
Bruno Lutz / Doctor en Ciencias Sociales. Profesor investigador, Departamento de Relaciones Sociales. Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco.
23 de febrero del 2023 / Era noche y tenía la presión muy alta. Me fue imposible controlarla. El fuerte malestar que sentía me obligó a ir de emergencia a un hospital para ser atendido. Así es que mi esposa me llevó al área de Admisión Continua del Centro Médico Nacional XX de Noviembre.
Dos fueron las razones por las que decidí elegir este hospital de muy alta especialidad del ISSSTE. Primero, soy derechohabiente del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado. Dos, en el Centro Médico Nacional XX de Noviembre estaba realizando precisamente una etnografía institucional del servicio de Urgencias denominado ahí “Admisión Continua”. Para conocer in situ el trato que reciben los pacientes de un hospital, uno puede laborar como paramédico (Peneff, 1992, 2000), presentarse como colaborador (Goffman, 2001), fingir algún padecimiento o llegar efectivamente enfermo (Testa, 1993). Este último fue mi caso. Me presenté como un paciente cualquiera, lo cual me serviría para observar los procedimientos del nosocomio.
Era medianoche. Mientras buscábamos el acceso, observamos que todo estaba cerrado y a oscuras. Finalmente, por una pequeña puerta ingresamos al tiempo que un auto se dirigía al estacionamiento. El policía nos dejó pasar sin pedirnos nada. Al llegar a Admisión Continua notamos que las puertas automáticas estaban cerradas. La mujer policía al interior estaba dormida en su silla, lo mismo que el recepcionista detrás del mostrador. Haciendo uso de la fuerza logramos abrir las puertas de cristal para poder pasar, pues el sistema de apertura automática estaba suspendido. (Más adelante supimos que en las noches el personal altera intencionalmente el mecanismo de apertura de las puertas automáticas para evitar la entrada de aire frío y alterar su sueño).
Llegamos al mostrador. Mi familiar indicó al recepcionista que me sentía muy mal. El administrativo se puso a buscar con veleidad las hojas de admisión, pero jamás las encontró. Debido a que no había lugar dónde sentarme -y que los minutos transcurrían lentamente- recargué mi cabeza sobre mis brazos posados en el mostrador. En ese momento la policía, ya despierta, me ofreció su silla. A los dos minutos salió una doctora y me permitió sentarme en el área de Triage. Sin preguntarme nada y solo con la mención de mi esposa de que tenía la presión muy alta, y a punto del infarto, me hizo pasar al área de choque. Cabe aclarar que en la etapa del Triage, en principio se toman los signos vitales del paciente y se le hace una serie de preguntas relativas a sus síntomas para poder asignarle un nivel de gravedad (Illescas Fernández, 2006). No fue mi caso.
La médica que me atendió pidió recostarme de inmediato en una cama, quitarme la camisa, el reloj, la pulsera de metal, mi cadena y mis lentes para poder colocarme un aparato de electrodos sobre el pecho. Ya acostado, la profesionista se quejó por el vello de mi tórax, pues los electrodos no lograban adherirse a la piel. Después de batallar por un momento, pidió apoyo a un residente. Este último fue a buscar un rastrillo, lo cual le llevó algo de tiempo. “La jefa dijo que hay que darle choques si se está infartando”, dijo en voz alta la mujer a su colega. Hasta este momento no habían preguntado cómo me sentía o si era la primera vez que padecía de tales síntomas. Mientras estaba acostado observaron los datos del electrocardiograma. Las cifras antes que las palabras. No detectaron indicios de infarto, por lo que me quitaron los electrodos y me pidieron caminar hasta las camas de observación.
Enfermo, estaba por convertirme en paciente en proceso de desposesión de identidad, como observó Zola (1967) en un hospital británico.
Estando medio vestido, seguí a la doctora hasta una sala grande. Me permitieron sentarme en una de sus sillas. Alguien me dio una bata y me pidió cambiarme. Otros preparaban la cama número 3. Me puse la prenda en medio de todos, sin privacidad alguna. No solo me sentí despojado de mis pertenencias, sino de mi propia intimidad. A partir de ese momento tuve la sensación de que les pertenecía. Me habían expropiado de mi “yo”.
