
David Hernández Reyes / Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM. Maestro en Sociología Política por el Instituto Mora. Candidato a doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM.
Pedro llamó a la puerta. “También estamos muy enojados con la Iglesia”, me había confesado con cierta cautela mientras caminábamos entre las callejuelas del pueblo. Yo, que me había pasado los meses anteriores leyendo sobre los orígenes de la extrema derecha española, lo entendí rápidamente: los estrechos e históricos vínculos entre la Iglesia y la derecha se habían roto. La puerta se entreabrió lentamente. Un hombre de gesto amable se asomó asombrado.
–Buen día, padre.
En cuanto nos vio, su rostro expresó tedio y preocupación, pero saludó con gentileza: –Hola, Pedro, buenos días.
–¿Está muy ocupado, padre?
–Iba de salida, pero díganme.
–No le quitamos mucho tiempo. Le presento a David, un chaval que vino de México para estudiar nuestro movimiento y lo que hacemos.
–Oh, muy bien –dijo el padre con cierta condescendencia.
–Queríamos ver si nos dejaba entrar para que le mostrara a David la placa de nuestros héroes caídos.
–Claro, claro, pasen, pero tendrá que ser rápido, pues debo irme en poco tiempo.
Atravesamos la sala de la casa parroquial con dirección al patio. La pequeña habitación, cuidadosamente pintada de blanco con detalles azules, limpia, ordenada y sutilmente adornada con algunos cuadros y pequeñas kentias que emitían una agradable sensación de frescura, era un oasis en medio de aquel calor seco y sofocante que abrasa a Velilla de San Antonio en verano.
Este municipio, como buena parte de la Comunidad de Madrid, es más bien árido. En los meses más calurosos, ni la ligera brisa que proviene de la laguna de El Raso ni los arces blancos logran mitigar la ardentía. Si Albert Camus tiene razón en que la manera más cómoda de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere, habría que decir que Velilla es una localidad serena. Allí se trabaja, se ama y se muere con tranquilidad y algo de sopor. El movimiento viene de fuera. Es la gente que trabaja o viene de Madrid la que insufla el alboroto propio de las grandes ciudades a un pueblo donde la vida se desenvuelve al mismo ritmo parsimonioso que las partidas de petanca que juegan los viejos por las tardes en el parque.
Desde el umbral de la mampara de vidrio que da al jardín vislumbré el obelisco blanco que se erige elegantemente en el centro. Una bonita cerca de madera asentada sobre una barda de ladrillo rojo de medio metro de altura y embestida por una tupida enredadera enmarcaba aquel espacio donde las flores que brillaban bajo los rayos del sol eran mecidas delicadamente por el viento. Caminamos hasta el pie del monolito donde, a la altura de los ojos, una placa esculpida en la piedra resguarda del olvido los nombres de tres mujeres y tres hombres.
–Yo soy católico –dijo Pedro mientras nos dirigíamos de la Iglesia a la casa del presbítero; habíamos entrado en la pequeña construcción para que yo la conociera por dentro y pudiera ver de cerca el enorme nido que las cigüeñas habían construido al pie de la cruz exterior–, no siempre voy a misa, pero trato. Y la verdad es que la Iglesia cada vez nos decepciona más.
–Lo que ahora es la casa parroquial –continuó –antes era un cementerio donde se encontraban los restos de los asesinados por los comunistas durante la Guerra Civil. Ahí, desde tiempos de José Antonio Primo de Rivera, había un monumento en honor a los caídos en la guerra con la forma del yugo y las cinco flechas y una chapa con sus nombres. Pero un antiguo párroco, previo pago del PSOE de una subvención de cuatro mil euros, mandó a quitar ese yugo, a colocar en su lugar una estatua y a poner la placa por detrás del monolito a manera de que no se viera.
Los tres observamos el bloque con atención. Es cierto, en la cumbre del prisma se encuentra la escultura de una virgen con rostro de compasión que eleva la mirada al cielo mientras semiflexiona las rodillas y junta las manos en posición de oración. Su manto, que da la apariencia de ser sacudido por el viento, armonizaba con las hojas de los árboles que se movían con alegría en las orillas del jardín.
La placa en cuestión, en la parte trasera, está detenida por cuatro grandes clavos cuyo óxido, al ir escurriendo, pasa de un tono marrón a un amarillo muy claro. Me acerqué para poder leer la inscripción sin ser cegado por el destello que producía el sol al chocar con la piedra albar. Por el tamaño de la letra, más grande que el resto, lo primero que advertí fueron las siguientes palabras: “Caídos, José Antonio, España”. Detrás de mí, Pedro y el cura, uno a cada lado, esperaban con paciencia y expectación sin decir una sola palabra.
Tras pasar rápidamente la mirada por los nombres de los conmemorados sin detenerme a leerlos bajé la vista: “Asesinados por las hordas rojas de este pueblo el 7 de octubre de 1936”. Luego, cuando alcé el rostro nuevamente, mi intento de leer en orden toda la placa se vio interrumpido por una hiedra que se ha adherido a la esquina del monolito y que tapa, con su follaje en forma de estrella, una parte del texto.
Titubeante, terminé por acercarme a la cálida piedra para intentar retirar con la mano las delgadas ramas con la intención de leer lo que estaba detrás. Me asombré al percatarme de que la hiedra ha sido direccionada para crecer hacia la placa y cubrirla. Sin inclinar la cabeza, bajé la mirada discretamente para rastrear las raíces. Frente a mis pies entreví el único pedazo de tierra que hay en el jardín de donde emerge la planta. En ese momento alcancé a percibir que el padre movía los pies con impaciencia y nerviosismo.
