Veredas. Revista del Pensamiento Sociológico

Rafael Delgado Deciga y Valeria Fernanda Falleti / Doctorando en Ciencias Sociales (área en psicología social), Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco. Profesora investigadora, Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco.

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En el presente artículo hemos trabajado en las nociones de género y el trabajo. Aquellos trabajos que reflexionan sobre esta relación se detienen en condiciones desiguales, de cierta sobrecarga en las labores y responsabilidades del género femenino y en un reconocimiento desigual en materia laboral entre hombres y mujeres. Dicha situación queda profundizada en mujeres jóvenes y también en el contexto de la pandemia, lo cual se visibiliza en las transformaciones espaciales. Hemos aludido a la manera en que los trabajos realizados por las mujeres quedan invisibilizados ya sea por el poco reconocimiento que existe del trabajo doméstico, o en formas de dominación que se pueden rastrear a lo largo de la historia como una forma de operación del propio sistema económico. Las dinámicas laborales y los vínculos sociales que se tejen en las sociedades modernas quedan expresados, entre otros, en los aportes marxistas sobre la función del trabajo. Desde esta mirada se ha abordado la relación entre la vida y el tiempo destinado al trabajo –como una forma impuesta y elegida ya que se asocia a la producción–. Pensar en las relaciones de género implica pensar en las formas en las que se producen estas relaciones, las cuales se anclan también a la lógica del capitalismo.

¿Cómo no va a importarme que venga gente extraña y me quite
mi tiempo, cuando tiempo es lo único que tengo en la vida?
Un caco de nuestro tiempo, Xavier Velasco.

Introducción

En otro momento (Delgado y Falleti, 2021), abordamos la conversión de los espacios privados de vivienda en centros productivos de diversa índole, esto ante las condiciones impuestas por la pandemia por Covid 19. Ante esta situación mundial de alto riesgo, se vivieron diversos fenómenos sociales en donde quedó claro que ni siquiera la posibilidad de muerte podría frenar las actividades económicas, laborales ni educativas. Por el contrario, se vivió una transformación de los espacios domésticos en centros productivos, laborales, educativos, en donde la lógica del capital tomó incluso la propia idea de habitabilidad de una sociedad que parece no poder o no querer parar su producción. Al igual que en el proceso productivo, la idea “de parar” resulta insoportable e insostenible.  En las condiciones de este capitalismo tardío, en donde el sujeto mismo también es susceptible de fantasear con la posición de “hombre-empresa” como el correlato de un dispositivo de rendimiento y de goce que es objeto hoy día de numerosos trabajos (Laval y Dardot, 2009), en donde la idea de ganar y la imposibilidad de frenar los procesos productivos suponen el soporte ideológico de estas sociedades. Esto nos lleva a repensar el papel del trabajo en la sociedad actual, su correlación con las construcciones de género y las condiciones espaciales en que esto se desarrolla.

Del trabajo y la distribución espacial

La pandemia por Covid 19 nos ha llevado a reflexionar la relación entre el espacio y la idea de trabajo, en donde la distribución espacial parecería pasar por la misma lógica de los procesos productivos; esto es, concentración de los recursos en algunas zonas con el fin de buscar la reducción de tiempos y eficientización de los recursos. A partir del siglo XIX la organización de las ciudades buscaba disminuir los recorridos a los centros laborales que, al igual que el capital, se concentran en algunas zonas nodales de la ciudad.

La organización del trabajo configura también la organización social de la ciudad. A decir de Borja y Castells, esta organización está hecha de flujos, flujos que son asimétricos. Al reparar en las formas materiales que toma esta disposición de la ciudad, el movimiento de estos flujos cobra una importancia mayúscula toda vez que las sociedades modernas suponen una serie de movimientos “una sociedad en la que la base material de todos los procesos está hecha de flujos. En la que el poder y la riqueza están organizados en redes globales por los que circulan flujos de información” (Borja y Castells, 2006: 30) Y no sólo se trata de información que circula, sino también trabajadoras y trabajadores; ideas y sentidos que son desplazados en la disputa de la configuración de una ciudad que en la economía contemporánea se articula territorialmente en torno a redes de ciudades y cuyo objetivo es la producción de plusvalía. “Es decir, que la metrópoli central es organizada a partir de redes y enormes edificios cada vez más sensibles, interconectados como espacios de flujos (comando, diseño, coordinación, gestión) en situación descolocada y cada vez más segregados los espacios de (los) lugares” (Gaytán, 2004: 16). De esta manera, se entiende el corredor que conecta la avenida Reforma con el zócalo de la Ciudad de México, los principales centros financieros se ubican en esta zona que termina conectando con el Palacio Nacional, metáfora espacial que reúne y encuentra los poderes en la distribución y organización espacial de la ciudad.