Mientras tanto, otro doctor abordó en el pasillo a mi esposa para preguntarle sobre el medicamento que tomaba y la dosis. Ella le enseñó una caja de medicinas, pero dado que no sabía a ciencia cierta la posología, el residente asumió que me la suministraba incorrectamente, por lo que llamó la atención a mi acompañante y enseguida pasó el reporte a la doctora con desesperación: “doctora, el paciente trae medicación descontrolada”. (Esta conclusión resultó ciertamente precipitada, puesto que desde hace un mes que seguía una prescripción médica). Ya acostado en la cama número 3, la doctora entrevistó a mi esposa para pedirle datos generales: mi nombre, edad, lugar donde laboro, oficio, tipo de sangre… Posteriormente solo se dirigió a mi para precisar ciertos datos.
Enseguida, una enfermera colocó un catéter en mi brazo derecho y un residente dejó una cánula en una vena de mi muñeca izquierda para monitorear mis signos vitales. Sus gestos eran mecánicos, sus palabras escuetas. Apenas si me daban instrucciones. Entendía que estaba completamente a su merced. Me habían despojado de todas mis pertenencias, de mi ropa, de mi autonomía, pero también de mi derecho a sentir. Prácticamente les parecí indiferente. Había dejado de ser Bruno Lutz, con cuerpo y alma, para convertirme en un paciente con crisis hipertensiva. Experimentaba en carne propia lo que Goffman (2021) denominó la “mortificación del yo”.
Afuera se escuchaba cómo la doctora y otro joven (quizá un residente) disentían sobre la dosis que correspondía: “¿Cómo ve, doctora? ¿Le suministramos dos gramos?” “No creo, porque la otra vez que lo hicimos se descontroló más el paciente. Yo creo que mejor uno, “¿Cómo ves?” “Ok. Y ya vemos cómo responde”. “De acuerdo”. En ese instante supe que me convertiría en un conejillo de indias que estarían monitoreando.
Una enfermera me tomó la presión por primera vez. El valor de 200/147 se quedó registrado en pantalla. Alguien lo anotó en unas hojas que estaban sobre una pequeña mesa y se fue. Otra enfermera me dio una primera pastilla, mientras me indicaba el nombre del medicamento. Hasta ese momento, el personal me había dado un trato regular, aunque sin preguntarme cómo me sentía ni inquirir si necesitaba algo más. Mientras tanto, afuera, en la zona de triage, mi esposa concluía el trámite de registro para que pudieran hacerme estudios de laboratorio. De noche, la burocracia hospitalaria es más lenta y la demora se prolonga más fácilmente.
Rápidamente tuve la necesidad de orinar. La presión en mi vejiga se hacía cada vez más fuerte. Pero una vez que habían terminado con sus gestos técnicos, las enfermeras no volvieron a acercarse. Habían cerrado las cortinas tal vez para impedir que entrara en comunicación con ellas. Las escuchaba platicando y riendo en medio de la sala. Incluso, escuché cómo un miembro del personal veía una telenovela. Debido a mis ganas cada vez más fuertes de orinar, me arrimé hasta la extremidad de la cama y abrí las cortinas para pedir asistencia. Tuve que esperar más tiempo antes de ver pasar a alguien. Lamentablemente no había ningún botón de emergencia para poder ser auxiliado. Así es que al primero que vi le externé mi urgencia. Una enfermera vino enseguida con un pato, me lo dio y cerró nuevamente la cortina. Sentado en el borde de la cama, ambos brazos conectados y con el chacoteo del personal a unos cuantos metros de mí, no solo me fue imposible concentrarme sino maniobrar. Necesitaba pararme completamente. Cuando logré poner mis pies en el piso, escuché al médico vestido de azul, de complexión obesa, sentado en su silla sin moverse, advertir a todos: “El paciente está parado”. Fue una señal de alarma. Dos enfermeras se precipitaron, abrieron sin reparo la cortina y me dieron la instrucción de quedarme acostado. Les contesté que no podía orinar en esa posición. No obstante, insistieron. Suplicándoles, les pedí que me dejaran parar para poder orinar. Mi dolor estaba a la altura de mi desesperación. No quisieron escucharme y martillaron que debía permanecer en reposo absoluto. Con fuerza les pedí que abrieran el barandal lateral para que pudiera girar y pararme a un costado de la cama sin jalar los catéteres. Se negaron rotundamente. Elevaron la voz. Es cuando pude escuchar al mismo médico, testigo pasivo de la escena, decir: “El paciente se está poniendo grosero”. El tono falsamente neutro de sus palabras me acusaba y me colocaba en la categoría de “pacientes difíciles” (Lorber, 1982).