–Hay que pegarle una podada a esa enredadera, padre –dijo al fin Pedro con la seguridad que le es habitual, rompiendo con aquel profundo silencio que había reinado entre los tres.
–Emm, sí –receló el padre –, le hace falta.
–Cuando quiera yo puedo venir con gusto para limpiar esa placa.
–Sí, mmm, estaría bien.
–Hay que salvar a todas las almas, padre, no nada más con las que estamos de acuerdo –sentenció Pedro.
Incómodo e interpelado, el padre nos dio a entender, con sus gestos, que había llegado la hora de marcharnos.
–No le quitamos más tiempo, gracias por permitirnos pasar –, reculó Pedro.
Entramos de nuevo a la sala. El cura se dirigió a mí.
–¿Y de qué parte de México eres?
–De la capital, de la Ciudad de México.
–Sí conozco, también he ido a Sonora y a Chiapas por misiones. ¿Cómo les va con el crimen organizado, siguen igual de mal?
–Depende mucho del estado donde se viva, padre, hay lugares asediados por la violencia, pero en la capital es un poco diferente.
–Sí, recuerdo que en algunos lugares es muy peligroso. ¿Pero a qué se debe ese problema?
–Pues hay muchas razones, pero una de ellas tiene que ver con que estamos muy cerca de Estados Unidos. Somos el paso de la droga que viene de Latinoamérica para que la consuman los norteamericanos. Porfirio Díaz, uno de nuestros expresidentes, decía: ¡Pobrecito de México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos!
Pedro se sumó a la plática implacablemente. –Eso es, tan lejos de Dios. Y claro, es que a ustedes les ha pasado como a nosotros. La influencia de Estados Unidos les afecta por ese globalismo norteamericano que lo tienen tan cerca. Aquí igual, estamos invadidos por olas de inmigrantes auspiciadas por las grandes potencias. Y es que eso al final produce puros problemas: inseguridad, pérdida de valores, desempleo.
–Bueno, Pedro, pero hay que ser tolerantes y estar abiertos al diálogo –, señaló el padre.
–Es que no, padre, ya fuimos tolerantes, ¿y qué pasó? Que cuando fuimos tolerantes se destruyeron todos los valores católicos. Usted lo sabe. Por eso ahora el camino es no dar tregua y enfrentarlos por todos los medios posibles.
–Bueno, yo, como miembro de la Iglesia, siempre voy a estar del lado del diálogo. Y perdón, pero ahora sí ya debo irme.
–Sí, sí, claro, gracias por recibirnos, padre, le agradecemos mucho.
Al salir Pedro se volvió hacia mí: –Pues ya lo has visto, David, por eso es que nosotros tampoco confiamos en la Iglesia, pues también está entregada a la ideología progresista.
–No quiero decir que es una conspiración –le dije–, pero no sé si notaste que la enredadera que cubre la placa está orientada a propósito para que la vaya ocultando.
–Claro, claro que lo he notado, por eso suelo ir a menudo, para que vean que uno no se olvida de cuidar a sus héroes.
Nos dirigimos hacia la floristería de Ramón, el leal compañero de Pedro en su lucha política. Tras comprar unas cervezas frías llegamos al negocio. Ramón nos saludó con gusto y nos preguntó sobre cómo nos había ido.
–Le he mostrado a David la placa de los mártires de la guerra –, dijo Pedro con orgullo.
Instalados en la enorme bodega de la floristería, Ramón sacó un cartel que había recogido de la escuela primaria del municipio donde el gobierno de izquierda anunciaba un ciclo de cine para niños que tenía como objetivo fomentar el respeto a la comunidad LGTBIQ. Indignado y lleno de rabia, preguntaba retóricamente cómo era posible que el gobierno quisiera pervertir de esa manera a los niños.
Pedro se sumó a la queja. –Siempre se habla de la quema de libros durante Tercer Reich, ¿pero sabemos qué libros estaban quemando? Se estaban quemando libros sobre ideología de género, sobre toda esta mierda que ahora las élites progresistas le quieren traer a nuestros hijos y que lo estamos permitiendo, cuando tendríamos que ir a la biblioteca municipal y quemarlos todos.
Pedro tomó aire y se tranquilizó, con más calma, me explicó los motivos de su lucha. Con una profunda nostalgia por el franquismo, por la época de los Reyes Católicos y por la sociedad medieval, Pedro y Ramón esbozaron ante mí una compleja y sofisticada narrativa en la que las élites económicas globalistas, los gobiernos corruptos, la burocracia de la Unión Europea, los inmigrantes del Magreb, la ideología progresista, el comunismo, el marxismo cultural, la ideología de género, los judíos y los musulmanes son responsables de todos los males de la sociedad actual.
Ellos sueñan con llevar a cabo una revolución que restaure el orden, regrese a España a su pasado idílico y salve los valores que se han perdido. Para ello, dicen, deben comenzar desde abajo, pues hablar de una revolución de repente puede asustar a las personas. Quieren que la gente vaya normalizando y viendo bien sus ideas y sus posturas, para que sus mensajes se vayan volviendo parte del paisaje político. A la vez, como lo hizo Pedro con el padre, disputan el significado de la memoria histórica y reivindican el pasado fascista con añoranza.
Cuando se terminaron las cervezas comenzaba a hacerse tarde, así que me despedí. Ramón se ofreció a llevarme en su coche a la parada del autobús que me llevaría a casa. Para salir atravesamos de nuevo su floristería. Al caminar entre las rosas, los claveles, los tulipanes, las azucenas, las hortensias, los lirios y las orquídeas una extraña sensación me invadió. No pude evitar recordar la idea de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal y pensar que el fascismo no siempre adquiere la forma de horrendas cámaras de gas o crueles campos de concentración, sino que puede crecer entre las flores.
