Veredas. Revista del Pensamiento Sociológico

Juan Carlos Domínguez Domingo/ Doctor en Antropología, investigador del CRIM-UNAM, maestro en Políticas Públicas por FLACSO y guionista egresado del CCC. 

Las plataformas o intermediarios de Internet en el mundo como Twitter, Facebook, Instagram, WhatsApp, Weibo, WeChat y TikTok, entre otros, se convirtieron en medios relevantes a través de los cuales se ha gestionado buena parte de la información y la experiencia de las personas durante la pandemia de covid-19. Uno de los fenómenos más visibles fue el que se dio a partir de la generación y circulación de desinformación en los medios digitales sobre teorías de conspiración sobre el origen del virus, así como remedios falsos, tratamientos y sugerencias de prevención, entre otros temas, que trajo consigo plantear instrumentos de verificación y de control en las redes sociales por parte de agentes privados, gubernamentales y de organismos multilaterales. Este artículo explora a través de diversos trabajos realizados en diferentes países de distintas regiones del mundo, que la cultura en su polisemia y como sistema mediador de la diversidad cultural, resulta útil para comprender la desinformación digital: desde la noción sobre la ‘naturaleza’ para explicar el origen del virus, hasta su definición como resultado de la disputa entre posturas políticas, ideológicas y religiosas. 

Introducción

La definición del término ‘naturaleza’ en este artículo debe entenderse bajo la premisa de que su conceptualización (en el marco de la diversidad cultural) se puede localizar en la noción dualista generada por los conceptos de cultura que se desarrollaron principalmente por la antropología desde finales del siglo XIX y hasta la primera mitad del siglo XX. Algunas de estas definiciones fueron retomadas más tarde en versiones más depuradas por los organismos multilaterales como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), las cuales la emplearon como instrumento de comprensión y entendimiento entre las naciones para explicar, negociar y dirimir las diferencias de la diversidad cultural de la especie humana. La tecnología, la técnica y las formas de representar la naturaleza, sobre todo en lo que respecta a los procesos de enfermedad, salud y la manera de preservarla en las prácticas y expresiones culturales, hacen pensar que durante la pandemia del covid-19, las ideas respecto a la naturaleza pusieron en primer plano varias preguntas en torno a las nociones que se tienen de ella en el  hemisferio occidental y las formas en las que la ciencia como verdad universal transita entre diversos marcos culturales. 

De esta forma, los conflictos que enfrentó la humanidad ante la pandemia en casi todo el planeta, globalizó los problemas y con ello universalizó las preguntas. Se plantearon no sólo las dimensiones humanas del cambio global a partir de revisar el impacto en los ecosistemas, sino también la forma en la que los marcos de referencia culturales la han gestionado. El hecho de que las primeras imágenes de la pandemia que se difundían en los medios y en las redes sociales se ilustraran predominantemente, por ejemplo, con personas pertenecientes a la población asiática, hizo rápidamente alertar sobre la estigmatización “racial” que se le estaba dando a la pandemia al asociársele en su origen y propagación con un grupo humano, y la necesidad de ofrecer una perspectiva sobre el contexto del cubrebocas usado en diferentes países (Batova, 2021). Como resultado de eventos de esta índole, se hizo necesario establecer la referencia de la relación entre naturaleza y cultura dentro de un marco de comprensión más amplio que considere la diversidad cultural como parte de una interacción que expresa distintas formas de comprenderla. 

En este contexto, la desinformación a través de los medios digitales en lo que va de la pandemia, es uno de los fenómenos presentes en muchos de los países. Tan sólo entre marzo y noviembre del 2020, Facebook etiquetó 167 millones de publicaciones de usuarios por desinformación, los cuales crearon o reprodujeron información que fue “desacreditada” por los verificadores de la red social. A su vez, se eliminaron completamente 12 millones de publicaciones de usuarios en Facebook e Instagram por difundir información que se consideró podría provocar daño físico inmediatamente (Wagner, 2020). Un ejemplo representativo lo fue también cuando Twitter y Facebok, bloquearon un video del expresidente de los Estados Unidos de América, Donald Trump, en el que se manejaba información errónea sobre el covid-19 (Bolsover y Tizon, 2020). 

Una de las características de la desinformación digital es que se ha estudiado principalmente al interior de países como Estados Unidos y se han realizado hasta ahora pocos estudios desde una perspectiva multicultural. Todos estos elementos vistos a lo largo de las experiencias de diversos grupos humanos en el planeta, hacen pertinente explorar la relevancia de la diversidad cultural para intentar comprender mejor cuál ha sido, hasta ahora, la forma en la que la cultura ha sido utilizada como un sistema mediador tanto del origen y la condición natural del virus covid-19, como de las estrategias de desinformación digital que provienen tanto de interacciones políticas, sociales y culturales, como de la forma en la que los diversos agentes, tanto públicos como privados, han implementado instrumentos para enfrentarlas y contrarrestarlas. 

Naturaleza y cultura

La antropología como disciplina que refiere su campo de estudio en la cultura, encontró en su desarrollo diversas conceptualizaciones construidas desde su gestación, que fueron construyendo un corpus desde donde mirar la naturaleza y concebir la cultura misma como un fenómeno posterior a ella. Las ideas evolucionistas de la cultura que vieron en las expresiones humanas un modelo único en el que el estadio de las sociedades occidentales era el proyecto civilizatorio a seguir, y que por lo tanto las otras sociedades se encontraban en diferentes estadios en proceso para alcanzar ese lugar, resultaron las ideas centrales de las tendencias teóricas del evolucionismo antropológico. Esta perspectiva de la cultura fue sustituida más tarde por las posturas de la antropología norteamericana culturalista de la mano de Franz Boas y sus discípulos. Bajo esta óptica  la idea de diversos grados de desarrollo en relación y en comparación con las sociedades de Occidente se pluralizó, es decir, se les dotó a las expresiones y prácticas culturales de otros pueblos el mismo valor que el que tiene la sociedad occidental
y, por lo tanto, la cultura pasó a expandirse en tanto ahora ya no se trataba solamente de una cultura, sino de muchas, y esta diversidad cultural se orientaba de acuerdo a las distintas  particularidades y el devenir histórico que las definen. 

La pregunta acerca de en qué momento la naturaleza pasó de tener una concepción ontológica como predecesora de la cultura a relativizarse respecto a las prácticas y nociones que tuvo como principal componente de una catalogación en el orden de las cosas, puede tal vez responderse con que el culturalismo norteamericano que emana hasta cierto punto del historicismo alemán, estableció como un telar de fondo que las concepciones culturales de las sociedades pueden denotar los principios universales donde la cultura como atributo exclusivamente humano se busca a sí misma. 

La idea de una naturaleza única y universal que lo precede todo, se mantuvo presente tanto en la antropología francesa como en la inglesa. La búsqueda de los universales se convirtió en una premisa bajo la cual estas ideas florecieron y desarrollaron importantes escuelas y posturas teóricas como el estructuralismo representado por Levi Strauss y el funcionalismo relacionado a Radcliff Brown. Con ello, la condición humana resultaría ser una noción que  precede toda la diversidad de las prácticas culturales. 