De esta manera, la configuración de la ciudad se entiende en la conformación de los procesos productivos en los cuales se implica la dinámica del trabajo (antes y ahora, después de la pandemia) en desplazamientos cíclicos de los trabajadores, lo cual trastorna la movilidad en la ciudad.  En las “horas pico” de entrada y salida del lugar de trabajo la movilidad pareciera volverse imposible; un mismo espacio no es el mismo en distintos tiempos y momentos del día, y las vialidades conocen esto, así es como tramos que suponen recorridos de 15 minutos, estos pueden transformarse en una hora. Llegar a tiempo al trabajo puede implicar un acontecimiento de tipo heroico para quienes habitamos esta ciudad. Por otra parte, la movilidad en el transporte colectivo, en particular en el sistema metro, supone una proeza que quizá trascienda la heroicidad; son incontables las experiencias que se podrían narrar en el metro de la Ciudad de México, pero ese sería un tema a tratar con mayor profundidad en otra oportunidad.

Con la aparición del virus y la consecuente suspensión de actividades consideradas no prioritarias, esta movilidad de trabajadoras-es por la ciudad se vio suspendida, no así las actividades laborales, las cuales fueron desplazadas a las casas (aquellas que fueron posibles), entre las que ya destacamos las educativas, así como otras actividades administrativas o de oficina. Al incluir actividades laborales en las casas, se puso de relieve otro tipo de trabajo que se suele invisibilizar en el proceso productivo como es el trabajo doméstico, aunque antes conviene reparar en las formas que se entienden por trabajo.

Del trabajo como orden social

Nos proponemos pensar el trabajo en el sentido en que lo hacía Marx (1867), como esa actividad en la que el sujeto es capaz de expresarse y donde se materializan objetos que al mismo tiempo que crean al “hombre” son partícipes de una dinámica que lo constituye también a éste. “El trabajo es en primer lugar un proceso entre el hombre y la naturaleza, un proceso en el que el hombre media, regula y controla su metabolismo con la naturaleza (Marx, 1865: 215) (…) al operar sobre la naturaleza exterior a él y transformarla, transforma a la vez su propia naturaleza” (216). El trabajo transforma y participa de la constitución del propio sujeto.

Asimismo, no se puede entender al trabajo como una actividad individual sino como una labor necesariamente colectiva y, en ese sentido, toda práctica social supone una serie de interacciones con el otro, lo cual conlleva un conjunto de regulaciones prácticas y vinculaciones que se convocan en torno al trabajo. Actualmente, resulta importante abordar este concepto toda vez que los cambios en las realidades laborales producen vertientes en torno a éste, como la precarización de los derechos laborales y las múltiples formas en las que es posible laborar –como ha sucedido en la pandemia–; por lo que es relevante pensar el trabajo como un concepto que organiza la vida, la temporalidad y los espacios de la ciudad.

El trabajo suele aparecer como el leit motiv de la vida, como repetición y guía de un porvenir que se anuda en el esfuerzo diario y como posibilidad para vivir. Asimismo, como decíamos atrás, el trabajo supone una serie de vínculos que regulan a la vida misma y a las relaciones de género también.

Los sujetos se encuentran sometidos a un campo de regulaciones socialmente admitidas como válidas en donde se establecen vínculos tanto dinámicos y jerárquicos como de género, las reglas prescriptivas tienen su materialización en los modos de vinculación con los otros. De esta manera, las formas de establecer regímenes de saberes y patrones de obligatoriedad pasan por los modos particulares de vinculación.

De esta manera, la integración del capital y los marcos normativos de la modernidad permiten formas de elaboración de las pautas de sociabilidad que pasan por modos de elaboración y de consolidación de ciertos marcos lingüísticos. Es decir, lo que permite la cristalización de los modos de producción es la propia idea de individuo como ser portador de la razón y como posibilidad de control social que se anuda al propio orden, lo cual a su vez permite las condiciones de producción económica.

La división social del trabajo supone un adiestramiento, saberes sociales administrativos tecnológicos que permiten y sostienen el proceso de reproducción del capital, toda vez que éste requiere una condición integradora para sostenerse. Paradójicamente, dicha condición integradora busca invisibilizar la expresión contradictoria del proceso, ya que el despojo y sometimiento de los trabajadores se inscriben en las promesas de libertad y bienestar, promesa del bienestar que produce todo tipo de respuestas a favor del sistema. En ese sentido, los vínculos se inscriben también en los procesos económicos y la condición de género se anuda en las formas de invisibilizar el trabajo, situación que se evidenció con las condiciones de la pandemia.

Trabajo, género y las formas de invisibilización

En la pandemia mucho se habló del hecho de duplicar la jornada laboral dado que además de la realización del trabajo en casa (home office) se hicieron presentes las tareas domésticas. Por lo tanto, se pudo observar una duplicación de tareas y funciones, que si bien en muchos casos preexistían, la pandemia permitió visualizarlas. En este panorama laboral se sumó además el proyecto de la “escuela en casa”, lo cual implicó el acompañamiento de un adulto en la función escolar, ya sea para disponer de los materiales escolares, para destrabar alguna cuestión tecnológica, para preparar el lunch del niño o niña estudiante.

