saber adquirido con la alfabetización lo alienan o lo llevan a apartarse de su cultura, a sentirse extraño dentro de su cultura, pero igualmente extraño dentro de la sociedad de consumo, perdiendo su identidad social y cultural. En síntesis, “poco importa si detrás de la alfabetización está la imposición de un modelo de crecimiento económico que va en contra de su cultura, un modelo de desarrollo basado en la explotación de la fuerza de trabajo. Un modelo de desarrollo que, violando el proceso natural de sus bases materiales y espirituales, lo condena culturalmente al silencio y a la clandestinidad” (Varela, 1985).

Por ello la alfabetización se convierte en un culto; en este contexto, el analfabeta necesita alfabetizarse, supuestamente para poder trabajar y ganar su sustento en la sociedad, es decir, ofrecer su fuerza de trabajo en el mercado para que “aquellos que sí saben” lo seleccionen y utilicen de acuerdo a las pautas ya impuestas por el sistema capitalista; pautas que siguen las normas de la “modernización” entendida ésta dentro de la lógica del proceso de acumulación del capital y entendiendo que modernizar es equivalente a expandir el sistema de producción capitalista, como fenómeno inmanente de la naturaleza del capitalismo (Varela, 1985).

De aquí surge pues la respuesta de resistencia cultural y lucha por la liberación, al considerar a la alfabetización como un acto político cuando ésta cobra un sentido de acción cultural al servicio de los pueblos, las comunidades y sus culturas.

La educación no es neutra, dice Escobar, no puede pretenderse que lo sea. A través de ella se transmite no solamente una ideología, sino sobre todo la cultura hegemónica (una forma de ver, de aceptar, de actuar, de pensar e interpretar la realidad) que penetra en la vida y conciencia de las personas concretas, en una sociedad también concreta.

Mediante la educación se van elaborando y aplicando instrumentos materiales. No es lo mismo, por tanto, una intervención educativa (diseño e implementación de métodos y técnicas) que esté inscrita dentro del ámbito (protección) e intereses de las clases dominantes, que en una intervención educativa a favor de la clase explotada y bajo su control. Una y otra orientación son radicalmente opuestas y excluyentes, aunque cada una representa un proceso dinámico y contradictorio, o sea, un proceso que deja espacios, lugares de acción, que pueden ser utilizados por ideologías diferentes a las impuestas por quienes ostentan el poder (Escobar, 1990).

Escobar añade que: “Es por ello que no puede elaborarse una metodología, o una técnica educativa para la liberación de los oprimidos, lo que no debe de ser entendido como un falso espontaneísmo o una improvisación. “Lo que queremos decir, es que todo proceso educativo que tienda a la liberación, encuentra su determinación en las raíces culturales e históricas de la formación social de la que emerge; y como toda formación social tiene una historia propia y específica, no puede haber una ‘fórmula’ o técnica educativa universal y ahistórica, válida para cualquier sociedad, en cualquier momento histórico” (Escobar, 1990).

Escobar nos dice que en términos abstractos, podría afirmarse que la concientización es un proceso de dinamización de las conciencias, o sea, el desarrollo crítico de la toma de conciencia. Supone no solamente un cambio en los contenidos de la conciencia, sino también un cambio en las estructuras mentales, lo que quiere decir que el sujeto cognoscente trascienda la esfera espontánea de la comprensión de la realidad, para llegar a una esfera crítica, en la cual la realidad se toma como un objeto cognoscible, en la cual los hombres y mujeres particulares asumen cierta posición epistemológica, teniendo como marco su propia cultura (Escobar, 1990).

Así, para Amílcar Cabral (De Andrade, 1981), la resistencia cultural es simultáneamente un factor de cultura y un acto cultural, ya que al mismo tiempo que es una manifestación cultural es un factor de cultura del pueblo. Dicho de otra manera, los grupos populares manifiestan su capacidad intelectual de interpretación de la realidad de diferentes formas, las cuales están determinadas por las estructuras socioeconómicas y políticas que los rigen, pero subsisten como una forma concreta de lucha contra la explotación (Escobar, 1990).

Para los pueblos concretos “decir la verdadera palabra” implica transformar el mundo, tarea en la cual los hombres se hacen hombres; es decir, se afirman a sí mismos como seres de constante creación y recreación del mundo -y ejecutar un acto tal implica también llegar a ser sujetos y no objetos-. Así, decir la palabra significa: participar, crear, decidir; en una palabra, ser libre o resistir.

Es por ello que el ejercicio de ese acto, que es el único por el que los hombres se hacen hombres, no puede ser sólo el privilegio de algunos hombres, de algunas clases sociales o de algunas naciones, “sino el derecho primordial de todos los hombres” (Freire, 1970).







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