No obstante, paradójicamente a estos planteamientos, las dinámicas del desarrollo tecnológico y económico mantenían una noción de cultura que contrastaba con la naturaleza, puesto que bajo este enfoque se relacionaría con lo salvaje, lo irracional y lo no ilustrado. Al exponer estos dualismos, Descola establece que más que un enfoque que proponga dos aproximaciones -una desde un enfoque nomotético y otro idiográfico-, debemos de reconocer a la actividad científica como un mismo proceder pero con dos metodologías distintas, una de ellas derivada de la generalización de las ciencias de la naturaleza y la otra desde la individualización, propias de las ciencias de la cultura. Para ello establece una pregunta clave: “¿Mediante qué criterio, entonces, debemos reconocer aquello, qué en la profusión indiferenciada del mundo, es capaz de conducir a generalizaciones, o al contrario, a una reducción de lo particular?” (Descola, 2012: 129). Para responder la pregunta, Descola plantea que debemos de hacer prevalecer una noción no dualista de la relación, pues al considerar la cultura como sistema de mediación con la naturaleza, o como una interfaz de su uso, su control, su preservación y su transformación a través de la técnica, la tecnología y los sistemas de organización humana que lo transforman, corremos el riesgo de pensarnos como las sociedades que la antropología evolucionista denominó como salvajes, sin considerar que tanto éstas como las sociedades occidentales contemporáneas, son capaces de conceptualizar la naturaleza y sus representaciones con toda su alteridad. 

Para Descola, tales continuidades han llevado a establecer dos categorías que han derivado en abrir dos campos epistemológicos que conducen a separar lo humano de lo no humano (Ibid, p. 130). Esto significaría que más que plantearnos o discutir la unidad de la condición humana presente en la experiencia de ser y estar en el mundo, debemos de establecer nuestra manera de pensar, nuestra condición en el marco de la comprensión de miles de sociedades que la han comprendido y explicado en sus propios términos (Ibid, p.144). Al revisar las continuidades y discontinuidades entre la naturaleza y la cultura que se expresan en nociones como el totemismo, el analogismo, el animismo o el naturalismo, establece que es claro que más que pensar en la técnica como un detonante de las discontinuidades en el corto plazo, es en los procesos más largos en los que estas nociones van echando raíz. Es así que en el occidente contemporáneo predomina justamente una noción naturalista de lo vivo, lo que ha llevado a construir un discurso que incluye a todos los seres de la naturaleza y para lo cual la noción de cultura es de gran utilidad para comprender las continuidades y discontinuidades que existen en la diversidad cultural de la especie humana como parte de su experiencia vital. 

Como lo apunta Descola, en la ideología moderna la separación del ser humano de lo otro existente proviene de su concepción de interioridad que establece como doblemente subjetiva, lo que lo hace sujeto y por lo tanto individuo con derechos y responsabilidades. Es esta condición la que divide a lo humano y subordina todo lo no-humano a los decretos de la humanidad imperial (Descola, 2012: 289). En este sentido, podríamos decir que durante más de los doce meses que ha durado la pandemia, la nociones sobre tecnología y naturaleza entendida desde una alteración en su equilibrio, se han transformado drásticamente; pero es tal vez en esta discontinuidad en donde puedan establecerse nuevas formas de comprender las nociones de naturaleza y cultura fuera de un entendimiento único, que apele a la diversidad cultural en un nuevo marco de comprensión de la naturaleza y a la especie humana como parte de ella. En ese camino, es que debemos de concebir la cultura como esa noción mediadora no sólo para comprender las ciencias de la naturaleza, sino también para explicar la experiencia de los grupos humanos como un instrumento de entendimiento para con ellos mismos, como para los otros. 

La cultura como sistema e instrumento de entendimiento  

Tras la creación de la ONU y la UNESCO en 1945 como instrumentos multilaterales para preservar la paz en el mundo tras la Segunda Guerra Mundial, la cultura no figuró inmediatamente como un concepto que articulara las “transacciones” entre los países como un término que por su misma polisemia permitiera aceitar las negociaciones internacionales, pues el primer concepto al que se le dio predominancia fue al de educación, sobre todo por su capacidad de transformar a las personas como sujetos críticos y como ciudadanos del mundo. Como lo establece Arizpe, en el marco de las transacciones internacionales en los organismos multilaterales, la aparición del término cultura como un vector articulador en la vida de los seres humanos en un marco social, se dio principalmente a partir de 1948 con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que en el párrafo primero del artículo 47 expresa: Toda persona tiene derecho a participar libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y de gozar sus beneficios”. La cultura como un concepto para sustituir a otros como al de raza para establecer y articular las diferencias entre los pueblos y las naciones a través de la diversidad de la humanidad, apareció apenas unos años más tarde. La politización de la cultura tuvo un devenir a partir de estas nociones, pues se tuvo conciencia de que buena parte de los argumentos expresados para justificar los crímenes que originó la Segunda Guerra Mundial provinieron también de las nociones que hacían prevalecer los nacionalismos y la superioridad de un pueblo por encima de otro, pero sobre todo, por la capacidad de que estos discursos pudieran ser interiorizados y defendidos por muchas personas para materializar el exterminio y la dominación. 

En las décadas siguientes, la cultura constituyó un elemento político fundamental en la formulación internacional de diversas agendas de regiones y de bloques de países con características comunes y de problemas locales de escala global como los de “los países no alineados”, el “tercer mundo” y el “apartheid”, que desencadenaron las agendas mundiales en coordenadas concretas. Más tarde, la cultura se incorporó como un elemento estratégico para sustentar proyectos de desarrollo tanto económico como social, al considerarse un sistema abierto y mediador de estos procesos, así como en la formulación de políticas culturales y de patrimonio cultural, entre otras. No obstante, todos estos usos expresados en la convenciones y conferencias internacionales de la UNESCO a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, la cultura permaneció como una capacidad racional de entendimiento en la que la identidad cultural participa transversalmente en la promoción de su reconocimiento, independencia y solidaridad entre los individuos y los grupos humanos. Esta noción de “facultad universal” respecto a “prácticas rígidas” fue uno de los elementos que dieron esa condición dúctil de comprensión de la cultura y que dotó de un sentido de lo cultural a la capacidad de los grupos humanos de interpretarse a sí mismos trascendiendo la politización de la identidad cultural para volver a la búsqueda de los valores universales.  

En este devenir, los planteamientos entre el relativismo cultural y la universalidad de los valores humanos, se expresaron en diversos tonos y expresiones. La mayor parte de ellos se centraban en proponer una revisión tanto de las ideas de cultura, como de las prácticas que determinaban las formas de comprender a la sociedad y a la naturaleza. En este orden de ideas, también se formularon propuestas sobre poner en tela de juicio lo que en los grupos y las sociedades se ha denominado como “justo y bueno”, que llevaba a cuestionar sobre por qué resultaría ser eso: “justo y bueno”. Godelier, en su reflexión sobre el papel de Occidente en diversas formas y grados en el desarrollo material de prácticamente todos los pueblos del mundo, apunta que la relación de tales universales podrían estar más bien sujetas a la integración de los grupos, las sociedades y las naciones, y sus patrones locales y costumbres a través de comunidades que existen en las estructuras mundiales (Godelier en Arizpe, 1996: 70).  Es justamente en este contexto general en el que las ideas sobre cultura se pusieron en relación a los temas de la agenda planetaria en el nuevo milenio frente a los procesos culturales de la agenda global, ahora encarnados en temas como los derechos humanos, la equidad de género, el medio ambiente y los flujos migratorios, entre otros; con ello la cultura continúa haciendo valer su importancia como un concepto que permite en su polisemia y operatividad, comprender desde la diversidad cultural los fenómenos contemporáneos del ser humano dentro y como parte de la naturaleza.