Considerando esta variedad de tareas y la asignación que se hace socialmente a las mujeres como responsables de los deberes domésticos, no es audaz plantear que en épocas de pandemia a éstas se les triplicaron las funciones y, en general, esto ha implicado una cantidad numerosa de responsabilidades. El trabajo doméstico se ha asociado históricamente a las mujeres, ya sea como una labor de pareja o bien como trabajadoras que no necesariamente se inscriben en los regímenes de la formalidad. Durante la pandemia, el trabajo doméstico realizado por trabajadoras fue suspendido o bien llevado a cabo sin regulación en las condiciones sanitarias.

La precarización de las condiciones en las que se lleva a cabo el trabajo doméstico, antes y después de la pandemia, supone por una parte una condición de clase y por otra una condición de género que bien se puede ubicar históricamente. Silvia Federici hace un rastreo de este tipo y nos lo relata en su libro el Calibán y la bruja.

En Inglaterra “un hombre casado tenía derechos legales sobre los ingresos de su esposa (…) cuando una parroquia empleaba a una mujer para hacer este tipo de trabajo, los registros escondían frecuentemente su condición de trabajadoras registrando la paga bajo el nombre de los hombres” (Federici, 2015: 174-175).

Durante los siglos XVII y XVIII, la mujer trabajaba a la par que el marido, produciendo también para el mercado, era el marido quien recibía el salario de la mujer. Esto les ocurría a las trabajadoras una vez que se casaban.

Esta política que hacía imposible que las mujeres tuvieran dinero propio creó las condiciones materiales para su sujeción a los hombres y para la apropiación de su trabajo por parte de los varones. Es en este sentido que la autora habla del “patriarcado del salario”.

Este ejemplo de hace tres siglos nos lleva a cuestionarnos cómo se han dado las transformaciones en los modos de producción y qué tanto han cambiado estas formas de sujeción. La emergencia de un modo de producción capitalista trajo cambios en los modos de vincularse y en donde el trabajo en el hogar, por mucho tiempo ni siquiera se consideró como tal.

El trabajo doméstico

El trabajo que se realiza en el hogar, necesario y sumamente importante para el sostenimiento de los sujetos, supone una de las formas en las que el Capital ha invisibilizado los procesos laborales, a decir de Federici (2013: 36): “ocupa la manipulación más perversa y la violencia más sutil que el capitalismo ha perpetrado nunca contra cualquier segmento de la clase obrera”.

Un trabajo que decíamos atrás, durante mucho tiempo fue considerado como parte de las labores cotidianas de las mujeres, en donde no se obtenía ningún tipo de remuneración ni prestación. Un trabajo sin horario, prestaciones ni vacaciones que, no obstante, resulta esencial para el funcionamiento de todo el sistema social, pues supone el soporte de la clase proletaria; es decir, supone el sostén de la casa que a decir de Bachelard (2010) es el soporte mismo del sujeto y, por otra parte: “es exponer el hecho de que en sí mismo el trabajo doméstico es dinero para el capital” (Federici, 2013: 41).

El trabajo doméstico sigue siendo una labor pocas veces reconocida y su remuneración no es regulada y las posibilidades de obtener derechos laborales es bastante escasa (por otra parte, los derechos laborales en general cada vez más parecen estar en peligro de extinción). Así lo plantea Silvia Federici (2013: 37): “la condición no remunerada del trabajo doméstico ha sido el arma más poderosa en el fortalecimiento de la extendida asunción de que el trabajo doméstico no es un trabajo”. Se invisibiliza como parte de las responsabilidades propias del hogar que les correspondería a las mujeres.

Es importante resaltar que el reconocimiento y la lucha por los derechos del trabajo doméstico así como su justa remuneración no supone una ruptura o una salida de la lógica del capital; pues como señala la autora: “Tiene que quedar completamente claro que cuando luchamos por la consecución de un salario, no luchamos para así poder entrar dentro del entramado de relaciones capitalistas, ya que nunca hemos estado fuera de ellas” (Federici; 2013: 40).

Actualmente, la desprotección y la precarización continúan en esta forma de laborar, pues las trabajadoras del hogar no fueron anexadas a la tabla de salarios mínimos profesionales sino hasta el año 2021, en donde se estableció  un referente mínimo. En este país “el empleo doméstico comprende el 10% de la fuerza laboral femenina del país, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía”.1 De igual manera, “hay casi 2.3 millones de personas que realizan trabajo doméstico remunerado. De este grupo, 90% son mujeres (según los datos del segundo trimestre de 2022 reportados por la ENOE)”.2 Según los datos del INEGI, “el impacto de la pandemia por la COVID-19 no fue igual entre hombres y mujeres. La pandemia trajo consigo una disminución en las actividades económicas y provocó, en ambos sexos, un decrecimiento del mercado laboral, pérdida de empleo y baja del ingreso laboral”.3