Hubo una nueva movilización de enfermeras quienes fueron a buscar a su jefa. La doctora, las enfermeras y uno o dos residentes me hicieron frente. Con malos modales la responsable me ordenó acostarme de inmediato. Volví a explicarles que necesitaba orinar con urgencia y que por supuesto me acostaría enseguida. Mi dolor era insoportable. Así es que supliqué nuevamente su comprensión. Lo único que me dijeron fue: “Usted no se puede levantar. Le puede dar un infarto en cualquier momento y se nos puede caer”. Con gran desesperación les contesté que bastaba con que me ayudaran a abrir el barandal. Pero no me escucharon y todos se fueron.
La doctora fue a buscar a mi esposa para decirle que me había portado grosero, que les había gritado e insultado (sic), y que si no me tranquilizaba daría la orden de no atenderme más y sacarme de Admisión Continua. Estaba viviendo lo que había leído en la literatura especializada: el paciente tiene que ser irremediablemente dócil, siempre cooperativo y jamás quejarse de nada, pues de lo contrario le sería negada la atención.
Una enfermera finalmente se presentó para abrir el barandal lateral izquierdo. Mal encarada me lanzó cortante: “¡Usted no me presione!”, y se fue. Ya parado en el borde de la cama me dispuse a orinar, pero al final no pude concluir del todo por las constantes interrupciones de la enfermera quien con insistencia me preguntaba: “¿Ya orinó?, ¿Ya acabó?” El personal me trató como si fuera solo un cuerpo, una masa de huesos, tejidos y líquidos. A los cuantos minutos, la enfermera recogió el pato, cerró las cortinas y desapareció.
Durante un largo rato no vi a nadie más. Ninguna enfermera vino a tomar nuevamente la presión. Supuse entonces que me estarían castigando. “Hay dos avisos de gravedad”, dijeron entre ellos un momento después. Luego escuché cómo una parte del personal se disponía a dormir bromeando respecto de la cama les tocaría esta noche. Los que se quedaron despiertos en la sala siguieron platicando y riéndose a carcajadas.
Después de un largo tiempo (no tenía mi reloj), por fin llegó una enfermera a quien nunca había visto. Notó que mi tensión arterial seguía muy alta. “Esto es porque usted se alteró, es la consecuencia de su actitud”, me culpó. Me dio otra pastilla y se fue. Desde que ingresé a Admisión Continua me culparon de mi malestar. Llegué enfermo esperando asistencia, pero al final resulté culpable. Parece que las enfermeras daban a las pastillas además de la virtud de disminuir los síntomas, corregir la actitud de los pacientes “difíciles”.
Más adelante llegó un camillero desenvuelto. Se presentó y me dijo en tono de broma que mis pies no debían estar fuera de la cama. Me recogí hacia atrás. Movió la posición de la cama y se fue. No obstante, noté que había inclinado en exceso la cama hacia atrás, de tal forma que mi cabeza quedó más abajo que el resto de mi cuerpo. La sangre empezó a fluir y empezó a causarme una gran jaqueca. Desafortunadamente no podía ajustar la posición de la cama porque los botones de comando estaban fuera de mi alcance. Entonces resolví sentarme al pie de la cama cerca de la cortina. Allí esperé antes de que viniera una enfermera. Amable, después de tomar mi presión, me hizo el favor de volver a poner la cama en posición horizontal y la cabecera inclinada moderadamente. Una vez más experimentaba las implicaciones de depender de los demás.
Más tarde se presentó un joven. Me dijo que tomaría una muestra de sangre. (Cabe precisar que la doctora no me había informado de este análisis de sangre ni de la razón del mismo; ella solo se había aparecido en un par de ocasiones, y a la distancia me había repetido que mi presión arterial debía bajar a niveles normales; nada más). El enfermero realizó su maniobra con mucha minuciosidad, pero cuando estaba llenando los tubos de muestra alguien apagó la luz. “¡Luz!”, gritó enseguida. Pero al parecer fue ignorado, así es que terminó su labor en la penumbra y con la cabeza cerca de la fosa de mi codo derecho para poder ver lo que hacía sin lastimarme. Posteriormente me dijo que llevaría las muestras al laboratorio y se marchó. Mientras tanto, el resto del personal dormitaba.