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La diversidad cultural en el nuevo milenio

En el marco del nuevo milenio, la cultura mantiene su centralidad y alrededor de ella se formulan y publican en la UNESCO dos postulados que la establecen como ese vehículo mediador y con una gran maleabilidad para la discusión de temas políticos, sociales y económicos. En este contexto se da la Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural (UNESCO, 2001) y la Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales (UNESCO, 2005). En este trayecto la cultura enfrenta un contexto completamente distinto: el del desarrollo tecnológico que estaba planteando desde inicios del siglo XXI; un reordenamiento acelerado de la cultura respecto a diversos ámbitos como las telecomunicaciones y con ello los planteamientos establecidos sobre derechos de autor, industrias culturales y acceso universal a Internet. Fue así que la lógica instrumental y tecnológica que daba paso de una realidad analógica a otra digital, reconfiguró las nociones de cultura y de las estrategias propuestas para preservar la diversidad cultural. Los atributos del desarrollo tecnológico prometían una mayor capacidad creativa por parte de los grupos y pueblos menos desarrollados tecnológicamente, al democratizarse no sólo de los artefactos para recibir contenidos audiovisuales, sino también para generarlos y producirlos. Sin embargo, si ya en el mundo analógico y en los inicios de la digitalización las inequidades en el flujo de bienes y servicios culturales, tanto de las grandes potencias de Occidente como de los corporativos regionales y las fuertes empresas nacionales predominaban ya que eran uno de los principales actores que concentraban el flujo de la producción y circulación de las obras artísticas y culturales en el mundo, la apertura de los mercados y la aparición de nuevos agentes corporativos digitales trasnacionales de gran capacidad, fueron controlando definitivamente los mercados y territorios en el mundo. Con ello, las ideas que dejaban ver en la digitalización ciertos contrapesos, resultaban ser relativas ya que si bien anteriormente los corporativos en el mundo analógico podían ser regulados a través de las legislaciones nacionales, ahora los corporativos digitales al moverse por territorios virtuales, adoptaban una naturaleza de carácter transnacional en tanto cuentan con la capacidad de librar fronteras físicas y operar en un territorio y ofrecer sus servicios en otros fácilmente, lo que enfrenta otra lógica para regularlos. 

La rápida expansión y control corporativo de las denominadas GAFA (Google, Apple, Facebook y Amazon), se plasmaba ya en la fuerte concentración en diversos ámbitos culturales, sociales y culturales globales, pues de acuerdo al informe realizado por la agencia FaberNovel GAFAnomics: “New Economy, New Rules” (2015), la media de internautas en el mundo pasaban ya más de la mitad del tiempo haciendo uso de sus múltiples servicios en línea (correo electrónico y comercio electrónico, redes sociales, consumo de música o vídeo, etc.) (García y Albornoz, 2019). Esta gran capacidad de penetración en la vida de muchos de los ciudadanos en el planeta se daba superando desde 2016 una mayor presencia que incluso los grupos tradicionales de comunicación cultural (Miguel y Casado en García
y Albornoz, 2016), aspecto que se incrementó sustancialmente con las políticas de confinamiento durante 2020 y los primeros meses de 2021,  haciendo crecer estos promedios a nivel planetario.  

Es en este contexto de grandes corporativos globales, regionales y locales, que la UNESCO a través de sus convenciones alienta a los Estados nación a través de sus instituciones, marcos constitucionales y de los tratados internacionales, a legislar por derecho propio a favor de una mayor equidad en estos flujos, dando un lugar especial a los contenidos locales, particularmente a los que expresen su diversidad a través de la producción cultural independiente de gestores y artistas. En este orden de ideas es que García y Albornoz proponen distinguir tres frentes y ámbitos desde donde se están generando una serie de reflexiones y generando conocimiento científico-técnico acerca del impacto de las tecnologías digitales en la diversidad cultural: (1) organismos internacionales, entre los que destaca la UNESCO; (2) organismos gubernamentales y (3) sociedad civil, en la que se incluiría la investigación académica. 

Respecto al primer frente, el de organismos internacionales, destaca que fue a partir de la cuarta sesión de la Conferencia de las Partes (París, junio de 2013) donde se puso en la mesa de manera formal el debate sobre el impacto de la digitalización y el nuevo panorama que se configuraba en las prácticas y expresiones culturales. Esto derivó en que en los años subsecuentes, en distintas sesiones, se solicitaran estudios especializados sobre este tema en relación con las convenciones signadas al inicio del milenio por varios países miembros de la UNESCO. Si bien en estos encuentros se expusieron distintos estudios provenientes de países como Francia, Canadá y España, entre otros, que registraban lo que estaba ocurriendo, se expresaron también posturas encontradas considerando entre otros factores, los siguientes: que la UNESCO no era la instancia para dirimir esos temas más cercanos a la técnica y al mercado, otro era la dificultad de regular o dirigir el desarrollo dinámico y cambiante de la tecnología, y que dados los desequilibrios existentes en la materia, se corría el riesgo de que los países más desarrollados, por su experiencia y capacidad de negociación, pudieran imponer instrumentos que los beneficiaran más a ellos que a los que cuentan con menor nivel de desarrollo tecnológico. 

En los años subsecuentes el tema se fue colocando cada vez más en la agenda y los informes presentados daban cuenta en diversos sentidos de los siguientes factores: los cambios en la cadena de valor en la producción y reproducción de los bienes y servicios culturales, la aparición de nuevos agentes digitales en las cadenas de valor y los canales comerciales convencionales, un crecimiento en la oferta de contenidos culturales (especialmente en los países desarrollados), nuevos modelos de financiamiento y la urgencia de establecer políticas culturales como estrategias de equipamiento y de acceso a Internet en países de bajo nivel de desarrollo para superar las brechas digitales (Vlassis en García y Albornoz, 2019). En este marco, la ‘neutralidad en la red’ fue un factor fundamental que se presentó como una estrategia para sustentar el derecho de los países menos desarrollados a implementar políticas públicas para solventar los desequilibrios y las inequidades digitales en la producción, circulación y acceso a los bienes y servicios culturales. A su vez, se instaron estrategias de cooperación internacional de intercambio tecnológico, comercio digital, propiedad intelectual y telecomunicaciones para promover la diversidad cultural. Destaca también una recomendación expresada como parte del informe titulado El impacto de las tecnologías digitales en la diversidad (de 2016), “que se refiere a la necesidad de mantener un enfoque dual al considerar la relación entre las tecnologías digitales y la diversidad de expresiones culturales. Es decir, por un lado, seguir prestando atención a los aspectos universales/comunes, involucrando un amplio abanico de oportunidades, desafíos y políticas, y por otro, examinar los componentes locales/específicos definidos por la situación particular y prioridades de cada país” (Kulesz en García y Albornoz, 2019). Al mismo tiempo que la UNESCO ha venido colocando una agenda sobre el tema de la diversidad cultural y la digitalización, otros organismos han puesto el tema en sus respectivos campos. Organismos como la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), han colocado el tema en la mesa en función de vincular la cultura y las tecnologías digitales como elementos detonantes del desarrollo sostenible en sintonía con la nueva Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible impulsada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en  2015. Por su parte, la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), ha puesto especial atención también en reconocer los nuevos panoramas de circulación de obras audiovisuales en las redes digitales para generar marcos para proteger los derechos de autor (García y Albornoz, 2019). 