1 Disponible en: https://www.eleconomista.com.mx/capitalhumano/La-realidad-de-las-trabajadoras-del-hogar-en-Mexico-20220406-0085.html
2 Disponible en: https://imco.org.mx/seguridad-social-para-las-trabajadoras-del-hogar/#:~:text=En%20M%C3%A9xico%2C%20la%20magnitud%20del,2022%20reportados%20por%20la%20ENOE).
3 Disponible en: https://www.inegi.org.mx/contenidos/saladeprensa/aproposito/2023/EAP_8M2023.pdf

Para María de Jesús López Amador (2021), se entiende el trabajo doméstico como una actividad poco remunerada y en condiciones de riesgo, lo cual se agravó a partir del confinamiento por la pandemia. “El 45 por ciento de las trabajadoras del hogar ganan entre uno y dos salarios mínimos, y el cinco por ciento de ellas gana más de tres; es decir, algunas reciben por día cerca de 150 pesos. Aunque se han hecho reformas a las leyes Federal del Trabajo y del Seguro Social, se sigue dejando afuera la posibilidad de que se jubilen, de definir un salario al día por prestaciones adquiridas por los años trabajados, e incluso siguen sin saber cómo afiliarse a un sistema de seguridad social”.4

Ante estas condiciones tan poco favorables, buscar mejores condiciones supone no sólo una búsqueda de reconocimiento “Queremos llamar trabajo al trabajo” (Federici, 2013: 40), sino también una forma de visibilizar las formas en las que las propias relaciones se inscriben en las lógicas del capital en condiciones laborales desfavorables, lo cual agrava las desigualdades existentes.

El trabajo, la pandemia y las desigualdades

Ante estas condiciones económicas, políticas y sociales es que las desigualdades se evidenciaron de mayor manera durante la pandemia, se vieron profundizadas ciertas brechas: las tecnológicas,5 las sociales, económicas y también las laborales. Dichas distancias han tenido efectos también, en otras dimensiones como la de género y los cuidados; la generacional y la educativa. Seguramente las mencionadas brechas y dimensiones se encuentran estrechamente relacionadas, siendo difícil poder aislar del todo algunos de estos aspectos.

4 Disponible en: https://www.dgcs.unam.mx/boletin/bdboletin/2021_280.html
5 Existen varias dimensiones y ámbitos que nos permiten indagar sobre las brechas tecnológicas. La cobertura de internet lograda en la zona en la que se vive, la posibilidad de acceder a una mayor conectividad de internet, los dispositivos con los que se cuente, las capacidades con las que se cuenten en el manejo de estas tecnologías, por mencionar algunos de los tantos factores que han influido en los accesos a la educación y al trabajo.

De esta manera, el mundo laboral como espacio social no es ajeno a la reproducción de diversas desigualdades e inequidades que caracterizan las relaciones entre géneros, aunque también remite a las desigualdades sociales que  quedaron más evidenciadas y profundizadas con la pandemia. De la siguiente manera expresa Pablo Vommaro (2021) estas distancias sociales:

Sin embargo, quisiera discutir la creencia que sostiene que el aislamiento es algo para los sectores medios o medios altos, y que en los barrios populares no se cumplen las medidas de prevención por que la pobreza genera caos o armonía. En principio, acaso no sea ocioso apuntar que se hizo más que evidente la resistencia de la población con mayores ingresos a cumplir el aislamiento. En contraste, mi experiencia con las poblaciones más desamparadas me permite afirmar que los barrios, las comunidades y los territorios despliegan estrategias de cuidado de otras maneras, con otras modalidades. Claro que el hacinamiento dificulta la distancia social, por supuesto que los trabajadores informales y precarizados necesitan ingresos día a día.

Es decir, si los ingresos dependen del hecho de salir de los hogares a prestar ciertos servicios tales como la limpieza doméstica, la atención en restaurantes, la orientación de los ejercicios en los clubes, por mencionar algunas actividades que requieren del traslado y de una presencia, ¿cómo es posible sostener un aislamiento? Esto nos lleva a preguntarnos: ¿quiénes tuvieron la posibilidad de realizar home office? Esta pregunta se enlaza con otra cuestión y es la de pensar: ¿cuáles fueron las consecuencias de traer el trabajo a la casa –además de otras actividades– para las mujeres?

En esta indagación se abre un abanico muy amplio, que va desde el registro de un aumento de violencia al interior6 de los hogares como otras violencias más invisibles que se sostienen en las formas inequitativas y desiguales de distribución de tareas. Estas inequidades seguramente ya estaban presentes en los ámbitos domésticos, la cuestión es que en la situación pandémica quedaron en una mayor evidencia.

6 Durante la pandemia, la violencia en contra de las mujeres aumentó un 5.3% entre 2019 y 2020. Ante ello, el registro de solicitudes para el acceso de albergues y refugios para mujeres y víctimas de violencia tuvieron un incremento del 12.7% a nivel nacional, según la Red Nacional de Refugios. Según datos recopilados por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), cabe señalar que de los 1.856.805 delitos registrados en el 2020, 220.609 fueron de violencia familiar (Infobae).