Un momento después pedí nuevamente el pato a una enfermera que pasó delante mío. Muy amable, me lo dio y abrió el barandal lateral, lo que me permitió girar sobre la cama y ponerme de pie. Sin conflicto ni intercambio de palabras, como sucedió la primera vez, pude hacer lo que tenía que hacer con tranquilidad y entregar el pato lleno. La satisfacción de esta necesidad fisiológica me permitió volver a la cama para esperar indicaciones.
Mientras tanto, afuera, en la sala de espera, mi esposa presenciaba la manera como la misma doctora se portaba intolerante y cortante con los familiares de otros enfermos. Alcanzó a oír algo como: “A mí no me involucren en sus chismes, lo único que me interesa es que su paciente esté bien”. Las personas insistían en comentarle el maltrato y la negligencia que habían sufrido de parte del personal del área, pero la doctora no quiso escuchar. Varias veces los paró en seco: “Ya les dije que no me interesan los chismes, solamente me importa su paciente. Pero si quieren quejarse, pueden reportarlo”.
Después una acompañante se le acercó a mi esposa para confiarle que desde las 11 de la noche que había ingresado su enfermito y hasta las 5 de la mañana nadie le había dado información. Se la veía desesperada y muy desanimada para preguntar, pues había asumido que nadie le haría caso o la podría ayudar. “Deberían poner una pantalla, algo de café o ya de menos una máquina de dulces para poder aguantar tantas horas aquí, porque además afuera no hay nada”, se quejó la señora.
Cuando mi esposa quiso acercarse a las puertas de acceso para ver si lograba interceptar a algún doctor y preguntar por mí estado de salud (igualmente había pasado mucho tiempo), la policía le dijo que no podía caminar en el pasillo y debía permanecer en la sala de espera, sentada en aquellas sillas metálicas cuyo frío le traspasaba la ropa. No obstante, a otras personas sí la dejaba circular y estar al pendiente de sus enfermos. Nunca entendió el criterio que aplicaba la señorita vigilante de la entrada. En otro momento percibió que un joven (quizá algún doctor o residente) salía a preguntar por los familiares de tal o cual enfermo, y si no obtenía una respuesta inmediata simplemente se retiraba y no volvía más. Tampoco dejaba a la oficial de la entrada la instrucción de seguir anunciando al familiar requerido. En varias ocasiones, mi familiar advirtió que a los acompañantes les ganaba el sueño o estaban en el sanitario, por lo que no podían responder al llamado que solo se hacía una vez y no más.
Un momento después, una enfermera volvió a tomar registro de mis signos. La presión diastólica estaba por debajo de 140. “Ya lo vamos a dar de alta”, me anunció. La idea de regresar a mi casa me dio un gran alivio, aunque tuve que esperar más tiempo y escuchar dos veces más este anuncio antes de que se hiciera realidad. Aparentemente mi tiempo no era su tiempo (cf. Frankenberg, 1992; Prichard, 1992; Ferrero, 2003). El tiempo del personal de salud nunca es el tiempo de los pacientes.
Por fin, apareció mi esposa con todas mis cosas. Me vestí, feliz de irme. La doctora se dirigió a ella para indicarle que debía seguir el tratamiento al pie de la letra, recoger los medicamentos en la farmacia y sacar cita en la clínica que me corresponde para ser atendido en consulta externa por un cardiólogo.
La doctora nunca más se volvió a dirigir a mí, tampoco se despidió y mucho menos me entregó la receta. Antes de irnos, preguntamos a una empleada (cuyo escritorio estaba enfrente de la cama) por mi prescripción médica. Se volteó y con el dedo nos señaló que la habían dejado sobre la mesa. La recogimos sin más explicaciones. Nunca supimos los nombres de las personas que nos atendieron (no portaban gafete alguno). Nadie me habló de la posibilidad de tener una incapacidad -eran casi las seis de la mañana y en principio me era imposible impartir mi Seminario en la Universidad a primera hora-. Tampoco nos dijeron nada respecto de los resultados de los exámenes de sangre, cuándo y dónde recogerlos. Solo las dos enfermeras que me atendieron en la segunda mitad de mi estancia (y que fueron las únicas en presentarse: Luz y Paz) se despidieron de nosotros. Así que viví en primera persona lo que Castro (2014) llama el “habitus médico autoritario”, es decir, esta violencia multiforme que el personal del sector público de la salud suele ejercer en contra de los pacientes.