Respecto a los organismos gubernamentales, puede traerse a cuenta las iniciativas de diversos Estados-nación para diseñar e implementar políticas para establecer una adaptación legal de los derechos culturales a los nuevos entornos digitales. En el caso de Latinoamérica, Chile y Brasil son algunos países que han implementado legislaciones de diversos órdenes. En el caso de Chile resalta que fue de los primeros países en implementar el principio de neutralidad tecnológica, que establece que las empresas proveedoras de acceso a Internet: “no pueden bloquear, interferir, discriminar, obstaculizar o restringir arbitrariamente el derecho de cualquier usuario de Internet a usar, enviar, recibir o proporcionar cualquier contenido, aplicación o servicio legal a través de Internet, o cualquier otro tipo de actividad o uso legal a través de la Red” (Ibid)

En Europa las legislaciones en la materia partían de la premisa de que las tecnologías de la comunicación ya no son un sector específico, sino la base de todos los sistemas económicos modernos y, por lo tanto, una regulación debía consistir en poner las reglas sobre lo que las plataformas transnacionales digitales pueden hacer o no, así como dotar de sistemas de apoyo a los agentes de todas las capacidades, especialmente para los más vulnerables con la digitalización, como los pequeños y medianos agentes de los diversos sectores (Idem). La sociedad civil por su parte, ha sido un agente fundamental al diseñar y operar observatorios por la diversidad cultural que permanecen registrando y analizando el sector digital y las industrias culturales y creativas alrededor de ella, así como las prácticas entre los agentes de diversas capacidades, en distintos niveles. Es claro que en los países con mayor desarrollo tecnológico es en donde estas instancias suelen tener mayor capacidad de investigación y poder de influencia entre los agentes de la industria y las instituciones del Estado. En lo que respecta al ámbito académico, los estudios y las investigaciones se han ocupado sobre todo en explicar y analizar los obstáculos que enfrenta la diversidad de las expresiones culturales, especialmente en los países y regiones en desarrollo, así como las políticas públicas implementadas que se podrían diseñar para propiciar y garantizar la equidad y el equilibrio establecidas en la Convención de la UNESCO  (Idem). 

Sin duda, las preocupaciones de muchos sectores de la academia subrayan que estamos frente a contextos cambiantes en los que el mercado y los avances tecnológicos para abrir ámbitos comerciales apenas y son comprendidos y paliados o resueltos por las políticas públicas, ya sean nacionales o panregionales. Cuestiones como el uso de los algoritmos y las políticas de uso de datos personales en medio de las agendas de los grandes corporativos de los medios digitales (todo esto en el marco de una pandemia global), dejan entrever un escenario en tensión en el cual los mensajes, imágenes y videos, se multiplicaron para retratar las diversas realidades culturales frente a la desinformación digital en la pandemia de covid-19. 

La desinformación digital 

La transformación mundial en la vida de las personas en la última década, es el haber incorporado las nuevas tecnologías y los artefactos tecnológicos propicios para usarlos en su cotidianeidad, en la denominada vida on line. La gran capacidad de comunicación en cuanto a la velocidad de reproducción de ciertos mensajes y contenidos ha sido uno de los factores que hizo que muchos agentes sociales y políticos, además de los comerciales que abrieron el camino, incorporaran dentro de sus estrategias de comunicación a las redes sociales como instrumentos clave para construir realidades con sus mensajes. Claramente, a diferencia de la época analógica en la que la comunicación de los medios masivos se sustentaba principalmente bajo un esquema vertical de producción y recepción, en la era digital los mensajes pueden ser asimilados, refutados o discutidos, y en la medida de que cuentan con la capacidad y los instrumentos para producir y hacer circular mensajes y contenidos, los ciudadanos son ahora también productores y reproductores de los que circula en las redes. Es claro que no todos los ciudadanos cuentan con la misma capacidad global y regional para hacer llegar sus mensajes a otros como lo hacen los grandes corporativos a través de las plataformas intermediaras de Internet. Pero más allá de la producción, el papel de los usuarios está en su capacidad de reproducción de la información y la desinformación a través de las plataformas de las redes sociales como Facebook con la función de compartir o con Twitter con la acción de retuitear. Estas prácticas expansivas por medio de los nuevos agentes preponderantes y el uso de los algoritmos de aprendizaje automático en la red, han dado como resultado uno de los comportamientos digitales desviados más amenazadores: el fenómeno denominado desinformación digital. 

Para Lewandowsky, Ecker y Cook (2017), la desinformación digital es producto de una serie de factores en las sociedades de democracias liberales entre los que se encuentran los siguientes: un “disminuido capital social de la ciudadanía, la polarización política y social, la desigualdad entre los diversos sectores de la sociedad, así como la desconfianza en los medios y los gobiernos”.  Con la digitalización, otras prácticas inherentes a la disputa por la atención social se presentan por parte de empresas, medios de comunicación, líderes, partidos y grupos políticos, así como de los gobiernos, todos los cuales establecen estrategias para  hacer prevalecer sus mensajes respecto a los de los otros. Con la desinformación digital dentro de los comportamientos desviados en línea, como lo documenta Beaufort, la polarización política y social se ha exacerbado en muchas democracias liberales (Beaufort en Losifidis y Nicoli, 2021). 

Justamente es en el contexto actual en el que la desinformación digital se presenta como un serio fenómeno a estudiar y enfrentar. Para analizar y luego ofrecer estrategias concretas, Losifidis y Nicoli parten de la idea de analizar el proceso en dos grandes momentos: uno el de la detección y el otro el de la respuesta de la desinformación digital. Posteriormente, de acuerdo a los planteamientos de Wardle y Derakshan (2017), Losifidis y Nicoli retoman tres elementos constituyentes del fenómeno: los agentes (o creadores del contenido de desinformación), el mensaje (contenido y sus características) y el intérprete (la víctima y el impacto que el mensaje tuvo en él/ella) (Wardle y Derakshan en Losifidis y Nicoli, 2021).  