En relación con las desigualdades laborales, en el mercado laboral las mujeres son las que, en general, tienen los trabajos más precarios porque en muchos casos los tienen que combinar con las tareas de cuidado que siguen estando repartidas desigualmente al interior de los hogares. Esto hace que el tipo de empleo al que pueden acceder las mujeres que quieren ingresar en el mercado laboral deba tener cierta flexibilidad; y esto no es posible en muchos trabajos formales. Ello inevitablemente implica asumir trabajos más precarios en el comercio informal; en este tipo de sectores no tienen seguridad social ni respeto a los derechos (informe 2022, disponible en danzarenlasbrumas.org, pp. 151-153).

El mercado de trabajo de las mujeres jóvenes se caracteriza por la rotación, la segmentación y la precariedad; dicho mercado no le permite a la mayoría de las jóvenes desarrollar relaciones laborales estables. Las mujeres jóvenes son más propensas al desempleo y construyen trayectorias laborales intermitentes, y se enfrentan a una mayor precariedad y segregación ocupacional. Esta situación se relaciona –en gran parte– con el hecho de que ellas siguen siendo las principales encargadas del trabajo reproductivo. Lo que conlleva a una sobrecarga global de trabajo que termina condicionando su inserción, y las trayectorias laborales y de vida (García y Oliveira, 1994; Pacheco, 2016; Pacheco y Flores, 2019, citado en el informe del sitio web danzarenlasbrumas.org, pp. 151-153).

Ante las condiciones actuales y las crecientes brechas de desigualdad, cabe voltear un poco a repensar cuál es el proceso del trabajo y los procesos subjetivos que de éste devienen.

Del proceso del trabajo

Nos parece importante retomar la perspectiva marxista que pareciera un tanto olvidada, ya que si bien existen particularidades propias de los tiempos, los cuales hemos bordeado, también es cierto que persisten condiciones estructurales como la explotación del hombre por el hombre y la condición de generación de riqueza sigue estando en la posibilidad de extraer de los trabajadores un valor agregado. La riqueza no está en el ingenio ni en la astucia como sugieren los cánones ideológicos del sistema, sino en el trabajo que no se paga, en la plusvalía, como explicara el pensador nacido en Tréveris.

El uso de la fuerza de trabajo es el trabajo mismo. El comprador de la fuerza de trabajo la consume haciendo trabajar a su vendedor. Con ello llega a ser acto lo que antes era solo potentia, fuerza de trabajo que se pone en movimiento a sí misma.

Marx, 1867: 215

Para entender el proceso de trabajo, hay que destacar los elementos de éste que a decir de Marx son la actividad orientada a un fin, su objeto y su medio. Los medios de producción son detentados por los burgueses quienes obtienen un plus de valor a través del trabajo que ejercen los trabajadores sobre los objetos, un trabajo que implica cierto tipo de vinculación que no es sino reflejo de las relaciones sociales.

Los medios de trabajo no sólo son escalas graduadas que señalan el desarrollo alcanzado por la fuerza de trabajo humana, sino también indicadores de las relaciones sociales bajo las cuales se efectúa ese trabajo.

Marx, 1867: 218

Contrario a la idea común de que el empleador “le da de comer” a su trabajador, habría que revisar esta enunciación pues la situación es la contraria, pues del tiempo que no se le paga al trabajador es de donde se obtiene la ganancia, la plusvalía. Valga la pena ilustrar este concepto con el ejemplo que nos presenta David Pavón Cuellar, sobre el ejemplo de una obrera en el norte del país:

La producción diaria de Marichuy pues, tiene un valor diario de aproximadamente 200 dólares. De esta cantidad se requieren unos 92 dólares para el funcionamiento de la fábrica, el pago de ingenieros, oficinistas, ejecutivos y vendedores, la compra de materias primas, el mantenimiento de las máquinas, el pago de impuestos y otros gastos. Quedan 108 dólares, de los cuales, como ya sabemos, hay que darle un salario de 8 dólares a Marichuy. Los 100 dólares que restan son el plusvalor diario que es producido por Marichuy y que llena los bolsillos de los capitalistas que se enriquecen con su trabajo en México, Estados Unidos, Finlandia, Suecia y otros países europeos. Hay aquí accionistas de la compañía finlandesa PKC, de la Volvo, la General Motors y las demás empresas que sacan directamente un provecho económico del trabajo de Marichuy.

Pavón, 2019

¿Qué es lo que pierde una trabajadora? No se trata sólo del dinero que no percibe, lo cual al carecer de medios de producción no tiene otra opción sino la de intercambiar su fuerza de trabajo, sin embargo, los trabajadores pierden no sólo el dinero que no se les paga, sino el tiempo que dejan de vivir (Pavón, 2019: 136).

Cuando el valor de uso de la fuerza de trabajo se realiza, tenemos el trabajo de renunciación al goce, al goce adicional que habría podido agregarse al que siempre se encuentra ligado a cualquier vida, incluso aquella que se agota en el trabajo.