Si hubiéramos querido quejarnos por el maltrato recibido -y no digo por problemas de comunicación (Vega Hurtado, 2020)- no hubiéramos podido hacerlo porque en estas horas de la noche nadie estaba en la oficina del Buen Trato (aunque la luz estaba prendida). Tampoco había un Buzón de Quejas en la sala de espera. Admisión Continua es el reino de las ausencias en el cual los maltratos quedan impunes (Lutz, 2001).
Cuando salimos (batallando nuevamente con la puerta), la policía y el recepcionista estaban profundamente dormidos, por lo que prácticamente no se dieron cuenta de nuestra presencia. Afuera, el módulo de policía estaba en completa oscuridad (recordemos que desde 2021, por Decreto presidencial, es la policía federal quien resguarda las entradas de las unidades médicas del IMSS y del ISSSTE). Uno de los dos uniformados igualmente se encontraba recogido en su asiento, dormitando. No supimos por dónde salir a la calle (no había señalamiento alguno), hasta que un oficial nos indicó salir por el portón donde entran los coches. Nos encontrábamos afuera para iniciar una tranquila recuperación. Iba a amanecer.
Epílogo
A la semana volvimos a reunirnos con el Coordinador de Medicina del Hospital XX de Noviembre, quien supervisa el Departamento de Admisión Continua. En el transcurso de la conversación le informamos que yo había sido internado por una crisis hipertensiva. Junto con dos doctoras, escuchó mi relato con mucho interés. Tomó notas. Se mostró apenado por lo que había sucedido, pero al mismo tiempo no lo sorprendía. Nos confió que lamentablemente aún no habían podido desterrar las malas prácticas del personal de salud y particularmente su inadecuado trato hacia con los pacientes. Intercambiamos respecto de las medidas correctivas que debieran tomarse para evitar la reproducción de situaciones de maltrato y procurar una atención mucho más digna. “Que mi dura experiencia de etnógrafo como paciente sirva para que otros no tengan que pasar por lo mismo”, le dije.

Referencias
Castro, R. (2014) “Génesis y práctica del habitus médico autoritario” en Revista mexicana de sociología, vol. 76, núm. 2, abril-junio, pp. 167-197.
Crivos, M. (1988) “Estudio antropológico de una sala de hospital” en Medicina y Sociedad, vol. 11, núm. 5-6, pp. 127-137.
Ferrero, L. (2003) “Tiempo y ritual en la organización del cuidado médico” en Cuadernos de Antropología Social, núm. 18, pp. 165-183.
Frankenberg, R. (1992) “‘Your time or mine’: temporal contradictions of biomedical practice” en Frankenberg, R. Time, Health and Medicine, London: Sage Publications, pp. 1-30.
Goffman, E. (2001) Internados: ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales. Buenos Aires: Amorrortu.
Illescas Fernández, G. J. (2006),“Triage: atención y selección de los pacientes” en Trauma, vol. 9, núm. 2, mayo-agosto, pp. 48-56.
Lorber, J. (1982) “Pacientes fáciles y difíciles: concordancia y divergencia en un hospital general” en Gartly Jaco (Comp.), Pacientes, médicos y enfermedades. México: IMSS, pp. 335-359.
Lutz, B. (2021) “El tiempo de espera en Urgencias en hospitales públicos de la Ciudad de México” en Revista Salud Problema, núm. 28, julio-diciembre. México, pp. 14-33.
Peneff, J. (1992) L’hôpital en Urgence. Étude par observation participante. Paris: Métailié.
_______(2000) Les malades des urgences. Paris: Métailié.
Pritchard, P. (1992) “Doctors, patients and time” en Frankemberg, R. Time, Health and Medicine. London: Sage Publications, pp. 75-93.
Testa, M. (1993) “El Hospital visto desde la cama del paciente” en Salud, problema y debate, año V, núm. 9, pp. 1-4.
Vega Hurtado, C. (2020) “Importancia de las estrategias de comunicación entre médico y paciente” en Revista Médica del Instituto Mexicano del Seguro Social, vol. 58, núm. 2, pp. 197-201.
Zola, I.K. (1967) “Pathways to the doctor – from person to patient”, in Social Science & Medicine, vol.7, issue 9, pp.677-689.