Para entender primero lo que significa la desinformación Losifadis  y Nicoli retoman las definiciones de Shultz y Godson, que señalan que debe comprenderse no sólo la información falsa sino también la que se presenta como incompleta y engañosa, que puede ser transmitida por un individuo o un grupo en diversas escalas, desde las más pequeñas hasta las que pueden difundir, ya sea  uno o muchos gobiernos. (Shultz y Godson en Losifidis y Nicoli, 2021). Una definición más reciente es la que señalan Bennett y Livingston, quienes conciben la desinformación como una serie de falsedades creadas y difundidas intencionalmente para crear historias o formatos documentales para promover, sobre todo, objetivos políticos (Bennett y Livingston en Losifidis y Nicoli, 2021). Humprecht añade a esta idea de desinformación, la que se da en formatos digitales a través de sitios webs y luego se difunde en redes sociales con fines de lucro o para obtener influencia social (Humprecht en Losifidis y Nicoli, 2021). Al ser la desinformación un fenómeno más amenazante en el contexto digital por su capacidad de difundirse en forma de mensajes en la redes sociales, la Comisión Europea expresó que resulta un mayor riesgo para los procesos políticos y para formular políticas públicas, así como para preservar bienes públicos como la protección de la salud, el medio ambiente o la seguridad de los ciudadanos (Comisión Europea, en Losifidis y Nicoli, 2021).

La desinformación digital aprovecha la capacidad de los agentes para generar contenido que puede parecer en primera instancia real y que los usuarios pueden reproducir a sus contactos rápidamente sin reflexionar mucho en su veracidad. Si bien los ciudadanos no actúan necesariamente de mala fe, al divulgar el contenido falso se convierten en agentes importantes para que el fenómeno de la desinformación digital se presente y reproduzca. En este proceso dinámico, los medios de comunicación son muchas veces presas también de estas inercias de desinformación sobre temas fundamentales y estratégicos para la estabilidad social y política como lo son la salud -en este caso la pandemia de covid-19-, el medio ambiente, las estrategias de inmigración, etcétera. Todo esto entre otras cosas, genera desconfianza hacia los medios y las instituciones, como lo señala Dahlgren: “la erosión de la democracia digital se ha identificado como una crisis ‘epistémica’ de las esferas públicas” (Dahlgren en Losifidis y Nicoli, 2021). En este sentido, las redes sociales han alcanzado mucho más audiencia que los medios tradicionales; es el caso de Facebook que se convirtió en la entidad más grande en el negocio de los noticieros al alcanzar una audiencia mayor que la de cualquier otra agencia o canal de noticias en el mundo, periódico, revista o sitio de noticias en línea (Manjoo en Losifidis y Nicoli, 2021). Es por ello que muchos medios tradicionales han implementado la estrategia de dirigir el tráfico de noticias a sus propios sitios webs utilizando las redes sociales (Ju, Jeong y Chyi, 2014; D’Ancona en Losifidis y Nicoli, 2021). Para darnos una idea de la capacidad que tienen ahora estos corporativos digitales, de acuerdo a Kemp, en 2020 las redes sociales contabilizaron 3,800 millones de usuarios, siendo la más popular Facebook con 2,600 millones de usuarios activos mensuales; le siguen YouTube con 2,000 millones de usuarios y WhatsApp con 1,600 millones al mes (Kemp en Losifidis y Nicoli, 2021) (ver también statista.com, 2020).

Entre los tipos de contenido audiovisual de desinformación en las redes se encuentran los que se crean a través de sitios webs que hacen creer a los usuarios que son legítimos editores de noticias. Estos medios obtienen sus ganancias a través de la publicidad que se muestra en sus sitios, pero a su vez son eficaces medios para influir en las opiniones y actitudes de los usuarios, por ello, una de las políticas que se recomiendan en esta materia ha sido la de buscar la forma de bloquear o interrumpir las fuentes de ingreso de estos sitios. Otra de las formas extendidas en las que se presenta la desinformación digital, además de los mensajes de texto o de audio, es a través de los llamados deepfakes, realizados con video y audio que pueden parecer como información veraz expresada muchas veces imitando la voz y rostros de ciertas personas mediáticas.  

Además de los deepfakes, se encuentran las infografías, los think tanks falsos (fake tanks), referencias académicas en conferencias o publicaciones falsas y los memes como mensajes extraordinariamente expansivos con cargas emotivas o de sentido del humor, de gran capacidad para persuadir a lo usuarios y ser compartidos velozmente a través de las redes como información verificada. Dentro de estos procesos de digitalización y desarrollo tecnológico es que los algoritmos son cada vez más sofisticados, lo que ha propiciado que los mismos corporativos e intermediarios poderosos como Facebook estén sumamente preocupados por este uso de su red social, por lo que han implementado diversas estrategias que intentan detectar estas prácticas, las cuales han sido también cuestionadas por atentar contra la libertad de expresión. 

Todas estas formas de desinformación crece exponencialmente cuando entran en la ecuación los bots o robots automatizados que, apoyados en los algoritmos, tienen la capacidad de regenerar y redistribuir grandes cantidades de mensajes y contenidos diariamente simulando ser usuarios, con la capacidad además de interactuar con otros internautas. Estas formas de difundir información y actuar en la red se da sobre todo a través de verdaderos ejércitos de trolls que suelen tener diversos usos, desde posicionar algún mensaje o personaje político, recolectar datos o inclusive intimidar o presionar a disidentes o actores contrarios a las causas que defienden. 

Entre los diferentes tipos de motivaciones de los agentes de desinformación, la Comisión Europea encuentra motivaciones económicas, políticas e ideológicas. A su vez, Benkler, Faris y Roberts (2018) enumeran como principales agentes que realizan y propagan desinformación digital, al menos a: organismos cercanos a gobiernos extranjeros o nacionales, grupos de derecha, grupos que obtienen dinero con sitios de noticias falsas, campañas formales que hacen uso de instrumentos de marketing como Cambridge Analytica, así como redes de distribución peer-to-peer. A su vez, estos agentes pueden ser distinguidos entre oficiales y no oficiales. Como los no oficiales se identifican, por ejemplo, los gobiernos externos que intentan “distorsionar el sentimiento político nacional o extranjero, con mayor frecuencia para lograr un resultado estratégico y / o geopolítico” (Weedon, Nuland y Stamos, 2017: 4). Estas motivaciones políticas pueden también darse por agentes internos y no sólo operar como medio no oficial, sino incluso generar contenidos que son retomados por medios de comunicación que les son afines, como el caso documentado por Marantz que estudió en Estados Unidos a trolls que creaban y difundían mensajes de extrema derecha que llegaban a ser incluso retomados por cadenas de televisión como Fox News. En tales casos, dice Marantz, lograrían aumentar la viralidad del mensaje y, al hacerlo, lograrían “secuestrar la democracia” (Marantz, 2019). 

Otro de los comportamientos en los que se expresan estos planteamientos se encuentra en el hecho de que los algoritmos propician comunidades de ciudadanos que se comunican sólo entre ellos sin entablar un diálogo más amplio con otras comunidades. Esta polarización no sólo se trata de la generación de comunidades endógenas, sino que en ese proceso se marcan también los lugares de disputa en los que las comunidades encarnan luchas con todos los recursos con los que cuentan para hacer prevalecer su opinión. En medio de todas estas transformaciones se encuentran los problemas políticos, normativos y regulatorios que han dado juego a la desinformación digital. 