Pavón, 2019: 137

Una vida que se torna en un trabajo, en tiempos cíclicos y repetitivos que supone, como lo plantea Marx, la transformación de un trabajo vivo en trabajo muerto. Asimismo, en esta renuncia se puede advertir una relación entre el concepto de plusvalía y el plus de goce lacaniano.

El plus-de-gozar tan sólo puede producirse negativamente, al perderse, porque, a diferencia del plusvalor, no es una entidad simbólica, sino que remite a lo real y resulta por ello inasible, inaccesible, imposible. Por lo mismo, el plus-de-goce tiene un carácter incuantificable e incalculable. No puede ser ni contado ni calculado, así como tampoco puede ser ganado por nadie, pues no puede pasar de los explotados a los explotadores. Y no puede pasar de los unos a los otros porque no puede transferirse, porque no puede circular, porque “no hay circulación del plus-de-gozar”, como nos lo dice rotundamente Lacan (1969-1970: 94). Lo que Marichuy deja de vivir, la vida que deja de gozar, es algo inalienable, intransferible, que sólo ella pudo haber gozado.

Pavón Cuellar, 2019: 37

Para la clase obrera el trabajo supone la condición de vida “no trabajas porque te guste, o porque te venga dado de un modo natural, sino porque es la única condición bajo la que se te permite vivir. Explotado de la manera que sea, no eres ese trabajo” (Federici, 2013: 37). Ahora bien, parte del trabajo ideológico consiste en denegar estos procesos y volverlos invisibles, investirlos de una forma tal que se “naturalizan” estos procesos como parte de la vida misma y eso se aprecia bien en el trabajo doméstico, como revisamos atrás.

Marx apostaba a visibilizar los procesos de producción del capital como una forma de poder, cancelarlos; sin embargo, los sujetos parecieran someterse, justificar y defender el sistema económico a pesar de las condiciones de explotación en la fantasía de ocupar o participar de los lugares de poder. Este mecanismo ideológico es lo que permite preservar el sistema bajo la secreta aspiración a participar de los modos de goce, lo cual supone como planteamos atrás, un proceso en donde el tiempo juega un papel fundamental, pues el postulado de los procesos del trabajo supone que a menor tiempo más producción, más ganancia sobre el tiempo de los y las trabajadoras, tiempo que es vida.

Tiempo, vida y trabajo

En las sociedades modernas, el trabajo cobra una relevancia tal que escapa de su papel en el proceso económico, lo trasciende a tal punto que la misma noción de vida se anuda fuertemente con la idea de trabajo, como positividad que encubre el proceso de trabajo, que no es sino la invisibilización de la explotación, de un proceso que produce “algo tan muerto como el valor comporta necesariamente el consumo de algo tan vivo como lo que anima por dentro al sujeto” (Pavón, 2019: 141). De este modo, en su negatividad se revela cómo el trabajo consume la propia vida de los sujetos.

El homo oeconomicus no es aquel que se representa sus propias necesidades y los objetos capaces de satisfacerlas; es el que pasa, usa y pierde su propia vida tratando de escapar a la inminencia de la muerte.

Foucault, 2008: 252

La finitud del hombre pareciera entorpecer al propio sistema y por eso permanece innominable, la muerte entorpece el proceso productivo y como se vivió en la pandemia, los intereses económicos y los procesos productivos resultaron más importantes que la vida de los propios sujetos; las actividades se reanudaron sin las condiciones de seguridad y en los últimos tiempos de la pandemia se redujo la incapacidad por covid de 15 a 7 días. Los hospitales, por su parte, participaron de este proceso toda vez que su función no es sino la de restaurar los cuerpos a la cadena productiva lo antes posible. El descanso no tiene lugar, es una pérdida de tiempo.

De ahora en adelante, la finitud y la producción van a superponerse exactamente en una figura única. Toda labor complementaria será inútil; todo excedente de la población perecerá. La vida y la muerte quedan así puestas exactamente una frente a otra, superficie contra superficie, inmovilizadas y como reforzadas ambas por su presión antagonista.

Foucault, 2008: 254

El tiempo supone esa parte de la experiencia humana mediante la cual se rige la vida, en la modernidad supone un valor a ser procurado, pues se anuda la idea del plus de valor que se obtiene del tiempo, por lo que éste no puede ser dilapidado «el tiempo es oro». La rutinización del tiempo supone la manutención del propio orden de las cosas, el calendario supone el tiempo cíclico que vuelve sobre sí mismo, ordena la vida social en una repetición.

No obstante, el tiempo requiere su conjugación en la materialidad del espacio. El pasado y el porvenir de los sujetos se juegan en las materialidades heredadas que son resignificadas en las prácticas cotidianas.

El pensamiento clásico concebía un futuro siempre abierto y siempre cambiante con respecto a la economía; pero de hecho se trataba de una modificación de tipo espacial.