Para Losifidis y Nicoli, dentro de los factores que deben de considerarse en el contexto de la desinformación digital se encuentra el surgimiento, posicionamiento y cada vez mayor aceptación popular y de las élites, de los movimientos políticos populistas y nacionalistas, muchos de éstos relacionados a la derecha política, aunque los hay también relacionados con las ideas de la izquierda. La forma en la que estos experimentos populistas de extrema derecha y de izquierda han proliferado es capitalizando el descontento social a través del uso de las redes sociales, colocando en la agenda posturas contrarias a la inmigración, la equidad de género o el cosmopolitismo y la integración global. Las estrategias de estos agentes han tenido gran impacto en la redes sociales porque pueden colocar temas y posturas que no necesariamente predominan ni son emitidos en los medios de comunicación convencionales. Como ejemplos están los casos de Donald Trump para ganar las elecciones utilizando información de los usuarios provenientes de Facebook y el inesperado triunfo del Brexit en Gran Bretaña, en donde mensajes nacionalistas y memes evocaban un mensaje emocional sobre las guerras mundiales como antítesis de la figura de la Primer Canciller alemana con mensajes como “No ganamos dos guerras mundiales como para hacerle caso ahora”. 

A diferencia de los medios de comunicación convencionales, las redes sociales parecen tener una fuerte influencia para modificar y magnificar un estado de ánimo público en las realidades de las personas influyendo en las discusiones en la arena pública. La paradoja de todo esto es que si bien los corporativos digitales como Facebook, Twitter, Google y YouTube han dado apertura y posibilidad de mayor participación incorporando a nuevas voces en las discusiones de la agenda pública siendo importantes transmisores de noticias e información, estos atributos se ponen en entredicho cuando justamente son estos mismos canales por los que transita la desinformación digital. La pregunta sobre la mejor forma de regular esta situación es la que intentan resolver los Estados-nación y los organismos regionales y multilaterales. Esto ha orillado a que sean las mismas empresas y corporativos los que han tenido que implementar políticas de verificación de información, tanto creando algoritmos inteligentes como desplegando equipos de personas para hacer este trabajo. 

Es claro que si bien el problema público para regular la desinformación digital ha puesto a generar estrategias a gobiernos, reguladores, proveedores de tecnología y a la academia, lo cierto es que este contexto se experimentó y agudizó de manera particular en los años de la pandemia del covid-19. Dicho esto, uno de los pocos consensos es que cualquiera que sean estas estrategias debe de considerarse que cada contexto nacional, político y social es diferente, y por lo tanto, no pueden aplicarse mecánicamente las mismas políticas en todos los lugares. Los marcos regulatorios que se han propuesto por todos estos agentes dejan ver que al ser la salud y las formas de preservarla parte de las construcciones culturales que se establecen en función de otra clase de saberes científicos y alternativos, el sentido de la verdad científica es relativa y debería de entenderse sobre todo, en función de los agentes que lo reproducen y el origen de la información. Esto conlleva a una cuestión central ¿de qué manera podemos distinguir en el marco de la protección de la diversidad cultural la información falsa de la verdadera ante un evento natural que la misma ciencia se encuentra ahora apenas desentrañando?

Diversidad cultural y covid-19A partir de los primeros casos confirmados de covid-19 en Wuhan, China, a inicios de diciembre de 2019 y los primeros meses de 2020, cuando las infecciones y los decesos se extendieron a otros países, lo que derivó en que los gobiernos adoptaran diversas acciones de confinamiento, el uso de las redes sociales se incrementó notablemente como medio de comunicación y fuente de información sobre este acontecimiento inédito en la historia contemporánea. Toda la información relacionada a la pandemia como parte de la producción cultural, se ha establecido como un instrumento fundamental para detener o acelerar su propagación. La forma en la que las personas hacen frente al reto de detener los contagios y aliviar la enfermedad, está determinada en gran medida por sus prácticas culturales. Por ello, se ha puesto especial énfasis en observar la forma en la que los mensajes de desinformación se han convertido en un factor de alto riesgo para construir políticas de salud eficaces. Incluso, la Organización Mundial de la Salud definió como “infodemia” al comportamiento de los mensajes digitales que propagan desde falsas teorías sobre el origen del virus hasta su manera de prevenirlo y curarlo.1

1 En la referencia bibliográfica de World Health Organization se encuentra el link al reporte.

De esta manera, la desinformación durante el brote de covid-19 presenta una compleja interrelación de factores culturales, sociales y políticos (Leng, 2020), que ha llevado a diversos agentes privados y públicos a diseñar e implementar herramientas de verificación y estrategias de prevención de las prácticas de desinformación. La amenaza de la propagación del virus ha obligado a los residentes de diferentes países a responder a una ola rápida de infecciones, y resulta que todas las personas que viven en una situación de pandemia y cuarentena interpretan los medios para superar la crisis de manera diferente de acuerdo con su mentalidad específica, experiencia histórica y tradiciones culturales. A continuación se exploran estudios interculturales realizados durante los primeros meses de la pandemia y la forma en la que la diversidad cultural resulta un elemento clave para explicar y atender el problema de la desinformación digital ante el covid-19.

Hedonismo y utilitarismo

En el estudio de Grishina et al. (2020), realizan una encuesta entre migrantes rusos y otros migrantes europeos en España. A lo largo de la encuesta, los migrantes rusos parecen ser más tolerantes a ciertas condiciones sobre la pandemia y la forma en la que el gobierno español y el de otros países europeos enfrentan la situación. Para estos autores es importante contrastar el papel de las ideas del utilitarismo y el hedonismo en la formación de los valores occidentales modernos respecto a la actitud del pueblo ruso sobre tolerar el sufrimiento, el cual conduciría al desarrollo interior y revela la verdad de la vida (Golovanivskaya en Grishina, 2020). “A la luz de esta cosmovisión, es mucho más probable que los europeos perciban una pandemia como una tragedia, a diferencia de los rusos, que pueden interpretarla como una experiencia” (Grishina et al., 2020). 

Es justamente la motivación de conocer los factores culturales que determinan la creencia en la desinformación, que Schneider et al. realizaron un estudio abordando cinco países: Reino Unido, Irlanda, España, Estados Unidos y México, con diversas tasas de mortalidad y respuestas de los gobiernos. El estudio se centró por un lado en examinar el impacto de la desinformación en la predisposición a tomar la vacuna y recomendar a seres cercanos aplicársela, y por el otro, a establecer las pautas de cómo la desinformación digital puede impactar en adoptar recomendaciones de salud pública como usar el cubrebocas o guardar la sana distancia. Si bien en los resultados generales las personas expresaron no encontrar información errónea sobre la pandemia que pudiera ser creíble, se advierten diferencias interculturales importantes. En México y España, por ejemplo,  fue en donde la información errónea se calificó como la más creíble, aún y cuando en Estados Unidos la información de que el virus fue creado en un laboratorio Chino resultó ser del 37%. Para los autores, esto puede explicarse  por lo que denominan un “sistema de creencias”, en el cual una creencia sobre una conspiración se correlaciona con otras tantas. En lo que respecta a la ideología política, no obstante que en Estados Unidos y Gran Bretaña el conservadurismo político se asocia con una susceptibilidad mayor a la desinformación, se tuvo en los primeros meses de la pandemia mayor confianza en los gobiernos y en los políticos. Por su parte, de los cinco países del estudio, sólo en México el factor de  mayor edad no se relacionó con mayor exposición a la desinformación, lo cual estaría relacionado a que son quienes están menos expuestos a las redes sociales, lugar en donde se considera que es donde existe una mayor probabilidad de encontrar noticias falsas. Sin embargo, en Estados Unidos o Gran Bretaña, la posibilidad de que las personas mayores reproduzcan más información errónea, está más relacionado a motivos como ganancias políticas y al consenso social. En todos los países, se encontró que autoadscribirse a una minoría, no sólo de una etnia o una tendencia política, presentaba mayor predisposición a teorías de conspiración sobre el virus. A su vez, una constante en todos los países es que las personas con mayores niveles de marginalidad de educación e ingresos, son más susceptibles a creer las teorías de la conspiración. Otra constante es que existe una correlación entre una mayor confianza en los científicos con una menor creencia en la desinformación y una mayor predisposición a aplicarse la vacuna, por lo que se establece que existe una relación entre la desinformación y el cumplimiento de las orientaciones sanitarias (Roozenbeek et al., 2020).

Determinantes históricas y tolerancia a la incertidumbre

Otra de las referencias importantes es el que la prensa en diversos lugares del mundo compara la pandemia con otros sucesos históricos nacionales. De esta forma, en los países europeos se compara con la Segunda Guerra Mundial, en Estados Unidos con la Gran Depresión, mientras que en los Estados postsoviéticos se compara con el colapso de la URSS y el accidente nuclear de Chernobyl. Sería por ello que las generaciones más jóvenes o que no han experimentado sucesos como éstos, son los que resultaron ser más susceptibles a depresión y ansiedad durante la pandemia. 

Otro de los estudios interculturales llevado a cabo por Kim et al., toma como pregunta de investigación si los efectos directos e indirectos de la exposición a información errónea en la búsqueda, elusión y el procesamiento de información difieren entre Estados Unidos, Corea del Sur y Singapur, basado en diferencias culturales. Estos autores parten del supuesto de que las culturas y las sociedades son vulnerables a la desinformación en distintos grados (Wang et al., en Kim et al., 2020). En este sentido, entienden como ‘evitación de la incertidumbre’ al “grado en que los miembros de una cultura se sienten amenazados por situaciones inciertas o desconocidas” (Hofstede en Kim et al., 2020). De cierta manera la evitación de incertidumbre se relaciona sobre todo con “la ansiedad, las necesidades de seguridad y la orientación a las reglas”. De acuerdo a estos índices y un estudio transcultural basado en el modelo RISP, se considera como una cultura de evitación de alta certidumbre a Corea del Sur, le seguiría Estados Unidos y con una cultura de evitación de la incertidumbre más baja, Singapur. Bajo este esquema, “las culturas de evitación de alta incertidumbre tienden a ser menos tolerantes con la ambigüedad y la diversidad que las culturas de evitación de baja incertidumbre… aquellos en culturas de evitación de alta incertidumbre pueden tener más probabilidades de actuar sobre su insuficiencia de información para buscar y procesar con esfuerzo información relevante a fin de reducir su incertidumbre, que aquellos en culturas de evitación de incertidumbre baja”. 

Dentro de los resultados más relevantes del estudio se encuentra una evidencia de que las prácticas culturales propician comportamientos y actitudes diferenciadas en cada país. Por un lado, se encontró que existe una correlación entre la desinformación errónea con la insuficiencia de información sobre la pandemia. En las primeras etapas de una nueva pandemia, la exposición a información general sobre el riesgo desconocido en cuestión puede hacer que las personas se den cuenta de que necesitan más información, mientras que lo contrario es cierto para la desinformación. En conjunto, es más probable que las poblaciones occidentales se vean influenciadas por la motivación epistémica que las orientales, independientemente de las tendencias de evitación de la incertidumbre. En cambio, las diferencias culturales en las percepciones del control personal o la capacidad de buscar, procesar y retener información pueden estar estrechamente relacionadas con los efectos diferenciales de la insuficiencia de información”. De esta manera, comparando las culturas de baja certidumbre como Singapur, las culturas de alta certidumbre como Corea del Sur, Japón y Alemania, presentan más ansiedad por la incertidumbre y esto generaría ser más susceptibles a los cambios de los avisos de salud  (Kim et al., 2020).

Una de las prácticas más localizadas en los estudios realizados hasta ahora respecto al covid-19 y la desinformación en las redes sociales proviene de las teorías que difunden ideas acerca de que el covid-19 es el resultado de una conspiración. Gerts et al., encontraron que al inicio de la pandemia, específicamente durante los primeros cuatro meses, predominaron mensajes de desinformación en la mayor parte de las redes sociales que planteaban tesis retomadas de eventos anteriores pero contextualizadas ahora ante el covid-19.  Esta réplica de otros mensajes que promueven ideas sobre el origen conspiratorio de agentes desconocidos en el covid-19 han hecho plantear a estos autores que sería muy conveniente pensar que las instituciones públicas de salud, podrían adoptar estas estrategias para dar a conocer sus mensajes (Gers, 2020). Silvia et al., encontraron en esta práctica la importancia de bots durante los primeros cinco meses de la pandemia. Entre los principales hallazgos del estudio que analizó 505 mil tuits relacionados con covid-19, es que si bien los usuarios reales pueden tuitear tanto hechos reales o verificables como información errónea, los bots suelen tuitear más información errónea. No obstante, los bots suelen utilizar los metadatos de las cuentas de usuarios y replicar la actividad similar a la que tienen los humanos, lo cual resultó ser más importantes para predecir un alto grado de participación en tuits con información errónea (Silva et al., 2020). Esto sería una especie de réplica de comportamiento cultural que se reproduce a través de las cuentas artificiales o bots, y se mimetizaría con las prácticas digitales de otro usuario real. Las figuras de autoridad que participan en las conversaciones si bien suelen tener cierta influencia por diversas razones que desarrollaremos ahora, suelen estar sujetas a la confianza de las personas en las autoridades, en la ciencia y, sobre todo, por las creencias y prácticas culturales preexistentes de las personas. 