Foucault, 2088: 254

El cuadro de producción se repite en la distribución espacial de la ciudad, la forma de organización social pasa por las formas espaciales de reproducción del propio sistema económico, como ya advirtiera Lefebvre (1974). El espacio supone la reproducción ideológica del sistema y en ese sentido la movilidad de las ciudades apunta a los flujos de trabajadores que se desplazan en las ciudades modernas. Así, la ciudad se presenta como una “articulación espacial continua o discontinua de población y actividades” (Borja y Castells, 2006: 13). Esta forma de apropiarse de la naturaleza apunta irremediablemente en el modo actual, a la producción de un plus valor, acumulación incesante que parece asolada por la propia idea de finitud.

A decir de este autor, los sujetos se ven obligados a producir a fin de cubrir sus necesidades, producir más a cambio de lo mínimo indispensable que les permita vivir y, en estos tiempos, un poco menos si es posible.

Este “plus de privación” [Mehr von Entbehrung], como lo llama Freud (Malestar en la Cultura, 1927), suscita lógicamente cierta “hostilidad” hacia la cultura, “empuja a la revuelta” y es razón más que suficiente para que el mismo Freud concluya que nuestra “cultura, que deja insatisfechos a un número tan grande de sus miembros, no tiene perspectivas de conservarse de manera duradera ni lo merece” (p. 12).

Pavón, 2019: 145

Como ya afirmara Marx, el modo de producción de la vida material participa determinantemente en los procesos de la vida social política e íntima, incluso en las relaciones de género en donde la mujer ocupa el lugar de la explotación que se naturaliza, se ideologiza y permite operar al ser un sostén del orden social. En ese sentido podríamos leer de manera política a Freud cuando plantea la necesidad de que la cultura no siga existiendo de la manera en que se ha constituido y esto se entiende a partir de las desigualdades y las privaciones que hacen que todo el sistema opere.

Para Freud, contra lo que uno habría imaginado, el gran defecto de la cultura humana, aquel por el que la cultura no merece existir, no es la renunciación a nuestro goce en el sistema cultural simbólico, no es que esté Otro goce en lugar de nosotros, no es nuestro malestar en la cultura, sino la concentración de la cultura en unas pocas manos. El problema es la cultura tan mal distribuida y no el tan bien repartido malestar en la cultura.

Pavón, 2019: 145

Reflexiones finales

Las transformaciones en los modos de producción trajeron consigo cambios no sólo en los procesos económicos, sino también en las formas de subjetividad que se producen (Rolnik y Guattari, 2013). Es decir, estas transformaciones produjeron distintas formas de vinculación que regulan también a la vida social. De esta manera, para que estas nuevas formas operaran fueron necesarias transformaciones espaciales que se conjugaran con el orden económico y simbólico.

De esta manera, entender las formas de producción y el proceso del trabajo supone entender no sólo las formas de organización social sino que también un nivel de la intimidad, supone entender cómo se construyen las relaciones personales como lo plantea Federici (2015) con el patriarcado del salario, en donde se establece cómo las relaciones de género reproducen las formas del proceso económico que se fundamenta en la obtención de un plusvalor que se obtiene del otro.

Así, el trabajo toma un papel central en el entramado de significaciones sociales, pues representa no sólo la única forma de subsistencia para la clase proletaria, sino que se trata de una parte esencial de su vida, y en buena medida se convierte en ésta misma (Feregrino y Cadena, 2019). Si bien hay autores que consideran a los programas de gobierno y apoyos estatales como una forma de subsistencia, esto resulta otra forma de invisibilizar el trabajo, pues las ayudas gubernamentales no parten sino de los impuestos, es decir del trabajo de otros. Hay en las formas de trabajo muchos factores que intervienen, tanto estructurales como subjetivos, sin embargo, es importante señalar que es distinta la manera en la que se constituyen en la diferencia genérica. Esta diferencia se entiende como un elemento cultural que refiere a una serie de significaciones y prácticas que construyen socialmente lo “propio” de lo que se asume como hombres o mujeres (Lamas citada en Feregrino y Cadena, 2019). De esta manera, las categorías de género y trabajo se entraman de una manera profunda, de tal suerte que resulta difícil un análisis que las disocie, pues el sujeto moderno se construye decisivamente en torno al trabajo como el fundamento de la vida misma. Planteamiento presente también en Rolnik y Guattari (2013) cuando trabajan el vínculo entre la producción de subjetividad y el sistema económico y productivo donde ésta se despliega y desarrolla.

Estas diferencias hacen que el abordaje de las modalidades en que se vive el trabajo sea distinto en la forma de agenciamiento, ya que históricamente se le asignó a la mujer la idea del “cuidado de la familia”, lo cual implica y conlleva a una naturalización del trabajo doméstico e íntimo, el cual juega un papel fundamental en la organización social y económica de las familias.

El trabajo de millones de mujeres que han consumido su vida, su trabajo, produciendo la fuerza de trabajo que se emplea en esas fábricas, escuelas, oficinas o minas. Esta es la razón por la que, tanto en los países «desarrollados» como en los «subdesarrollados», el trabajo doméstico y la familia son los pilares de la producción capitalista. (Federici, 2013: 57)

Así, hemos visto cómo se articulan los procesos productivos con las maneras subjetivas de vinculación que suponen formas de organización social que apuntan a la familia como el sostén del sistema económico en donde el trabajo necesita ser invisibilizado como una forma de ocultar, a su vez, el uso de la fuerza de trabajo, que apunta siempre en el sistema capitalista a la producción de un plusvalor que se obtiene de una pérdida, del tiempo de las trabajadoras y los trabajadores destinado al trabajo.

Como revisamos atrás, una vez que es realizado el valor de uso, esto supone renuncia al goce, goce que se anuda al tiempo, es decir la posibilidad de disfrutar su propia vida. Lo que los sujetos dejan de vivir en el proceso del trabajo, es decir, aquella vida que supone un dejar de gozar, lo cual desde la lectura de Pavon “es algo inalienable, intransferible” (209:137). Lo perdido es algo que sólo concierne al sujeto. De esta manera, se entiende el por qué durante la pandemia, algunos científicos optaron por llamarle sindemia, en virtud de que se trata de dos o más enfermedades que actúan entre sí, en este caso el virus del capitalismo parece más mortal que el propio Covid 19.

En este escenario, las políticas públicas que se adoptaron ante la emergencia sanitaria profundizaron las desigualdades sociales. En una sociedad desigual, las crisis se profundizan, impactan y se tramitan de manera desigual, por lo cual nos hemos detenido en el análisis marxista, ya que su trabajo “nos ha proporcionado un análisis que al día de hoy sigue siendo indispensable para entender cómo funcionamos en la sociedad capitalista” (Federici, 2013: 58). De igual manera, esta autora destaca la particular forma en que se construye la desigualdad de género, como una desigualdad multidimensional en donde destacamos: los cuidados. La cuestión del género tiene relación con la temática de los cuidados. Las mujeres quedaron rebasadas toda vez que había que mantener la operación del sistema incluso si la propia intimidad quedaba comprometida, por lo que el trabajo reconocido y remunerado se encontró con el trabajo doméstico en el mismo espacio e incluso con las labores educativas incluidas, toda vez que la estrategia gubernamental apuntó a mantener las clases en casa. Según Vommaro, la solución no radica en plantear una mayor equidad en las tareas, sino en involucrar al Estado en estas tareas, pues la regulación del trabajo doméstico pareciera seguir siendo eludida por éste. En este sentido, también debemos repensar el concepto de “esclavitud del salario”. El grupo de trabajadores y trabajadoras que, en la transición del capitalismo más se acercaron a la condición de los esclavos fueron las mujeres trabajadoras” (Federici, 2015: 176). Esta condición subsiste en cierta medida hasta nuestros tiempos, pues la incorporación de las mujeres en el trabajo remunerado trajo consigo otras formas de explotación y en donde el trabajo doméstico se integró como parte de sus actividades, sobre todo en las clases trabajadoras, por lo que la atención de la casa continuó como una labor particularizada en las mujeres; cabe señalar también que sigue siendo una labor desdeñada y con escasa regulación jurídica. Por lo tanto, la procuración de condiciones menos desiguales en los trabajos domésticos sigue siendo un asunto político en el que se requiere insistir.

En esta situación, la lucha por los derechos laborales luce sumamente complicada, pues ni siquiera el acecho de la muerte a partir del virus Covid 19 pudo al menos suspender más de 15 días a los procesos productivos; sólo al inicio de la pandemia en donde hubo una suspensión más amplia en los meses de abril y mayo del 2020, en donde no obstante los empresarios impulsaron la reanudación de las actividades incluso si no eran esenciales, sin las condiciones de seguridad y sin responsabilidad hacia sus trabajadoras y trabajadores. Asimismo, la educación se mantuvo a pesar de no contar con las condiciones propias de una pedagogía adecuada, pero no se podían frenar las clases. Incluso las universidades mantuvieron sus actividades bajo la misma lógica «no se puede atrasar», por lo que las casas se transformaron también en centros productivos con jornadas que no tenían regulación.

Quizá en este punto se entienda entonces por qué no puede parar el proceso, por qué resulta tan insoportable la idea de detenerse y perder el tiempo, si el trabajo es vida. Parar supone afrontar el acecho de la muerte, una finitud que no tiene lugar en las sociedades modernas ni en el orden simbólico de la cultura; el hecho de parar y frenar supone detenerse a pensar. Por ejemplo, en las formas de apropiación y concentración de la riqueza, sin lugar a dudas, esto resulta insoportable.






Referencias

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Federici, S. (2013) Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas. Madrid: Traficantes de sueños.

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Feregrino, M. y Cadena, Y. (2019) “Trayectorias de trabajo informal, género y espacio público en la Ciudad de México” en Revista Latinoamericana de Antropología del Trabajo, núm. 5, enero-junio 2019. Dossier Memorias, biografías y trayectorias de la clase trabajadora en México.

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