Las raíces políticas de la desinformación

Muchos de los temas relacionados con la desinformación digital sobre covid-19 en las redes sociales, suelen darse en este terreno virtual y no necesariamente en otros medios tradicionales, aún y cuando éstos retomen muchas veces este contenido. Madraki et al. bajo la hipótesis de que la desinformación digital ha contribuido a los altos números de contagios y decesos ocasionados por el covid-19 en el mundo, estudian la desinformación digital en tres diferentes países: Irán, China y Estados Unidos, a través de las plataformas de sus redes sociales multilingües como Twitter, Facebook, Instagram, WhatsApp, Weibo, WeChat y TikTok, recopilando un conjunto de información errónea sobre covid-19, verificada y viral en tres idiomas: inglés, chino y persa. Los investigadores encontraron que la desinformación en redes sociales variaba de acuerdo a la cultura, las creencias, las religiones, la libertad de expresión y el tipo de plataformas y el control del gobierno sobre ellas, pues si en China se tiene un estricto control del gobierno sobre las redes sociales que combate cierta parte de la desinformación digital, en Irán las leyes que se mantienen al respecto, si bien son restrictivas en varios puntos, se hace poco por cumplirlas. En Estados Unidos están restringidas ciertas redes sociales como las que provienen de China y se están diseñando estrategias para controlar la información errónea de plataformas como Twitter y Facebook, no mediante restricciones del gobierno sino a través de su autorregulación. El estudio analiza diez categorías que se comparten en los tres países (curas, origen, pruebas, vacunas, métodos de prevención públicos, métodos de prevención individual, número de defunciones y casos confirmados, rumores sobre otros países -a menudo rumores xenófobos internos y externos a un país-, transmisión de virus y otros -rastreo de contacto, recuperación, predicción de la pandemia-). Para aproximarse a estos temas, los investigadores encontraron seis hilos conductores o lo que llaman raíces y que se establecen como fuentes de la desinformación digital: 1) raíces relacionadas con la política, 2) raíces médicas/relacionadas con la ciencia, 3) celebridades y raíces relacionadas con la cultura pop, 4) raíces relacionadas con la religión, 5) raíces relacionadas con el delito y 6) cualquier otra declaración falsa que no pueda fundamentarse como relacionada con las categorías mencionadas. Los hallazgos del estudio dejan ver por un lado la alta correlación entre la religión y las noticias falsas en un contexto como el iraní, pero también el que existe en los tres países como producto de la polarización política en tanto fomentan opiniones rígidas y prejuicios contra grupos opuestos; es esta la raíz que resultó ser la más alta en cuanto porcentajes en los tres países e idiomas correspondientes (41%), inglés (31%) y árabe-persa (27%).  En este contexto, los autores señalan que “para las democracias liberales, un desafío clave es determinar cómo controlar la información errónea sin silenciar las voces necesarias para que los gobiernos rindan cuentas” (Madraki et al., 2020).

Naturaleza y remedios falsos, tratamientos y sugerencias de prevención 

La forma en la que el naturalismo ha permeado buena parte la discusión sobre lo que se presenta ante nosotros como un virus altamente contagioso y letal en millones de casos, ha generado en principio establecer diversas formas de comprender la interacción de la especie humana con el virus covid-19. En este contexto, es en donde las diversas pautas culturales de comprensión y explicación del mundo humano y no humano encuentra distintas expresiones que de cierta manera se encuentran presentes en múltiples grados en los mensajes de desinformación digital en las redes sociales. Es claro que no se trata de establecer aquí una relación entre todas las diversas formas de comprensión de las sociedades humanas respecto a lo que representa algo que no existe a simple vista como lo es un virus, pero lo que resultaría paradójico en este proceso de la desinformación digital, es que frente a algo desconocido por la humanidad, la noción de ciencia constituye un punto de referencia para reconocer lo que es verdad respecto a lo que no lo es. Este eje de explicación suscita que todo aquella forma de concebir el virus, su prevención, su cura y su adaptabilidad, resulte ponerse en entre dicho. Claro está que no se trata de adoptar una posición que anule este conocimiento pero es pertinente también construir un andamiaje que establezca cuáles son esos puntos en los que la cultura permite comprender el virus dentro del orden de lo existente. 

Las consecuencias de la desinformación digital respecto a seguir los remedios difundidos de la información errónea han sido en muchos casos dañinos y fatales, como el caso de beber cloro o lejía como antídoto del virus. Dharawat et al., proponen un análisis más fino al considerar que los mensajes no siempre contienen información completamente veraz o errónea. En una situación como la del covid-19, los primeros meses de la pandemia los mensaje podrían combinar en diversos grados ambas clases de información. Para ello, definieron categorías de análisis en función de los daños a la salud que puede generar, estableciendo desde la desinformación que puede no generar ningún daño, la que puede cambiar comportamientos o la que implica serios riesgos de cualquier individuo que siga los consejos y sugerencias expresados ​​en el contenido de la publicación en las redes sociales (Dharawat et al., 2020).

Desinformación y la diversidad cultural on line y off line

Es interesante también vincular lo que ocurre en el mundo off line respecto a la desinformación. Okereke et al. (2020), estudian la desinformación en comunidades rurales africanas en las que no se cuenta generalmente con acceso a Internet. El estudio muestra que las comunidades en las zonas rurales de África están desvinculadas de la información sobre covid-19 debido a conceptos erróneos e informes superficiales generados por las autoridades sanitarias. Como en el mundo on line, se observa cómo los principales desafíos se relacionan con el acceso a la deficiente información, a las prácticas culturales determinadas fuertemente a la religión en el contexto de la inestabilidad política y a la precariedad en el acceso a servicios básicos como el de salud. Los autores encuentran que la deficiencia de la información propicia que las personas no sean capaces de creer o reconciliar las nociones abstractas de la teoría de los gérmenes y los organismos vivos “invisibles” que causan infecciones. Algunos mensajes gubernamentales desalentaban el contacto con los animales sin ninguna evidencia científica. Como en el mundo on line, en la vida off line los líderes religiosos son figuras muy importantes. En Nigeria y Uganda, los líderes religiosos cuentan con una alta credibilidad, esto sirve como un medio por el cual se propaga la información errónea; ideas como que el virus no puede sobrevivir a altas temperaturas como se cree en Sudán y con ello se dejan de implementar medidas como el distanciamiento social o el uso de mascarilla; otras son la creencia en Kenia de que el gobierno hace uso de la pandemia como una estrategia para desviar recursos, o bien, que ingerir bebidas alcohólicas puede ayudar a prevenir el contagio, o las prácticas de inhalación de vapor como mecanismo contra el virus que se registraron en Tanzania y la creencia de que la enfermedad sólo da a altos estratos de la sociedad, por lo cual la población rural se percibe inmune; e incluso la idea de que la estructura genética de los africanos produce una alta inmunidad. Son todas estas ideas equivocadas las que han tenido un alto impacto en el manejo de la pandemia en África rural (Okereke et al., 2020).

Conclusiones

Hasta ahora, los estudios de análisis de la desinformación de la pandemia de covid-19 respecto a la diversidad cultural, si bien apenas son exploratorios, dejan ver la relevancia para analizar el impacto que tiene en las personas de todo el mundo la información que reciben. Las prácticas culturales son un claro marco de referencia para entender con mayor profundidad y grado de complejidad el comportamiento de la epidemia y su propagación, pero también para generar estrategias de salud públicas que permitan llegar a más personas con más grados de certezas. Si bien esta aproximación abordó estudios con diversas metodologías y acercamientos multidisciplinarios que estudiaron países de diversas regiones del mundo, deja ver distintas cosmovisiones que hacen cuestionarse claramente los modelos de los organismos multilaterales como la Organización Mundial de la Salud, que estarían dejando de lado muchos de los marcos que tiene la UNESCO respecto a la diversidad cultural vistos en este texto y que resultarían fundamentales para ser implementados en las estrategias, tanto nacionales como locales, para combatir la desinformación digital sobre los efectos de la pandemia y difundir programas para su prevención. En este sentido, es claro que el marco de la cultura como referencia de entendimiento y comprensión es necesario para establecer las diferencias culturales que se expresan en relación a los elementos presentes en esta tendencia global de la pandemia que marca una nueva manera en la que se están reconfigurando las nociones sobre naturaleza, salud, enfermedad y la tecnología en el mundo.




 

Referencias

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